En diciembre pasado representantes de la Junta Monetaria y del Banco de Guatemala establecieron que el Producto Bruto Interno (PBI) nacional creció 7.5% durante el 2021. Aparentemente eso podría ser una buena noticia. El CACIF (cúpula empresarial determinante en la política interna) celebró jubiloso la noticia, felicitando al gobierno. Si el empresariado aplaude, quizá no sea buena noticia para toda la población.
La
felicitación que recibe el gobierno va acompañada también del beneplácito por
la aprobación del reglamento del Convenio 175 de la OIT, que abre la
posibilidad de contratos laborales a tiempo parcial, una forma –legal y sutil–
de ampliar la explotación de los asalariados.
Además,
no puede obviarse en el análisis que esa supuesta recuperación económica que se
da tras la tremenda caída producto de la pandemia de Covid-19, se debe en parte
a las crecientes remesas que llegan desde el exterior. Alrededor de un 15% del
PBI lo constituyen esos envíos, lo que evidencia la situación patética en que
se encuentra la gran mayoría de la población. Pese a la crisis sanitaria y al
endurecimiento de las políticas migratorias de Estados Unidos, más las
terribles penurias que deben soportarse en el viaje, unas 200 personas salen
diariamente camino al supuesto “sueño americano”. Eso muestra el estado de precariedad
en que se vive. Gracias a esas remesas, en parte –parte muy mínima, por cierto–
se atempera un poco la pobreza generalizada del país (70% de guatemaltecas y
guatemaltecos sobreviven en esa situación). Eso, en modo alguno puede ser un desarrollo nacional sano y sostenible.
Esa
supuesta mejora económica de la que habla el gobierno es prosperidad solo para un
muy reducido sector. La gran mayoría de la población sigue mal. Si bien
últimamente ha habido inflación, por tres años consecutivos no hubo aumento de
salarios. Ahora, en diciembre pasado, luego de interminables negociaciones,
gobierno, empresariado y sindicatos fijaron un aumento de 4.75% para el salario
mínimo en las tres ramas tratadas: actividades agrícolas, no agrícolas y de
maquila. Ese magro incremento no equipara en absoluto el precio real de la
canasta básica (casi el triple de esos sueldos).
Por
otro lado, son muchísimos más las trabajadoras y trabajadores que ni siquiera
reciben ese escuálido ingreso. Aunque gobierno y empresariado hablen de
crecimiento y mejoras, es sabido que muy buena parte de la población trabajadora
no es contratada con todas las prestaciones de ley, se evade el pago del Seguro
Social y existe una gran evasión fiscal. Los contratos a tiempo parcial
constituyen un mecanismo para ampliar la explotación. La instalación de
maquilas y call centers (maquilas
para los que hablan inglés) no es ninguna solución, pues ahí también la
explotación es inmisericorde. Pedir “la milla extra” ya terminó siendo la
norma. ¿Quién puede oponerse? Sindicatos están prohibidos. Que alguien explique
entonces dónde está el crecimiento de la economía, a quién favorece eso.
Pasó el
aniversario número 25 de la Firma de los Acuerdos de Paz Firme y Duradera sin
mayor pena ni gloria. Ya eso se ve como algo muy lejano en la historia, sin
ninguna incidencia real en nuestras vidas actuales. Las transformaciones
sociales que, tibiamente, establecían estos acuerdos, nunca fueron cumplidas.
Hubo algunos cambios cosméticos luego de finalizado el conflicto armado interno,
pero en lo sustancial nada cambió. La carga impositiva, que se había fijado en
un piso del 12% del PBI para llegar al 20% (la media latinoamericana) nunca se
cumplió. El Estado sigue siendo raquítico. Si bien la economía puede haber
crecido en términos macro luego del parón ocasionado por la crisis de la
pandemia, al pueblo trabajador, a los históricamente excluidos no les llega
nada de esa mejora. Y la justicia sigue cooptada por mecanismos mafiosos.
El
Estado, que debería ser un mecanismo regulador de las tensiones y dinámicas de
toda la sociedad, claramente toma partido a favor de la corrupción e impunidad.
En otros términos, el país sigue igual. ¿Quién crece entonces?
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