lunes, 13 de junio de 2022

RENATA

Caminaban juntos por el mercado de Zaragoza. Habían ido a esa ciudad simulando un viaje de trabajo, un seminario de actualización específicamente. Esteban no tenía a quien darle explicaciones; hacía más de un año que estaba divorciado, y vivía ahora intensamente su nueva soltería. Para ella –Renata, también médica, 35 años, hermosa valenciana, casada, dos hijos– la travesura en marcha tenía un valor especial: era la primera vez que se permitía una relación por fuera de su matrimonio.

           

Se conocían desde unos años atrás; compartían la coordinación del quirófano del Hospital Santiago Almendáriz, en Barcelona. Era raro una mujer cirujana, pero Renata –la Dra. Renata Narváez Cerdá de Gómez oficialmente– estaba a la altura de las circunstancias. Y más. En realidad era ella, aunque se cuidaban de no evidenciarlo muy abiertamente, quien tenía la última palabra en las decisiones importantes. Esteban la admiraba.

           

–¡Mi billetera, me robaron mi billetera!–, gritó Renata con angustia. Mientras revisaba su cartera con desesperación, se daba cuenta que no estaba la billetera. El encontronazo con la mujer –presunta ladrona– había sido accidental, casi con suavidad, pero suficiente para que una carterista profesional pudiera actuar. De todos modos, la suerte estaba con Renata esa mañana. Esteban, siguiendo un impulso automático, se abalanzó ante la desconocida con dientes apretados y cara de pocos amigos. Inmediatamente la billetera apareció caída junto a una canasta, seguramente dejada por la sospechosa para evitarse problemas.

           

–¡Por Dios! Mira si perdía la billetera con todos los documentos .... ¡y la tarjeta de crédito internacional! Mi esposo me mata–, fue la primera reacción de Renata.

           

Varias veces le había dicho a Esteban que se lamentaba de haberlo conocido ya casada; de no haber sido así, aseguraba, él hubiera sido el amor de su vida. Pero católica fiel a su esposo, mujer con toda una imagen y reputación ganadas, haber llegado a permitirse un amante le había costado horrores. Ir más allá no entraba en sus cálculos.

           

–¿Sabes una cosa, amor? Desde hace unos días tenía la intuición que algo grave iba a sucederme. Seguramente castigo por esto que estoy haciendo, que sé que está mal, que no debería hacerlo, pero que al mismo tiempo no puedo evitar. Y ahí está: casi me roban. ¡Qué horrible!–.

           

–¿Y tú crees que te mereces un castigo por amar?–, preguntó Esteban.

           

–Por amar fuera de mi matrimonio. No sé si me lo merezco, pero las cosas prohibidas por algo son prohibidas. Y te aseguro que las intuiciones no me fallan. Hacía unos días que venía sintiendo que algo iba a pasarme–, razonaba Renata.

           

–En realidad no te sucedió nada, más que un susto–.

           

–¿Te parece poco? Mira si efectivamente me desaparecían todos los documentos ¿qué le iba a decir a Manuel, mi esposo? ¿Cómo le explico que estaba en el mercado, comprando artesanías, de la mano de mi amante, cuando se suponía que estaba en un seminario internacional?–, dijo Renata con un toque de exaltación en la voz.

           

–Creo que exageras–.

           

–¿Que exagero?¿Cómo que exagero? ¿No te parece que sería catastrófico que mi marido lo supiera?–. Las últimas palabras le salían entrecortas, visiblemente nerviosa.

           

Esteban trató de ser cordial, amistoso, de usar un tono acaramelado para hablarle. Sabía, sin embargo, que lo que estaba diciendo no podía resultar agradable a su interlocutora:

           

–Pues .... escucha Renata: no te ofendas, pero creo que exageras porque ¿qué tiene si se entera tu esposo? Al fin y al cabo: ¿no sería mejor que le digas que tienes un amante? Si están mal, si no lo soportas, ¿por qué continuar con esa farsa?–

 

Renata estaba tentada de responder, pero inmediatamente se dio cuenta que si lo hacía, iba a estallar. Estaba indignada; pero no con Esteban. Estaba indignada con ella misma, con la situación, con su vida.

 

Con su pareja –fervoroso católico, igual que ella– mantenía una relación puramente formal. Habían tenido sus dos hijos, como Dios manda, y él había optado por hacerse la vasectomía. Ocasionalmente tenían sexo ahora. Claro que, dicho sea de paso, no faltaban un solo domingo a misa de once, en la catedral mayor, muchas veces con los niños.

           

Con Esteban durante un buen tiempo ni siquiera se tutearon. Eso comenzó después de la separación de él, un año atrás. Luego vino el acercamiento, tímido, lento. Relaciones sexuales habían tenido solo una, mal y a las escapadas, en Barcelona, ella cargada de culpa, él sin haberse enterado casi. Ahora ese era el motivo fundamental del viaje: tres días fuera de la ciudad, de las miradas comprometedoras, de gente conocida; tres días totalmente para ellos, en un pintoresco hotelito de Zaragoza. –Como se fuera una luna de miel– se decían.

 

 

Nunca supieron cómo se dio, si se habían cuidado tan especialmente. Un embarazo no estaba dentro de sus planes, por lo que se desesperaron al recibir la noticia.

           

¡No es posible, no es posible!.

           

Ninguno de los dos salía de su asombro. Para Esteban era terrible, porque de ninguna manera quería hacerse cargo de un nuevo niño – ya tenía dos, ahora viviendo con su madre, a los que veía casi todos los fines de semana. Pero para Renata tenía valor de fin del mundo. Católica a morir, no podía siquiera pensar en la vergüenza de tener que reconocer una relación extramarital. Por otro lado, el aborto era algo que jamás hubiera ni remotamente considerado posible. Lloró desconsoladamente cuando lo supo.

           

***

 

Empezaron a verse casi a diario. Hablar con Esteban a Renata le producía una sensación de tranquilidad, de paz interior. En realidad, el primero de los dos en pensar en la idea de abortar fue ella.

 

Lo pensó, lo cual no significó que le pareciera bien, que estuviera de acuerdo. Para ayudarse en todo lo que se le venía, comenzó a asistir a psicoanálisis.

 

Con su esposo las cosas no variaron sustancialmente. Desde luego no le comentó una palabra de la actual situación, pero en lo cotidiano comenzó a experimentar una tensión nueva. Nunca sintió deseos de contárselo, pero a veces se le hacía insoportable compartir todo y dejar fuera este secreto. Le parecía traicionar a Manuel, cosa que no quería hacer. Un día, incluso, saliendo de una sesión de psicoterapia, había tomado la decisión de decírselo. Salió del consultorio de su psicóloga ya de noche. Como no estaba lejos de su casa, había ido sin automóvil, por lo que decidió regresar caminando. Profundamente angustiada, meditaba en qué forma comenzaría a presentarle las cosas a su marido. Pero no llegó a su domicilio. Se detuvo en el bar que estaba unos metros antes de su edificio. Jamás bebía alcohol, sin embargo esta vez ni tiempo tuvo de pensarlo.

 

Luego de tres copas de cognac tomó la decisión. Abortaría.

 

Lo primero que hizo una vez pensado esto fue telefonear a Esteban. Lo llamó desesperadamente, rogándole que fuera a encontrarla en ese mismo instante.

 

Por la voz de alcoholizada que descubrió Esteban en su amante, por lo desesperada que la escuchó, y por lo avanzado de la noche, optó por recomendarle que fuera para su casa, a escasos metros de donde le proponía se encontraran. Renata no insistió; e inclusive le pareció el mejor consejo en el momento.

 

Le costó bastante manejar la situación delante de Manuel. Médico experimentado, con perspicacia clínica, inmediatamente captó su estado deplorable. Luego de una horrible discusión, amarga, donde ambos se reprocharon las peores lacras uno del otro, Renata dejó la casa con un portazo.

 

Tres día más tarde, cuando regresó, ya había abortado.

 

El reencuentro con Manuel fue menos malo de lo que había pensado. No hubo reproches de parte de él; esperó a que ella tomara la palabra. La excusa que Renata presentó fue cualquier banalidad preparada torpemente un rato antes. Nunca en el resto de su vida tocó el tema del aborto con él. Ni tampoco con Esteban, a quien casi no volvió a hablar. Al poco tiempo él dejó el hospital, y también la ciudad.

 

Hoy es directora de una organización privada dedicada a Salud Reproductiva, en apoyo al Ministerio de Salud. Su hija mayor, de 17 años, acaba de abortar .... sin que su madre lo sepa.

 

***

 

Como reacción casi espontánea, tomó distancia de Esteban. Aunque él la buscó insistentemente muchas veces, Renata nunca quiso retomar la relación.

 

En un primer momento acudió a su hermano mayor, a quien veneraba. "Último baluarte honroso del franquismo", como solía definirse, este conservador abogado de casi 15 años más de edad, le recomendó rezar mucho y buscar rehacer su matrimonio con Manuel.

           

No fue fácil. En un primer momento Manuel se sintió profundamente herido, a punto que por un par de días no le dirigió la palabra. Renata debió empeñarse al máximo para lograr su perdón.

           

A él no le importaba tanto la relación extramatrimonial sostenida por su esposa, sino fundamentalmente el embarazo. Abortar era algo descartado desde el primer momento, por principios religiosos. ¿Cómo afrontar el dilema entonces?

           

Ambos empezaron a hacer memoria de a cuánta gente se les había informado sobre la vasectomía. En realidad no habían sido tantos; y en general toda gente cercana. Al fin y al cabo: no muchos.

           

Por otro lado, "siempre quedaba espacio para un error quirúrgico ¿verdad?" (casi no había médicos entre aquellos a quienes se le había contado de la operación. Eran fundamentalmente familiares con otras profesiones, todos fervientes católicos).

 

Y si no, finalmente: "¡milagro¡, !milagro!"

           

Lo hablaron largamente entre ambos; también lo consultaron con un asesor espiritual de la iglesia. El padre Aldo aconsejó muy prudentemente que era una acertadísima decisión no destruir un matrimonio, no cegar una vida, y alabó al buen Manuel por saber perdonar a una arrepentida oveja descarriada. Con ojos inflamados de llanto, la reencontrada pareja decidió llevar adelante el embarazo.

           

Manuelita Gómez Narváez tiene hoy 8 años, y no sabe nada de su historia secreta. Ahora, sus padres están contemplando la posibilidad de adoptar un cuarto niño.

 

***

 

Esteban, súbitamente, empezó a sentir que la relación era algo más, infinitamente mucho más que una aventura pasajera. Desde su separación, el año anterior, había perdido la cuenta de cuántas aventuras llevaba. Muchas, muchísimas: era una forma de aturdirse, de pasar el mal momento. Pero con Renata era distinto.

 

Si bien tenían historias de vida diversas (ella católica, jamás una relación fuera de su matrimonio; él ateo, histórico militante comunista, mujeriego empedernido) había algo humano que los unía profundamente. Ambos eran hondamente respetuosos uno del otro. Esteban, en verdad – aunque quizá no lo dijera abiertamente en público – la admiraba. La admiraba fascinado, por su solvencia profesional, por su honestidad para tratar a la gente. Ella había sido, porque así le nacía, la primera – y única – médica de todo el hospital que se había atrevido a denunciar negociados sucios entre el administrador y el sindicato, pues su ética espontánea se lo dictaba. Esto, para Esteban, era más importante que su pretendida religiosidad. Más de una vez le había dicho que, en el fondo, sentía que su cristianismo era sólo cáscara; que una mujer con esa integridad moral no podía creer seriamente esas cosas. Renata reía.

 

Y para ella también había mucho que admirar en Esteban. Pero quizá lo más importante era la tranquilidad que transmitía. Al lado del infierno de su matrimonio – que se mantenía por razones puramente formales – su cercanía le daba vida.

 

El escenario abierto ahora con el embarazo no era cosa fácil de resolver. Luego de mucho hablarlo, de infinitas y tortuosas elucubraciones, Renata decidió obedecer lo que su corazón le indicaba: se separó de Manuel.

 

Ahora vive con Esteban, y a Manuel lo ve, a veces, los domingos, cuando va a buscar a sus hijos, luego de la visita semanal al padre fijada por el juez. En el fondo no dejó de ser creyente, pero se cuestiona cada vez más toda su historia de católica. A José Esteban, que ya anda por los ocho años, ni siquiera lo bautizaron.

 


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