La cámara frigorífica se podía abrir solo desde afuera; desde dentro era imposible. Por eso, cuando entraban trabajadores a buscar los paquetes de carne congelada, lo hacían totalmente arropados y corriendo, permaneciendo dentro escasos segundos. Era obligado que siempre hubiera al menos dos personas fuera, encargados de abrir y cerrar la puerta.
El capataz, Esteban, era visceralmente odiado por todos los
trabajadores. Sus formas de trato eran despiadadas, sanguinarias: siempre
ofendía, maltrataba, no perdonaba el más mínimo error. El resentimiento
profundo contra él crecía día a día. Se decía que había sido militar;
torturador más concretamente, y tenía el alma negra de tantos muertos que
arrastraba. Similares métodos a los del ejército aplicaba en la cámara
frigorífica de esa empresa.
Todo indica que lo prepararon muy al detalle. Ya terminando el último
turno del día, se simuló una pelea entre dos obreros dentro de la cámara, con
10 grados bajo cero de temperatura. Los gritos alertaron a Esteban, quien fusta
en mano entró a ver qué sucedía. Como lo hizo de emergencia, no se colocó
ninguna prenda para protegerse del frío. Tal como estaba, con camisa y solo un
delantal encima, ingresó precipitadamente. El plan salió como se había
concebido.
Ya dentro el capataz, los dos supuestos luchadores corrieron a la
puerta, y entre todos los que allí estaban, la cerraron con fuerza. Los gritos
desesperados del infeliz capataz no fueron escuchados por nadie. Al día
siguiente, cuando se encontró el cuerpo, la hipotermia había hecho su trabajo.
En el informe forense se anotó: “involuntario accidente laboral”. La
dirección de la empresa simplemente contrató un nuevo encargado, y siguió
haciendo sus negocios. Más de alguno de los empleados sonrió triunfal.
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