Caminaban juntos por el mercado de Zaragoza. Habían ido a esa ciudad simulando un viaje de trabajo, un seminario de actualización específicamente. Esteban no tenía a quien darle explicaciones; hacía más de un año que estaba divorciado, y vivía ahora intensamente su nueva soltería. Para ella –Renata, también médica, 35 años, hermosa valenciana, casada, dos hijos– la travesura en marcha tenía un valor especial: era la primera vez que se permitía una relación por fuera de su matrimonio.
Se conocían desde
unos años atrás; compartían la coordinación del quirófano del Hospital Santiago
Almendáriz, en Barcelona. Era raro una mujer cirujana, pero Renata –la Dra.
Renata Narváez Cerdá de Gómez oficialmente– estaba a la altura de las
circunstancias. Y más. En realidad era ella, aunque se cuidaban de no
evidenciarlo muy abiertamente, quien tenía la última palabra en las decisiones
importantes. Esteban la admiraba.
–¡Mi billetera, me
robaron mi billetera!–, gritó Renata con angustia. Mientras revisaba su cartera
con desesperación, se daba cuenta que no estaba la billetera. El encontronazo
con la mujer –presunta ladrona– había sido accidental, casi con suavidad, pero
suficiente para que una carterista profesional pudiera actuar. De todos modos,
la suerte estaba con Renata esa mañana. Esteban, siguiendo un impulso
automático, se abalanzó ante la desconocida con dientes apretados y cara de
pocos amigos. Inmediatamente la billetera apareció caída junto a una canasta,
seguramente dejada por la sospechosa para evitarse problemas.
–¡Por Dios!
Mira si perdía la billetera con todos los documentos .... ¡y la tarjeta de
crédito internacional! Mi esposo me mata–, fue la primera reacción de Renata.
Varias veces le
había dicho a Esteban que se lamentaba de haberlo conocido ya casada; de no
haber sido así, aseguraba, él hubiera sido el amor de su vida. Pero católica
fiel a su esposo, mujer con toda una imagen y reputación ganadas, haber llegado
a permitirse un amante le había costado horrores. Ir más allá no entraba en sus
cálculos.
–¿Sabes una
cosa, amor? Desde hace unos días tenía la intuición que algo grave iba a
sucederme. Seguramente castigo por esto que estoy haciendo, que sé que está
mal, que no debería hacerlo, pero que al mismo tiempo no puedo evitar. Y ahí está:
casi me roban. ¡Qué horrible!–.
–¿Y tú crees que te
mereces un castigo por amar?–, preguntó Esteban.
–Por amar fuera de
mi matrimonio. No sé si me lo merezco, pero las cosas prohibidas por algo son
prohibidas. Y te aseguro que las intuiciones no me fallan. Hacía unos días que
venía sintiendo que algo iba a pasarme–, razonaba Renata.
–En realidad no
te sucedió nada, más que un susto–.
–¿Te parece poco?
Mira si efectivamente me desaparecían todos los documentos ¿qué le iba a decir
a Manuel, mi esposo? ¿Cómo le explico que estaba en el mercado, comprando
artesanías, de la mano de mi amante, cuando se suponía que estaba en un
seminario internacional?–, dijo Renata con un toque de exaltación en la voz.
–Creo que
exageras–.
–¿Que
exagero?¿Cómo que exagero? ¿No te parece que sería catastrófico que mi marido
lo supiera?–. Las últimas palabras le salían entrecortas, visiblemente
nerviosa.
Esteban trató de
ser cordial, amistoso, de usar un tono acaramelado para hablarle. Sabía, sin
embargo, que lo que estaba diciendo no podía resultar agradable a su
interlocutora:
–Pues ....
escucha Renata: no te ofendas, pero creo que exageras porque ¿qué tiene si se
entera tu esposo? Al fin y al cabo: ¿no sería mejor que le digas que tienes un
amante? Si están mal, si no lo soportas, ¿por qué continuar con esa farsa?–
Renata estaba
tentada de responder, pero inmediatamente se dio cuenta que si lo hacía, iba a
estallar. Estaba indignada; pero no con Esteban. Estaba indignada con ella
misma, con la situación, con su vida.
Con su pareja
–fervoroso católico, igual que ella– mantenía una relación puramente formal.
Habían tenido sus dos hijos, como Dios manda, y él había optado por hacerse la
vasectomía. Ocasionalmente tenían sexo ahora. Claro que, dicho sea de paso, no
faltaban un solo domingo a misa de once, en la catedral mayor, muchas veces con
los niños.
Con Esteban durante
un buen tiempo ni siquiera se tutearon. Eso comenzó después de la separación de
él, un año atrás. Luego vino el acercamiento, tímido, lento. Relaciones
sexuales habían tenido solo una, mal y a las escapadas, en Barcelona, ella
cargada de culpa, él sin haberse enterado casi. Ahora ese era el motivo
fundamental del viaje: tres días fuera de la ciudad, de las miradas
comprometedoras, de gente conocida; tres días totalmente para ellos, en un
pintoresco hotelito de Zaragoza. –Como se fuera una luna de miel– se decían.
Nunca supieron cómo
se dio, si se habían cuidado tan especialmente. Un embarazo no estaba dentro de
sus planes, por lo que se desesperaron al recibir la noticia.
–¡No es
posible, no es posible! –.
Ninguno de los dos
salía de su asombro. Para Esteban era terrible, porque de ninguna manera quería
hacerse cargo de un nuevo niño – ya tenía dos, ahora viviendo con su madre, a
los que veía casi todos los fines de semana. Pero para Renata tenía valor de
fin del mundo. Católica a morir, no podía siquiera pensar en la vergüenza de
tener que reconocer una relación extramarital. Por otro lado, el aborto era
algo que jamás hubiera ni remotamente considerado posible. Lloró
desconsoladamente cuando lo supo.
***
Empezaron a verse
casi a diario. Hablar con Esteban a Renata le producía una sensación de
tranquilidad, de paz interior. En realidad, el primero de los dos en pensar en
la idea de abortar fue ella.
Lo pensó, lo
cual no significó que le pareciera bien, que estuviera de acuerdo. Para
ayudarse en todo lo que se le venía, comenzó a asistir a psicoanálisis.
Con su esposo las
cosas no variaron sustancialmente. Desde luego no le comentó una palabra de la
actual situación, pero en lo cotidiano comenzó a experimentar una tensión
nueva. Nunca sintió deseos de contárselo, pero a veces se le hacía insoportable
compartir todo y dejar fuera este secreto. Le parecía traicionar a Manuel, cosa
que no quería hacer. Un día, incluso, saliendo de una sesión de psicoterapia,
había tomado la decisión de decírselo. Salió del consultorio de su psicóloga ya
de noche. Como no estaba lejos de su casa, había ido sin automóvil, por lo que
decidió regresar caminando. Profundamente angustiada, meditaba en qué forma
comenzaría a presentarle las cosas a su marido. Pero no llegó a su domicilio.
Se detuvo en el bar que estaba unos metros antes de su edificio. Jamás bebía
alcohol, sin embargo esta vez ni tiempo tuvo de pensarlo.
Luego de tres copas
de cognac tomó la decisión. Abortaría.
Lo primero que hizo
una vez pensado esto fue telefonear a Esteban. Lo llamó desesperadamente,
rogándole que fuera a encontrarla en ese mismo instante.
Por la voz de
alcoholizada que descubrió Esteban en su amante, por lo desesperada que la
escuchó, y por lo avanzado de la noche, optó por recomendarle que fuera para su
casa, a escasos metros de donde le proponía se encontraran. Renata no insistió;
e inclusive le pareció el mejor consejo en el momento.
Le costó bastante
manejar la situación delante de Manuel. Médico experimentado, con perspicacia
clínica, inmediatamente captó su estado deplorable. Luego de una horrible
discusión, amarga, donde ambos se reprocharon las peores lacras uno del otro,
Renata dejó la casa con un portazo.
Tres día más tarde,
cuando regresó, ya había abortado.
El reencuentro con
Manuel fue menos malo de lo que había pensado. No hubo reproches de parte de
él; esperó a que ella tomara la palabra. La excusa que Renata presentó fue
cualquier banalidad preparada torpemente un rato antes. Nunca en el resto de su
vida tocó el tema del aborto con él. Ni tampoco con Esteban, a quien casi no
volvió a hablar. Al poco tiempo él dejó el hospital, y también la ciudad.
Hoy es directora de
una organización privada dedicada a Salud Reproductiva, en apoyo al Ministerio
de Salud. Su hija mayor, de 17 años, acaba de abortar .... sin que su madre lo
sepa.
***
Como reacción casi
espontánea, tomó distancia de Esteban. Aunque él la buscó insistentemente
muchas veces, Renata nunca quiso retomar la relación.
En un primer
momento acudió a su hermano mayor, a quien veneraba. "Último baluarte
honroso del franquismo", como solía definirse, este conservador abogado de
casi 15 años más de edad, le recomendó rezar mucho y buscar rehacer su
matrimonio con Manuel.
No fue fácil. En un
primer momento Manuel se sintió profundamente herido, a punto que por un par de
días no le dirigió la palabra. Renata debió empeñarse al máximo para lograr su
perdón.
A él no le
importaba tanto la relación extramatrimonial sostenida por su esposa, sino
fundamentalmente el embarazo. Abortar era algo descartado desde el primer
momento, por principios religiosos. ¿Cómo afrontar el dilema entonces?
Ambos empezaron a
hacer memoria de a cuánta gente se les había informado sobre la vasectomía. En
realidad no habían sido tantos; y en general toda gente cercana. Al fin y al
cabo: no muchos.
Por otro lado,
"siempre quedaba espacio para un error quirúrgico ¿verdad?" (casi no
había médicos entre aquellos a quienes se le había contado de la operación.
Eran fundamentalmente familiares con otras profesiones, todos fervientes
católicos).
Y si no,
finalmente: "¡milagro¡, !milagro!"
Lo hablaron
largamente entre ambos; también lo consultaron con un asesor espiritual de la
iglesia. El padre Aldo aconsejó muy prudentemente que era una acertadísima
decisión no destruir un matrimonio, no cegar una vida, y alabó al buen Manuel
por saber perdonar a una arrepentida oveja descarriada. Con ojos inflamados de
llanto, la reencontrada pareja decidió llevar adelante el embarazo.
Manuelita Gómez
Narváez tiene hoy 8 años, y no sabe nada de su historia secreta. Ahora, sus
padres están contemplando la posibilidad de adoptar un cuarto niño.
***
Esteban,
súbitamente, empezó a sentir que la relación era algo más, infinitamente mucho
más que una aventura pasajera. Desde su separación, el año anterior, había
perdido la cuenta de cuántas aventuras llevaba. Muchas, muchísimas: era una
forma de aturdirse, de pasar el mal momento. Pero con Renata era distinto.
Si bien tenían
historias de vida diversas (ella católica, jamás una relación fuera de su
matrimonio; él ateo, histórico militante comunista, mujeriego empedernido)
había algo humano que los unía profundamente. Ambos eran hondamente respetuosos
uno del otro. Esteban, en verdad – aunque quizá no lo dijera abiertamente en
público – la admiraba. La admiraba fascinado, por su solvencia profesional, por
su honestidad para tratar a la gente. Ella había sido, porque así le nacía, la
primera – y única – médica de todo el hospital que se había atrevido a
denunciar negociados sucios entre el administrador y el sindicato, pues su
ética espontánea se lo dictaba. Esto, para Esteban, era más importante que su
pretendida religiosidad. Más de una vez le había dicho que, en el fondo, sentía
que su cristianismo era sólo cáscara; que una mujer con esa integridad moral no
podía creer seriamente esas cosas. Renata reía.
Y para ella
también había mucho que admirar en Esteban. Pero quizá lo más importante era la
tranquilidad que transmitía. Al lado del infierno de su matrimonio – que se
mantenía por razones puramente formales – su cercanía le daba vida.
El escenario
abierto ahora con el embarazo no era cosa fácil de resolver. Luego de mucho
hablarlo, de infinitas y tortuosas elucubraciones, Renata decidió obedecer lo
que su corazón le indicaba: se separó de Manuel.
Ahora vive con
Esteban, y a Manuel lo ve, a veces, los domingos, cuando va a buscar a sus
hijos, luego de la visita semanal al padre fijada por el juez. En el fondo no
dejó de ser creyente, pero se cuestiona cada vez más toda su historia de
católica. A José Esteban, que ya anda por los ocho años, ni siquiera lo bautizaron.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario