«Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo “posible”».
Sergio Zeta
Con la caída de la Unión Soviética y la desintegración del campo
socialista europeo junto al paso a mecanismos de mercado en la República
Popular China y su economía mixta, el capitalismo se sintió triunfal. “Fin de la historia y de las ideologías”
gritó jubiloso (aunque quien profiriera ese grito de victoria, Francis
Fukuyama, algunos años después se desdijera). En ese momento no parecía existir
nada más allá de las “democracias de
mercado”. La llegada del Covid-19 y su estela de desastres vino a mostrar
en forma palmaria lo que significa ese “éxito”: las privatizaciones de los
sistemas de salud de años anteriores transformaron la emergencia en una brutal
crisis sanitaria. Y luego, aparecidas que fueran las vacunas, el asquerosamente
vergonzoso modo en que el privilegiado Primer Mundo las acaparó en detrimento
de la gran mayoría del planeta (en el momento de redactar este opúsculo en el
Norte próspero -¡y en Cuba!- va vacunado cerca de un 80% de la población; en el
África: 8%. ¿Dónde está el triunfo?) mostró lo que realmente es el capitalismo:
“Locura epidemiológica moralmente repugnante”, según expresó el
Director General de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus.
Las políticas neoliberales
que venían imponiéndose para esos años de la caída de los socialismos reales completaron
el panorama: el capital le propinó un golpe terrible a la clase trabajadora
mundial, al pobrerío, al “pobretariado”, como dijera Frei Betto. En ese
horizonte de desesperanza, cuando ya nadie hablaba de lucha de clases,
explotación, imperialismo, apareció la Revolución Bolivariana en Venezuela
-socialismo del siglo XXI se le llamó- y una serie de países latinoamericanos,
siempre por vía de elecciones, tuvo gobiernos de centro-izquierda (Argentina,
Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Paraguay, Honduras). Valga decir que ahí
tampoco se habló de lucha de clases,
pero definitivamente hubo mejoras en la calidad de vida de las grandes mayorías
populares.
Coincidiendo ese giro a la
izquierda (siempre moderada) con el auge de la economía china, que se hizo
principal comprador de las materias primas latinoamericanas, y el apogeo de los
precios del petróleo, con lo que estos países vieron un momento de prosperidad,
sus gobiernos pudieron repartir un poco más equitativamente la renta nacional.
Ninguno de ellos fue claramente una revolución socialista con expropiación de
los medios de producción, reforma agraria real, poder popular con asambleas de
base y milicias de autodefensa armadas; ninguno de ellos, en sentido estricto,
le torció el brazo al capitalismo. Solo Cuba, con un
planteo socialista que venía de años atrás, mantuvo su rumbo (¿será por eso que
hoy es el único país del Tercer Mundo que puede producir sus propias vacunas
anti-Covid?). Pero, de todos modos, los históricamente olvidados de todos esos
países (los “cabecitas negra” de
Argentina, los “favelados” de Brasil,
los “cholos” de Bolivia, los “tierrúos” de Venezuela) vieron una
mejora en su situación.
Vino luego una ola de
restauración de ultraderecha (Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Sebastián Piñera,
Iván Duque, la traición de Lenín Moreno, el interinato de Jeanine Áñez). Debe
quedar claro, de todos modos, que ni con gobiernos abiertamente neoliberales y
sumisos a los dictados de Washington o con administraciones más
socialdemócratas, a veces con una retórica antiimperialista (Daniel Ortega en
Nicaragua, por ejemplo; “Vean lo que
hago, no lo que digo”, expresó alguna vez el argentino Néstor Kirchner ante
empresarios españoles), las poblaciones siguieron siempre sojuzgadas, en mayor
o menor medida, porque el sistema capitalista siguió vigente, más allá de ciertas
válvulas de descompresión. Las deudas externas con la gran banca internacional
se siguieron pagando puntuales, y las relaciones laborales -como lo mostrará la
cita de más abajo- siguieron tan neoliberales como siempre. Queda claro así que
socialismo no consiste en un presidente “buena onda”, un caudillo carismático
que “beneficia” al pobrerío, siempre en los marcos de la democracia
representativa, parlamentaria, en los límites de esa “democracia de mercado”
arriba mencionada. No olvidar lo dicho por el ex Secretario de Estado de
Estados Unidos, Mike Pompeo: “América del Sur se nos puede embrollar de modo
incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de
Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”. Gobiernos progresistas: sí, un poco, no más de la
cuenta. Si se pasan la raya, ahí están los mecanismos para “enderezar” el
rumbo.
Ahora se da una alternancia
entre derecha neoliberal a ultranza e izquierda moderada. Cada elección ganada
por un candidato no tan troglodita (Manuel López Obrador en México, Pedro
Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras) se siente como un triunfo
popular, casi de izquierda revolucionaria. Cuando hoy se piensa en avanzada
social, se hace referencia a estos gobiernos con carácter popular; pero de revolución socialista, de comunismo, parece que
solo queda el recuerdo. Sin dudas, en la lucha ideológica, la derecha va
ganando por lejos. La Guerra Fría definitivamente la ganó el capitalismo; su
ideología es la que prima hoy.
El hecho que un gobierno
surgido de las urnas hablando un lenguaje “progresista” pueda sentirse como
“revolucionario” deja ver que las propuestas de izquierdas, socialistas,
revolucionarias -¡que nunca pueden darse por vía de las elecciones en el marco
de la institucionalidad capitalista!, que solo pueden triunfar superando al
Estado burgués- brillan por su ausencia. Deja ver también que el campo popular
sigue terriblemente sometido, atontado, aturdido. Por eso puede votar por sus
verdugos, como tantas veces sucede. De ahí que un tibio triunfo socialdemócrata
se lo pueda sentir como un gran paso popular. La experiencia demuestra luego
que no es tal, porque no se supera el modelo capitalista, y esas experiencias pueden
terminar en golpes de Estado, con ejércitos que actúan para la clase dirigente.
Ejemplos al respecto sobran: Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en
Brasil, Jacobo Arbenz en Guatemala, Velasco Alvarado en Perú, Salvador Allende
en Chile, y todos los “progresismos” surgidos a inicios de este siglo, en
muchos casos desplazados con movimientos más “refinados”, lucha contra la
corrupción, por ejemplo. Hoy ya no hay (tantos) golpes cruentos, sangrientos y
con tanques de guerra en la calle, sino golpes soft, golpes técnicos. Pero también ahí están
Honduras con Mel Zelaya o Bolivia con Evo Morales, desplazados con soldados
armados, represión, sangre del pobrerío. Socialismo, por tanto, no es un
caudillo carismático: es real y auténtico poder popular defendiendo sus logros,
sus conquistas. Si es necesario, armas en mano.
Pareciera que la tónica dominante, luego de las
terribles dictaduras de décadas atrás (pedagogía del terror) y los planes
neoliberales que nos empobrecieron, es la resignación.
Para graficarlo, valga este ejemplo:
A: Al fin conseguí trabajo.
B: Me alegro. ¡Felicitaciones! Y ¿qué tal el
nuevo puesto?
A: Bueno…, no es la gran cosa, pero es trabajo.
Después de seis meses sin nada, algo es algo.
B: Sí, claro. Hay que conformarse con lo que
sea hoy día. ¿Cuánto te van a pagar?
A: 2,500.
B: Pero ese no es el salario mínimo, ¿no?
A: No, no… ¡Ya lo sé! Aunque hoy día hay que
agarrar lo que venga.
B: ¿Prestaciones de ley? ¿Aguinaldo, bono 14,
vacaciones, seguro de salud?
A: No, ni pensarlo. Ya una sabe cómo te
contratan ahora. Se aprovechan. Y menos mal que no me pidieron el culo.
B: ¡Qué mierda todo!, ¿no? ¿Y no se podrá
protestar?
A: ¿Adónde? Si ya ni sindicatos hay. Los que
quedan son una payasada, una sarta de corruptos acomodados que solo le chupan
el culo a las patronales.
B: Sí, es cierto. ¡Qué paliza que nos han
dado!, ¿verdad?
A: Por eso hay que quedarse calladita la boca y
aceptar lo que sea. A duras penas pude conseguir esto, así que ahora ¡a
cuidarlo como un tesoro!
¿Cultura de la resignación, del conformismo? O peor
aún: ¿del posibilismo? Ante el golpe a la clase trabajadora mundial, a los
empobrecidos, oprimidos de toda laya que somos la inmensa mayoría planetaria,
ante los monstruosos ataques que significaron los planteamientos neoliberales
de estos años -capitalismo puro y duro, en definitiva- ¿solo nos queda el
lamento y esperar que el próximo presidente elegido “democráticamente” sea
“progre”? No olvidemos nunca que esos “progresismos” no llevan muy lejos. Y
lamentablemente suelen terminar sin que nada haya cambiado de base como
transformación estructural real, no gatopardista. Para peor, a veces con
sangrientos golpes de Estado al viejo estilo. Manuel Zelaya, en Honduras
-poderoso ganadero que encabezó un gobierno tibiamente socialdemócrata- fue
removido con una asonada militar cuando osó negociar con Petrocaribe. Álvaro
Colom, en Guatemala -muy tibio socialdemócrata- tuvo su advertencia y su conato
de golpe de Estado (el caso Rosenberg) cuando igualmente intentó negociar con
la petrolera del ALBA. ¿Por qué ahora en Honduras sería distinto lo que haga y
le pase a la esposa del derrocado Zelaya, la futura mandataria del país Xiomara
Castro? Y en Chile, más allá de la satisfacción que puede dar saber que no ganó
un candidato presidencial de extrema derecha, ¿qué poder esperar de Gabriel
Boric? ¿Hay allí una puerta abierta para el cambio real? ¿Alcanza un
presidente/a electo en los marcos de la democracia formal para cambiar el curso
de los acontecimientos? Porque la lucha de clases no se extingue con un
mandatario “progre”. ¿Nos conformamos con migajas o podemos (debemos) ir más
allá?
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