Cuando en el año 1883 la erupción del volcán Krakatoa, en Indonesia –a la sazón colonia holandesa– produjo un maremoto con tremendas olas de 40 metros de altura que provocaron la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. ¡Qué racismo!, podríamos decir hoy escandalizados. Lo cierto es que la historia no ha cambiado mucho 140 años después.
Ya estamos tan habituados a Hollywood y montajes
hollywoodenses, que vemos el mundo en términos de “buenos” y “malos”, de
“muchachitos” justicieros (siempre blancos, defensores de la “democracia y el
estilo de vida occidental y cristiano”, “triunfadores” por antonomasia) que
castigan a “bandidos” (que, casualmente, son siempre indios, negros, y desde hace
un tiempo musulmanes). Tanto se nos metieron estos esquemas en la cabeza –¡nos
los han metido!– que interpretamos todo lo que pasa a nuestro alrededor según
esa clave.
Y lo peor: los discriminados por el racismo
¡muchas veces nos mimetizamos con el amo! ¿Por qué un negro se pinta el cabello
de rubio y, en general, no pasa a la inversa?
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