Tuvo lugar la segunda vuelta
electoral en el país el pasado domingo 11 de agosto, de lo que salió el nuevo
mandatario, que asumirá el 14 de enero del año 2020. El doctor Alejandro
Giammattei, del partido VAMOS –Vamos por una Guatemala diferente–, es el
ungido. En esta segunda vuelta derrotó a la candidata de la Unión Nacional de
la Esperanza –UNE–, Sandra Torres, con una amplia diferencia (16%). La mayoría
de la población empadronada no fue a votar (la abstención fue de alrededor del
60%, un índice histórico). Es decir que Giammattei será presidente no por la
decisión de una amplia mayoría que lo escogió a través del voto popular sino
producto de un bien montado mecanismo de continuidad y perpetuación. Dicho de
otro modo: todos los factores reales de poder (no el “soberano”, el pueblo
votante –tontera con la que nos engañan a diario–, sino las cámaras empresariales,
la casta militar, la clase política, la embajada de Estados Unidos, incluso el
crimen organizado enquistado en la estructura estatal que maneja un buen
porcentaje del producto bruto del país) buscaron el mantenimiento del statu quo, de lo que es la nación, de su
dinámica histórica. En otros términos: se cambia presidente (administrador,
gerente, o si se quiere: capataz) para no cambiar nada en esencia. Gatopardismo,
democracia de papel, democracia controlada y a cuentagotas.
Sandra Torres no significaba ningún
cambio para ese estado de cosas; su propuesta y la de su partido son igualmente
de derecha, conservadora, continuista del sistema. En todo caso, pequeños
cambios cosméticos insignificantes, de orden populista, sin tocar nada
sustancial (programas sociales asistencialistas). No propuso nada que lastime ni
cuestione al sistema, se plegó enteramente a los poderes fácticos
(empresariado, embajada estadounidense), incluso impulsó un discurso homofóbico
para ganarse el favor de los sectores más conservadores ligados a las iglesias
(católica y neopentecostales). Pero Giammattei es más fiel al continuismo, un
representante más confiable, más dócil para la ultraderecha. El llamado Pacto
de Corruptos que dirige Guatemala respiró tranquilo con su elección. Este
oscuro político, ligado a personajes impresentables, que fuera Director del
Sistema Penitenciario cuando se dio un sonado caso de “limpieza social”
(ajusticiamiento ilegal de reos por el que tuvo que purgar diez meses de
prisión), es más “fiel” al proceder mafioso que domina la escena, mejor amigo
de los dueños de siempre que la menos manejable Sandra Torres. La candidata de
la UNE no es muy distinta en su proceder, pero no es amiga histórica de esos
sectores conservadores, crea más desconfianza.
Con el triunfo de este candidato conservador
y neoliberal, empresario y cercano a grupos militares, no se vislumbra el más
mínimo cambio en la situación general del país. Por el contrario: se ratifica,
y seguramente se profundizará, el modelo vigente. Es decir: un esquema
agroexportador basado en la monoproducción azucarera o de palma aceitera, con
alta presencia del capital transnacional dedicado a la industria extractiva
(minería, centrales hidroeléctricas, algo de petróleo), con una clase
trabajadora (urbana y rural) absolutamente sometida, con salarios de hambre
que, según el sueldo mínimo de ley, cubren apenas un tercio de la canasta
básica, con un Estado raquítico con una de las recaudaciones fiscales más bajas
de toda Latinoamérica (10% del PBI) y con grupos económicos locales mono y
oligopólicos que manejan la economía nacional con criterio de finca semifeudal,
en muchos casos enquistados desde la colonia, resistiéndose a cambiar en lo más
mínimo. Las iglesias más conservadoras (católica y evangélica) hacen el coro a
esta estructura, bendiciéndola, fomentándola.
Sumado a todo ello, la administración
política –cualquiera sea: con el actual gobierno de Jimmy Morales, saliente el
año próximo o, presumiblemente también con el futuro gobierno de Alejandro
Giammattei, que no da ninguna muestra de ser díscolo con el país del norte–
siempre es totalmente sumisa a los dictados de Washington. En esa lógica, el
gobierno de Estados Unidos ha forzado a Guatemala recientemente a funcionar
como “depósito” de migrantes irregulares, donde permanecerían a la espera que
el país del norte les dé permiso de ingresar (cosa que, con mucha probabilidad,
nunca va a pasar). “Tercer país seguro”, lo llamó Donald Trump. En realidad,
eso convierte a Guatemala en un gran “campo de concentración” para esas enormes
masas de población que buscan llegar al “sueño americano”, centroamericanos en
principio, de otros países también (caribeños, sudamericanos, africanos). Si
bien el presidente recién electo afirmó que “habría que revisar ese acuerdo”
con Washington, firmado en forma espuria por la actual administración
guatemalteca, su historia política y su perfil ideológico permiten pensar que
en modo alguno se convertirá en un obstáculo para la Casa Blanca, cuestionando
el oscuro tratado. Por el contrario, seguirá fiel a la tradición de “perro
faldero” de los gobiernos centroamericanos en relación al amo imperial. Todo
indica que no habrá ningún cambio allí.
Esta elección fue diametralmente
opuesta a la de cuatro años atrás, en el 2015. En aquel entonces se respiraba
un clima de movilización ciudadana que, más allá de las posibles manipulaciones
que pueda haber jugado la embajada norteamericana con el entonces embajador
Todd Robinson, permitió mandar a la cárcel al binomio presidencial Otto Pérez
Molina-Roxana Baldetti, abriendo un momento de crítica social donde la lucha
contra la corrupción pasó a jugar un papel preponderante. De esa cuenta,
articulándose con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG–,
de Naciones Unidas, y lo desarrollado por el Ministerio Público con la por ese
entonces Fiscal General Thelma Aldana –hoy acusada por la justicia para
desacreditarla, habiéndosele impedido así participar en estas elecciones–, la
población despertó y comenzó a exigir transparencia. Las movilizaciones fueron
masivas y parecían abrir una nueva época; la clase política fue puesta en
entredicho, y la participación ciudadana esperó aquella elección del 2015 con
gran esperanza. El entonces elegido, Jimmy Morales, esperado con una verdadera
esperanza de cambio por el grueso de la población, decepcionó luego en su
administración, pues todo ese calor anti-corrupción terminó extinguiéndose, y
el propio gobierno se encargó luego de expulsar al coordinador de la CICIG, el
colombiano Iván Velásquez a quien terminó acusando casi de “comunista”,
cerrando así prácticamente toda investigación. La lucha contra la corrupción,
por tanto, debió seguir esperando. Hoy, ninguno de los dos candidatos, ni
Alejandro Giammattei ni Sandra Torres, le pusieron mayor énfasis al asunto. Y
todo indica que para la nueva administración que comenzará en el 2020 eso, en
modo alguno, será una prioridad. Lo cual significa que el Pacto de Corruptos
seguirá tranquilo haciendo sus negocios, a la sombra del Estado en muchos
casos, manejando narcoactividad y contrabando, evadiendo impuestos y
reprimiendo cuando fuera necesario. Es decir: ningún cambio a la vista.
En ese marco sociopolítico, la actual
elección pasó sin pena ni gloria. Con una increíble profusión de partidos para
la primera vuelta (alrededor de 20), el Pacto de Corruptos (empresariado,
militares, clase política) cerró filas con un discurso de derecha hiper
conservador y reaccionario, quitando de escena la lucha contra la corrupción y
criminalizando todo tipo de protesta social. Incluso con involuciones en el
tema de derechos humanos, contrariando lo poco avanzado desde la Firma de la
Paz en 1996; de hecho el panorama cotidiano se volvió más conservador, homofóbico,
riesgoso para los militantes del campo popular. Por lo pronto, en estos últimos
meses la represión contra dirigentes comunitarios fue siempre en aumento, con
más de un muerto por mes, asesinatos que quedaron en la más total impunidad. De
esa cuenta, en un clima de decepción y sin verse siquiera mencionados algunos
de los problemas básicos en las campañas electorales (pobreza, violencia, falta
de servicios, migraciones irregulares, corrupción), para la segunda vuelta, con
los dos candidatos que quedaron: Giammattei y Torres, el desánimo y la apatía
en la masa votante fueron enormes. De ahí la tan alta abstención. En este caso,
contrario a lo sucedió cuatro años atrás, nadie esperaba nada, ningún cambio.
Solo más de lo mismo. Es decir: más pobreza, más represión, más criminalización
de la protesta social, más migrantes irregulares huyendo del desastre, más
corrupción e impunidad.
Sandra Torres, quien durante la
presidencia del que fuera su esposo, Álvaro Colom, entre 2008 y 2012,
desarrolló una importante labor social como Primera Dama, para la derecha más
recalcitrante constituyó siempre un peligro. Peligro relativo, sin dudas, pero
peligro al fin para esa visión cerrada, por cuanto representaba a sectores
económicos emergentes no ligados a la oligarquía tradicional ni al crimen
organizado (exportadores maquileros, pequeña y mediana industria nacional), y
con un discurso populista, muy tímidamente socialdemócrata. Todo ello le valió
la desconfianza de los grupos hegemónicos, a punto que se le satanizó,
buscándole un presunto pasado izquierdoso-guerrilleril –que no lo hubo, por
cierto– para desacreditarla. El fantasma del comunismo, o la comparación con
Venezuela (resabios de la Guerra Fría que, pareciera, sigue presente) son
utilizados sin miramientos por esa derecha conservadora. La “sandrofobia” así
desatada fue creando un clima hostil hacia su persona, a tal punto que el
electorado clasemediero urbano –el que históricamente decide las elecciones en
la segunda vuelta en la dinámica guatemalteca– terminó inclinándose hacia el
otro candidato, Giammattei, no como esperanza de cambio, sino como voto castigo
a la demonizada Sandra Torres. El bombardeo mediático de los grandes medios de
comunicación comerciales completó la satanización en un grado superlativo.
¿Qué puede esperarse ahora con
Giammattei presidente? Para el campo popular, para la amplia mayoría de la
población, esa masa que presenta un 60% de pobreza y una desnutrición crónica
que hace de Guatemala el país en Latinoamérica con el más alto porcentaje de ese flagelo, de donde salen casi
300 personas diarias con rumbo a Estados Unidos en condiciones absolutamente
precarias para buscar el supuesto american
dream, para esa enorme mayoría de gente: nada. Por lo pronto el presidente
electo comenzó a conformar su gabinete, y el primer nombre que aparece,
destinado al Ministerio de Finanzas, es todo un símbolo: Antonio Malouf,
ex-presidente del CACIF (la agrupación de todas las cámaras empresariales), con
una visión eminentemente neoliberal.
Sin dudas, más de lo mismo. O, lo que es peor: de
lo mismo con más.
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