En Guatemala –país muy rico en recursos naturales, pero con población muy empobrecida– el 1° de octubre de 2015 un alud de lodo, piedras y árboles soterró una cantidad de viviendas construidas en una zona altamente riesgosa (El Cambray II), produciendo 280 muertos. A pocos kilómetros de allí, la mansión de uno de los personajes más multimillonarios de Centroamérica no sufrió ni un rasguño.
El 3 de
junio de 2018 el Volcán de Fuego hizo erupción. Según entendidos, se podría
haber dado una alerta temprana en las aldeas circundantes (¿por qué la gente
vive en las peligrosas faldas de un volcán activo?), aldeas muy pobres con
población mucho más pobre aún, con lo que se podrían haber evitado muchas
muertes. Según cifras oficiales, los fallecidos fueron 300, producto de los deslizamientos
de tierra (lahares). Según otras fuentes no oficiales (bomberos, rescatistas,
observadores) los fallecidos fueron cientos, llegándose a hablar de 2,000 en
total (por supuesto, nunca reconocidos oficialmente).
Lo
curioso del caso es que cerca de esas aldeas un elegante club de golf (donde
los pobladores de esas aldeas no entran, o si lo hacen, es como personal de
servicio) fueron avisados oportunamente de la erupción, por lo que no hubo un
solo deceso entre quienes allí se encontraban en el momento de la catástrofe.
Desde el mes de mayo comenzó la época de
lluvias en el país. Sabemos que en la zona tropical la estación lluviosa
–comúnmente llamada “invierno”– trae mucha precipitación. Pero hay zonas donde
las lluvias jamás producen una catástrofe. En ciertas zonas –situación que se
repite año con año– los torrenciales aguaceros traen deslaves en los barrancos
(¿por qué la gente vive en un barranco?) e inundaciones (¿por qué hay quien
vive al lado de un río?), lo cual produce más desastres.
Un desastre
es un cambio rápido y destructivo que sobrepasa la capacidad de adaptación del
grupo afectado. Eventos naturales catastróficos hubo siempre. Eso, de momento,
es inmodificable: terremotos, maremotos, huracanes, erupciones volcánicas,
inundaciones, sequías, tornados. De todos modos, el grado de impacto que tienen
sobre las poblaciones varía grandemente. Veámoslo con algunos ejemplos: un
terremoto escala 7.4 sacudió California en 1992 y produjo un muerto. En
Nicaragua, en 1972, con un fenómeno similar, fueron 15,000 las víctimas
mortales. El huracán Elena en Estados Unidos dejó 5 muertos. Un ciclón
equivalente en Bangladesh, medio millón. En Japón, en 2011, un terremoto de
magnitud 9 provocó 5,600 muertos; un año antes, en Haití, un terremoto menos
intenso, dejó 316,000 fallecidos. Más que la naturaleza nos mata la pobreza.
Dicho de otro modo: la forma en que están organizadas las sociedades.
Las
regiones más pobres son una elocuente demostración de la exclusión histórica de
determinados grupos. Las poblaciones más afectadas por estos eventos naturales son
las que históricamente viven en situación de mayor exclusión y vulnerabilidad:
los sectores pobres de áreas rurales, los asentamientos precarios de las
ciudades. ¿Por qué hay tantas comunidades viviendo en las faldas de un volcán
activo? Porque el sistema necesita campesinos pobres para los cortes de los
cultivos de agro-exportación. No hay otra explicación.
Con la pandemia de Covid-19, que puede
considerarse también una “catástrofe” natural, se evidenció el calibre del
desastre social en que vivimos. Los planes neoliberales que, en todos los
países por igual, privatizaron todo en estas últimas décadas dejando cada vez
más raquíticos a los Estados, hicieron estallar en forma monumental una pandemia
que, con criterios no comerciales en lo sanitario, se podría haber manejado
mucho mejor. Un país como China, con un proyecto socialista donde efectivamente
interesa la calidad de vida de la población y no solo el lucro empresarial,
cerró a cal y canto todo movimiento humano, y salió más que airoso del
desastre. Donde se priorizó la economía, como es el caso de la gran mayoría de
países del mundo, Guatemala incluida, los muertos se cuentan por miles.
Definitivamente estos fenómenos escapan
a las manos del ser humano, pero no podemos quedarnos resignadamente con la
idea de hechos “naturales”: su ocurrencia y sus consecuencias deben
considerarse en un contexto histórico-social, político: son circunstancias que
influyen distintamente según el lugar y el momento en que se dan, de las que se
sale con suertes muy distintas. Vistos desde una perspectiva global no son sólo
naturales, sino que, en todo caso,
denuncian (catastróficamente) la forma en que las comunidades están organizadas
y se relacionan con el medio circundante.
Estos “desastres de la naturaleza” vienen a mostrar la “naturaleza del desastre” del modelo de
desarrollo económico-social que presenta el capitalismo, exponiendo a
situaciones de alta vulnerabilidad a grandes mayorías, que son siempre los
pobres y excluidos (la mano de obra barata, dicho de otro modo, los “que
sobran”, según cierta lógica). ¿Por qué la gente del club de golf pudo ser
evacuada y los campesinos pobres de las aldeas cercanas al volcán no? Podríamos
preguntar igualmente: ¿por qué en Japón las secuelas no son como en Haití, o
por qué en Cuba –país con pocos recursos, pero con un proyecto político humano
centrado realmente en el interés popular– nunca hay víctimas con sus huracanes?
El tsunami
asiático de 2004 mató a más de 150,000 personas en unos minutos; el hambre (20,000
diarias) o la diarrea (10,000 muertos diarios a escala planetaria por falta de
agua potable), no impactan tanto como las tragedias que los shows mediáticos
nos presentan cada vez con mayor pomposidad. Pero producen más muertos, más
dolor, más miseria.
Luego de ocurridos los eventos
vienen las cámaras de televisión –los países pobres, como Guatemala, son más
conocidos por ese tipo de catástrofes que por buenas noticias– y las
intervenciones post desastres. Las respuestas del Estado, en general no pasan
de planteamientos asistenciales centrados en la emergencia y el cortoplacismo,
con politización de la ayuda, a veces con ribetes grotescamente proselitistas,
a lo que se suman posibles hechos de corrupción en el manejo de la asistencia
recibida. La ayuda internacional a veces es más práctica politiquera que
verdadera solidaridad desinteresada. La reconstrucción a mediano y largo plazo
no cuenta.
Pasado el momento de la
emergencia, cuando ya se retiran los reflectores de los medios de comunicación,
no hay por parte de los gobiernos una clara propuesta superadora que comience a
poner énfasis en la prevención y la futura mitigación de desastres. Todo indica
que luego de la asistencia humanitaria inmediata, la ocurrencia de un nuevo
fenómeno natural de magnitud puede volver a convertirse en tragedia por la
precariedad en que seguirán viviendo las grandes mayorías, y la falta de
voluntad política en modificar esa situación. Así, estos desastres naturales
patentizan los desastres ocultos de las sociedades.
La vulnerabilidad de países como Guatemala no es un destino
ineluctable. Es un producto histórico.
¿Hasta cuándo?
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