Mi amigo Walter
Neumann, nacido en Chile como descendiente de una familia nazi fugada al finalizar
la Segunda Guerra Mundial –por lo que manejaba un perfecto alemán– obtuvo
recientemente su doctorado en musicología en Viena. El tema que investigó fue
la obra de Franz Xaver Süssmayr, conocido fundamentalmente por haber sido quien
completara el Réquiem o Misa de Muertos que dejara inconcluso su maestro
Wolfang A. Mozart.
Llegó a meterse muy
a fondo en la vida y obra de este clarinetista y compositor, de quien en
realidad poco se sabe, siempre opacado por la grandiosidad del célebre maestro
vienés. De sus incansables búsquedas proviene la carta que ahora vamos a hacer
pública. En realidad, la misma no es nada misterioso que haya estado guardado
por motivos especiales, por seguridad, para resguardar algún comprometedor
secreto. No, nada de eso; simplemente, como sucede tantas veces, se traspapeló.
Quiso la paciencia metódica de Werner encontrarla por casualidad. Lo
interesante es que transmite una faceta del genial compositor austríaco nada
conocida para nosotros, pero sin dudas muy familiar para Süssmayr.
La carta está
fechada el 20 de diciembre de 1792, algo más de un año después de la muerte de
Mozart. Se la dirige a su hermana, contando algunas cosas personales
irrelevantes al día de hoy, y fundamentalmente ensalzando la figura de quien
fuera su figura rectora, su guía, su modelo. Por cierto, modelo a imitar no
sólo en lo musical, como el propio Süssmayr dirá, sino como patrón de vida.
Desde ya, en todo momento el discípulo se siente inferior a quien fuera uno de
los grandes genios musicales de la historia; en eso ni siquiera pretende
competir, y con toda la humildad del caso lo reconocerá en esta y otras cartas.
Lo importante ahora –por eso incluimos esta pequeña pieza literaria– es
rescatar lo que el mismo Süssmayr intenta poner en alto: que aun muriendo,
cuando hay algo que decir, algo que transmitir, pese a todo –ya verán lo que
nos dice en la misiva– es posible sobreponerse a las cosas más adversas. Hoy,
tal vez, podríamos decirlo con una frase que ya se ha vuelto legendaria:
“podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.
Querida hermana:
Como te había
adelantado, no creo que para Navidad pueda llegar por la casa. Estoy
verdaderamente abrumado con el trabajo que acepté. Konstanze, la viuda del
Maestro, confía en que podré hacerlo; espero no defraudarla, pero la verdad,
querida hermana, a veces me pregunto para qué acepté tamaño reto. Fíjate el
tiempo que pasó: ya va más de un año desde que él escribió el primer compás, y
aún no hay miras de que yo lo puedo terminar. En verdad se lo habían encargado
para completar en un mes. Yo estoy totalmente seguro que si no hubiera sido
porque apareció otro encargo del Emperador, lo hubiera terminado en el tiempo
previsto. Algo que no acabo de entender es cómo hacía para componer con tanta
rapidez. ¡Te aseguro que lo he visto yo con mis propios ojos: en una semana
componía una sinfonía! Era increíble: mientras hacía el amor, componía su
genial música, le salía con la más total naturalidad. ¡Era un monstruo, un
Leviathan!
Pues… ¡eso es ser
un genio! No me cabe agregar nada más. Yo, que a duras penas puedo ser un
mediocre alumno de composición, me demoro un año –y espero que no sean otros
doce meses más todavía– para escribir lo que él hubiera hecho en dos semanas.
Como dice el Tuba mirum: Quid sum miser tum dicturus? Quem pratonum rogaturus,
cum vix iustus sit securus?, que en mi pobre traducción sería: ¿Qué podré decir
yo, desdichado? ¿A qué abogado invocaré, cuando ni los justos están seguros?
Créeme, hermana,
que de todos modos no lo envidio: me reconozco en mi mediocridad, que es lo más
común para nosotros, los seres humanos comunes, y lo tomo como una referencia.
No lo envidio, sino que trato de aprender de él. ¿Acaso piensas que todos los
músicos pueden escribir una sinfonía de más de 200 páginas en una semana?
¿Piensas que todos los músicos pueden escuchar una obra y al día siguiente
repetirla íntegra, sin dudar, sin equivocarse en una sola nota? No, eso no es
lo común: lo normal es lo nuestro, los que con gran dificultad podemos seguir
los pasos de un guía genial como el Maestro.
Pero si hay algo
que me enseñó, ya no a nivel musical (en eso es una fuente inagotable del que
seguirán aprendiendo las generaciones venideras seguramente por varios siglos,
no lo dudo), si algo me enseñó para la vida, como norma ética, es a sacar
fuerza de flaquezas, a no darse nunca por rendido, a comprometerse en un todo
por el todo en las cosas que se hacen.
El Maestro lo decía
simpáticamente, guiñando el ojo a veces, pero sé que así lo hacía de verdad:
“hay que hacer todo, componer un obra musical o el amor, todo, absolutamente
todo, como si fuera la última vez que se hace en la vida, poniendo toda la
pasión del mundo en eso. Nada realmente bueno se puede hacer si no es así.”
Créeme, hermanita,
que eso fue lo que más aprendí de él. Por supuesto que lo poco, poquísimo de
música que aprendí, se lo debo enteramente al Maestro. Pero hay algo que aún
valoro más, mucho más: es ese espíritu de esfuerzo y compromiso continuo que
tenía, que ponía en todo. Eran esas ganas de hacer todo con la más grande
energía, tal como decía, cual si fuese la última vez en la vida.
En estos momentos
no la estoy pasando muy bien; se me han juntado varias cosas. Por un lado, este
peso que siento como abrumador, esta responsabilidad de terminar algo que, lo
sé, me sobrepasa. ¿Tú piensas que remotamente alguien, el día de mañana, se
atreva a decir “el Réquiem de Süssmayr”? No, ¡imposible! Aunque no lo haya
compuesto en su totalidad el Maestro, será siempre el Réquiem de Mozart. No
podría ser de otro modo. Pues bien: eso me atormenta. O más aún: el poder estar
a la altura de las circunstancias. Y junto a eso, querida hermanita, una serie
de cosas que se me han ido acumulando: las penurias económicas que nunca cesan,
mis dolencias en los pulmones, y también el no ser correspondido por la mujer a
quien amo, que no es otra que Konstanze…
Pero justamente en
momentos difíciles es donde las enseñanzas del Maestro retornan con más fuerza
que nunca: “casi muerto, no hay que darse por vencido”.
Te confieso algo,
querida hermana: todo lo que yo estoy componiendo de esta fabulosa Misa de
Muertos, no es mío. En realidad estoy dándole retoques o inspirándome en cosas
ya escritas o esbozadas por él. De hecho, yo no he creado ningún tema nuevo;
todo lo que algún día podrás escuchar de cabo a rabo en esta Misa no son sino
ideas salidas de la cabeza de Mozart. Yo, con suerte, las he acomodado,
desarrollado. Aunque, vamos a lo que te quería decir: me siento abatido por la
responsabilidad que pesa ahora sobre mí. Y porque la mujer que amo sé que me es
imposible. Es más: así ella misma me declarara su incondicional amor, no sé si
me atrevería a ponerle un dedo encima. Lo sentiría como un sacrilegio. ¿Yo con
la que fuera mujer de mi Maestro? De todos modos, hay algo que me alienta. Es
eso que te decía más arriba: “casi muerto, no hay que darse por vencido”.
El Maestro, en sus
últimos días, aún en su lecho de muerte, escupiendo sangre en más de una
ocasión, me dictaba sus ideas para el Réquiem, que ya había pasado a ser su
propia Misa de Difuntos. Y cuando yo no captaba exactamente la idea, me pedía
el violín para hacérmelo escuchar.
Te lo confieso,
hermana, porque sé que me sabrás entender: yo no estoy componiendo nada nuevo
para el Réquiem, sólo estoy acomodando debidamente las ideas que el Maestro
dejó sueltas. Son sus enseñanzas morales las que me hacen seguir adelante: casi
muerto, sabiendo que le quedaban días, u horas por delante, con una fuerza que
yo no sé de dónde sacaba, peleando con la muerte, o más aún: cantándole con una
belleza tan profunda que no se puede creer que eso esté escrito por un mortal a
pasos de vérselas cara a cara con Ella, su energía a prueba de todo es la más
profunda escuela de moral que se pueda concebir.
¿Tú sabes cómo se
puede hacer algo verdaderamente grande? No sintiendo nunca miedo, entregándose
por completo a la Musa de la creación, ¡no rindiéndose jamás ante la
adversidad! Si Mozart fue el más grande entre los grandes, es porque aun
muriéndose no se entregaba. Incluso te cuento algo: ya alguna vez me lo había
dicho veladamente, y en su lecho de muerte me lo reafirmó, ampliándome algunos
detalles: el Maestro había sido abusado sexualmente de pequeño. Pero eso no era
impedimento para que, fiel a lo que siempre me enseñó, se diera por vencido.
Recuerda siempre
eso, querida hermana: ni casi muerto hay que darse por vencido. Si no, no se
puede hacer nada de valor. Si nos abandonamos, estamos ante la pura rutina, la
pura sobrevivencia, la mediocridad. La desgracia no debe turbarnos sino, por el
contrario, ayudarnos a cargarnos de mayor energía para enfrentarla. Sé que lo
entiendes, aunque te parezca raro. Hasta en los peores momentos, sólo la más
absoluta y profunda confianza en que podemos salir adelante, es lo que nos
permite sobreponernos. (…)
Verdaderamente
increíble, ¿no?
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