Hollywood nos tiene (mal)acostumbrados a presentarnos la vida en términos de paraíso. Expresado de otra manera: desde una visión extremadamente maniquea, vemos allí la consumación más monumental de “buenos” y “malos”, siendo los “buenos” (curiosamente siempre los blancos, rubios y de ojos celestes) quienes llegan al paraíso, mientras los otros (¿no blancos?) vivirían en un infierno. Imagen estereotipada que, a fuerza de repetirse en forma interminable, se nos terminó haciendo familiar. Lo cierto es que, según esta idea nada inocentemente simplista, sí hay paraíso. Según se nos quiere hacer creer, tomar Coca-Cola y consumir hamburguesas de Mc Donald’s pavimentarían el camino hacia ese fabuloso destino.
Pero… ¿hay paraíso? Es
decir: un lugar donde reinara la paz continua, no hubiera sobresaltos,
contradicciones, conflictos de ningún tipo, donde todo fuera abundancia y
bonhomía. La experiencia enseña –a sangre y fuego, habría que agregar– que el
único paraíso posible es el paraíso
perdido. Lugar mítico, utópico, que no puede estar sino en la fantasía:
lugar de la completud, donde nada falta. El psicoanálisis nos enseña –y por eso
es “maldito” para el sentido común– que esa completud resulta un mito
inalcanzable. La completud, lo infinito, la ausencia de limitaciones… es lo que
representan cualquiera de los tres mil dioses que pueblan la historia de esta
ilusión humana. La visión crítica de la realidad nos confronta con lo más
antitético a un paraíso: la vida es
lucha, la historia se escribe con sangre. “La historia es un altar sacrificial”, dirá Hegel.
Suele decirse, como
prejuicio, que el psicoanálisis se despreocupa de los problemas sociales. Como
toda teoría –la física, la química, la matemática– lo “social” está en su
implementación. Los conceptos fundantes de la física nuclear, por ejemplo,
pueden servir para generar electricidad con la que iluminar toda una ciudad, o
para hacerla volar en pedazos con una bomba. Lo importante en términos de
implementación práctica es el proyecto político-social, la ideología en que se
encarna esa praxis que llamamos “ciencia”.
El “compromiso
político-social” está en la forma en que esa teoría, esos conceptos
fundamentales, son implementados por trabajadoras y trabajadores concretos, de
carne y hueso, que articulan esas formulaciones en una praxis determinada, en
un momento histórico preciso. El psicoanálisis es una teoría revolucionaria por
cuanto rompe patrones, permite ver cosas nuevas del sujeto, instaura una
pregunta crítica a la ética. Más aún: porque denuncia ilusiones: la de la completud, la que pretende decirnos
que somos enteramente dueños de nuestras decisiones, la que nos promete un
paraíso.
Qué se pueda hacer con
esta formulación teórica que introdujo ese médico vienés a inicios del siglo
XX, Sigmund Freud, depende del proyecto humano para el que se lo implemente. En
otros términos: las y los psicoanalistas pueden trabajar atendiendo pacientes
en el ámbito de la práctica privada, o fomentando políticas públicas para
beneficio de toda la población. O igualmente, desde su esquema conceptual, se
puede abordar la interpretación de fenómenos históricos, sociales, culturales,
proponiendo nuevas formas de entender mucho de lo humano. Por ejemplo, el tema
del poder: ¿por qué nos fascina? Porque nos libra (ilusoriamente) de la
incompletud.
Sabiendo que el
malestar, dicho de otro modo: el conflicto –la interminable “lucha de
contrarios”, para expresarlo en términos hegelianos, dialécticos– es el motor de lo humano –en lo micro y en lo macro–
quienes ejercen el psicoanálisis tienen mucho que hacer en el ámbito de la “salud
mental”. Desde una posible política pública que no ponga el énfasis en el
manicomio ni en la psicofarmacología, se debe generar una cultura que no niegue
ni tape los conflictos en la esfera psicológica. Es decir: hay que apuntar a hablar
de ellos. Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas
–comúnmente llamados, quizá en forma incorrecta, “mentales”– sino
permitir que se expresen. “¡Sea positivo!”, “¡Sea resiliente!”, “Todo
depende de su actitud” …. ¿Y si eso no se logra? ¿Y si no puedo con mi
síntoma? Dicho en otros términos: priorizar la palabra, la expresión, dejar que
los conflictos se ventilen.
Esto no significa que
se terminarán las inhibiciones, la angustia, el malestar que conlleva la vida
cotidiana, no terminarán las fantasías, los síntomas, las congojas. ¿Cómo poder
terminar con ello, si eso es el resultado de nuestra condición? La promoción de
la salud mental es abrir los espacios que permitan hablar del malestar. ¿Qué
significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad paradisíaca, a
evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas (ningún
medicamento ni acción terapéutica, consejo bienintencionado o libro sagrado lo
podrá lograr nunca). En tanto haya seres humanos habrá diferencias (culturales,
étnicas, de género, etáreas, de puntos de vista), lo cual es ya motivo de
tensión. Pero no de patología. Por lo
que inhibiciones, síntomas y angustias habrá siempre, y no puede dejar de
haber. A lo que habría que agregar delirios, alucinaciones, transgresiones.
Todo ello es el precio de la civilización. En otros términos: no hay ni puede
haber paraíso.
¿Quién dijo
que la revolución socialista nos introduce en un paraíso? ¿Acaso las miserias
humanas (miedos, angustias, egoísmos, mezquindades, envidias, mentiras,
manipulaciones, ruindades, venganzas, fanatismos, soberbias) se terminan con el
socialismo? ¡No, de ninguna manera!… Eso es radicalmente imposible. Pero, en
todo caso, se empieza a construir algo que, al menos, promete un mundo más
justo, donde todos caben, todos comen, se educan, tienen salud, no se endeudan
y existe dignidad, donde nadie vale más porque usa ropa de marca o toma whisky
escocés añejo. Un mundo, como dijo Freud observando la revolución rusa de 1917,
que dé como resultado un sujeto “menos conflictuado” que el actual. ¡El único
paraíso es el paraíso perdido! El socialismo no promete paraísos… ¡promete
justicia, promete equidad!
Hablar de “buenos” y
“malos” es excesivamente simplista. O peligroso. Tal como dice Freud en El malestar en la cultura: “La maldad es la venganza del ser
humano contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables
características del ser humano son generadas por ese ajuste precario a una
civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre nuestras pulsiones
y nuestra cultura”.
El psicoanálisis, en
definitiva, aporta su granito de arena para hacer la vida un poco más
llevadera. Pero mientras no se tengan asegurados los satisfactores mínimos, sin
dudas la vida es un infierno.
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