jueves, 20 de diciembre de 2018

¿QUIÉN CREÓ EL VIH?




"No tengo idea de quién creó el SIDA (…) pero sé que cosas como esa no vienen de la luna. Es importante decir la verdad a la gente, pero supongo que hay algunas verdades que no deben estar muy al descubierto. (…) Me estoy refiriendo al SIDA. Estoy segura de que la gente sabe de dónde surgió. Y estoy bastante segura de que no surgió de los monos". Wangari Maathai, activista de Kenya.


SECRETOS NO REVELADOS


Durante su infancia tuvo una educación fuertemente católica. Con el paso del tiempo, pero más aún por sus trabajos científicos que lo fueron confrontando en forma creciente con sus creencias llevándole a hondos cuestionamientos teológicos, perdió toda convicción religiosa. Ahora, siendo según él mismo se definía un "agnóstico convencido", las circunstancias lo hacían volver a una búsqueda espiritual.
Con sesenta y dos años de edad y casi cuarenta de trabajo en investigación bioquímica –como empleado federal desde hacía dos décadas– no tenía enemigos personales. Le interesaba poco, o nada, la política partidaria. Más joven votaba por el partido demócrata; ahora, desde por lo menos veinte años, ya no creía en el sistema político de su país. Lo único que verdaderamente le interesaba, lo apasionaba, lo mantenía vivo –además de sus tres hijos y siete nietos– era la exploración científica.
El experimento había comenzado ocho años atrás, a inicios de la década de los setenta. Ni el mismo profesor O'Neil sabía con precisión de qué se trataba. Como en varias ocasiones anteriores, él recibía sólo parte de la información. Por razones de seguridad de Estado no conocía la totalidad del proceso; su función –importantísima, sin dudas– consistía en proveer las pistas básicas para generar nuevos microorganismos. En realidad él sabía que se trataba de aplicaciones militares, pero prefería no enterarse. Al mismo tiempo, el curso de las investigaciones le permitía adentrarse en lo que en verdad le quitaba el sueño: la posibilidad de generar vida artificial, por lo que buscaba –sutiles mecanismos psicológicos mediante– dedicarse a esto, tratando de ignorar qué podía hacerse con parte de los resultados de sus desarrollos.
Había logrado así un aceptable balance que le permitía tranquilidad interior: si se generaban armas letales con sus descubrimientos, no era su responsabilidad. Para él eso era sólo un paso en la búsqueda de la vida artificial. Lo importante era legar al mundo la posibilidad de fabricar vida en un laboratorio, y la magnificencia de tal avance bien valía un uso no adecuado de alguno de sus investigaciones; era "un precio a pagar", razonaba.
Tan convencido estaba de esto que ni siquiera se lo cuestionaba; en realidad la generación de vida artificial lo tenía obsesionado. El programa secreto para el que había sido convocado como director científico general no le inquietaba en especial; era un trabajo más, como otros anteriores. Aunque en verdad no era sólo eso: era, quizá, la misión más delicada que se le había encomendado, y si bien O'Neil no sabía con exactitud de qué se trataba, para la Casa Blanca hacía parte de su estrategia más ambiciosa –y demoníaca, por cierto.
Imbuido como estaba con la manera de llegar a la producción artificial de vida, cuando el Secretario de Estado en persona, junto a prominentes figuras del aparato de seguridad de Washington, lo convocaron, no dimensionó exactamente lo que se le estaba encargando.
–"El enemigo principal, profesor, no son tanto los rusos. Eso me imagino que ya lo habrá usted descubierto. El enemigo que más nos preocupa son los pobres. De ahí puede venir el principal ataque"–. Las palabras del alto funcionario no dejaban lugar a dudas. Lo había dicho con suficiencia, con claridad. Recién años después se percataría de ello O'Neil. Su obsesión por la búsqueda en que estaba empeñado no le permitía apreciar en todo su valor esa declaración.
El encargo era claro: había que buscar un organismo muy cercano a lo que él estaba buscando, un organismo que, prácticamente, tuviera vida propia. En otros términos: se trataba de desarrollar un ser mutante tan especializado que no fuera casi posible encontrarle antídoto; un ser lo suficientemente letal que pudiera matar poblaciones enteras en poco tiempo. Pero lo importante, lo definitorio, era que no debía parecer un arma bacteriológica; se debía presentar como un agente patógeno, un provocador de alguna enfermedad hasta ahora desconocida que aterrorizara, y al mismo tiempo, matara todo lo que se necesitaba. Conseguido ese agente, la psicología militar –léase: manejo de los medios de comunicación masiva– completarían el cuadro.
Al profesor O'Neil le pareció una brillante oportunidad; tenía todos los recursos imaginables a su disposición, protección y carta blanca para trabajar sobre lo que le interesaba. ¿Qué más podía pedir? Sólo era cuestión de paciencia; con esfuerzo –cosa que no le asustaba; estaba acostumbrado a trabajar como nadie y con resultados a largo plazo– podría hacer realidad su sueño.
Los funcionarios políticos, y mucho menos los militares, no se metían nunca en su actividad específica. Cada tanto lo consultaban respecto a cómo iba en su proceso, siempre de un modo correcto, amable. Esa era, al menos, la faceta que el profesor conocía. En verdad era minuciosamente investigado –siempre con la mayor discreción– dado que su trabajo hacía parte vital de la estrategia de dominación global del gobierno de Estados Unidos. O'Neil podía intuirlo, pero jamás se tomaba el trabajo de reflexionar seriamente sobre el asunto. Mientras le dieran la oportunidad de seguir con su proyecto de búsqueda de vida artificial, lo demás no importaba.
La geoestrategia buscada por Washington era, en sustancia, bastante sencilla. "Los pobres se multiplican mucho, demasiado, y hecha la perspectiva de ese crecimiento, en pocas décadas, entrado ya el siglo XXI, serán tantos que su peso en la dinámica del mundo podría hacer peligrar el hiperconsumo estadounidense. Demasiada comida, demasiada agua, excesivo gasto de combustible… La única solución ante esto es limitar su crecimiento."
El profesor Edgard O'Neil era una buena persona; honesta, trabajadora. Sinceramente creía que el hecho de lograr generar vida en forma artificial podría ser un portentoso avance para toda la humanidad. Se resolverían así ancestrales problemas: se daría la posibilidad de producir todos los alimentos necesarios en forma sintética, con lo que el hambre se extinguiría de la faz de la Tierra. Igualmente se estaría ante la posibilidad de producir cuanto medicamento fuese necesario, combatiendo así todas las enfermedades que hasta el momento han atacado al ser humano. "La puerta que se abriría entonces con estos progresos", pensaba el profesor, "sería sencillamente fabulosa".

El proyecto que planeaba la dirigencia de la gran potencia americana era otro. No había ahí consideraciones humanísticas; lo único que contaba eran los intereses sectoriales que por nada del mundo pensaban perder algo de su supremacía. Más allá de existir las posibilidades de mejorar realmente las condiciones de vida de la población mundial, en la estrategia de Washington sólo contaba su posición hegemónica. El fantasma era poder perderla, y todos los esfuerzos iban destinados a impedir que sucediera eso.
Se trataba, entonces, de dos cosmovisiones. La de la gran empresa estadounidense, cuyos intereses eran representados férreamente por su aparato de gobierno –basados sólo en el lucro particular– y la del profesor O'Neil, mucho más humana, racional. Aunque, claro está, los primeros lo sabían y tenían planes concretos al respecto; no así el segundo.
Los experimentos desarrollados por el profesor tomaron cuatro años; luego de ese primer período, todo su equipo (ocho personas) y él habían hecho grandes progresos en la ansiada búsqueda. Para ese entonces consiguieron desarrollar, a través de complicados procesos de ingeniería genética, un microorganismo capaz de mutar casi infinitamente. Faltaba muy poco para que se consiguiera la autogeneración. Temporariamente llamaron "Tomy" al engendro obtenido.
Debieron pasar otros dos años de rigurosas pruebas para que la reciente "mascota" –como la llamaban en el laboratorio– obtuviera carta de ciudadanía. Fue recién entonces cuando O'Neil intuyó que su proyecto era cosa demasiado seria.
Nunca recibió presiones en sentido estricto; en todo caso eran muestras de interés, de grandes expectativas por parte de todos los funcionarios de gobierno que, cada vez más, se le acercaban para conocer cómo iba el proyecto. Eso, más la forma estrictamente secreta con que se manejaba la operación, le dio la pauta que se trataba de algo muy importante. Cuando trató de averiguar más al respecto sólo encontró muros infranqueables. De todos modos intuía que no era una misión más, un nuevo encargo como en ocasiones anteriores.
Los efectos registrados en los animales de prueba donde se inoculara el germen creado lo comenzaron a aterrorizar. Pero más aún lo aterrorizó lo que vio en los seres humanos de prueba. Oficialmente eso no existía –todos debían tenerlo claro; pero eran esos los resultados más convincentes. Se utilizaban indigentes, siempre desaparecidos y por los que nadie reclamaba. Los había blancos también, pero en general eran hispanos y negros. El profesor O'Neil no estaba muy de acuerdo con esas pruebas, aunque trataba de convencerse que era en nombre de un bien superior, por lo que terminaba aceptándolo. Sin embargo, ahora, la situación lo había sobrepasado.
Nadie sabía con certeza cuáles serían las consecuencias que traería el nuevo organismo; lo único que parecía estar claro es que incidía sobre el sistema inmunológico, por lo que los resultados terminaban siendo devastadores. Los cuadros clínicos que el profesor vio en algunos sujetos de prueba lo hicieron llorar, y ante uno, inclusive, no pudo evitar vomitar de la náusea que le produjera –aunque, claro está, todo a escondidas.
En algún momento pensó desistir de todo, renunciar, incluso huir. Lo comentó tímidamente con algún civil del Pentágono con quien había entablado una buena relación personal, pero viendo que la reacción con que podría encontrarse sería terrible, abandonó ese propósito. Se encontró perdido.
Cuando quiso averiguar con mayor detalle en qué consistía el proyecto no encontró eco; Mc Donaldson, el abogado del Departamento de Defensa con quien había ido forjando esa amistad en los últimos años, no pudo o ni quiso aportarle mayores datos. De todos modos, a partir de frases cortas, herméticas, declaraciones mutiladas y oscuras que su amigo fue transmitiéndole, O'Neil pudo comenzar a armar el rompecabezas.
El arma que se buscaba, y de la que él estaba aportando las revelaciones fundamentales, tenía implicancias históricas; con ella no se iba a atacar directamente a enemigos comunistas. Estaba destinada a acabar grandes poblaciones empobrecidas, fundamentalmente africanas, que en los estudios de prospectiva futurológica aparecían como los principales actores de desestabilización del orden mundial. "Menos bocas hambrientas, menos problemas que resolver", era la lógica despiadada. Por cierto que si los gérmenes sobre los que se estaba trabajando actuaban en poblaciones tan empobrecidas, sin mayores posibilidades de reacción por su falta de recursos como las del África, los efectos serían demoledores, catastróficos. En realidad, era exactamente eso lo que se buscaba.

Eso lo comprendió rápidamente el profesor. Cuando quiso tomar distancia, ya era demasiado tarde. El arma estaba construida. O'Neil no había podido lograr sintetizar vida en el laboratorio –ése era su sueño, aunque en el gobierno nadie se lo pedía–, pero había podido aislar un virus mutante del que terminaría tan arrepentido que ni siquiera su vuelta a un catolicismo fanático pudo quitarle la culpa.

Se suicidó antes de tener conocimiento que Tomy, la mascota del laboratorio que tantas horas de sueño le había quitado, en otros términos, que el monstruo creado sin saberlo, sería conocido posteriormente como virus de inmunodeficiencia humana, VIH.


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