“Si votar sirviera de algo, ya estaría prohibido”.
En una investigación desarrollada
por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el año 2004
en países de América Latina, se destacaba que el 54.7 % de la población
estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole
económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo,
incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés
Kofi Annan (quien afirmó: “La solución para sus problemas
no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente
enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué
la gente lo expresa así. Esa democracia formal sin soluciones económicas no
sirve a las grandes mayorías, es un puro gesto cosmético sin mayor implicancia
en su cotidianeidad.
En
el marco de las llamadas democracias
representativas (sinónimo de economías regidas por el mercado), las
elecciones constituyen un episodio más del paisaje social, que en realidad no alteran
en lo más mínimo la estructura de base. Es similar en cualquier país que
presente esa estructura. La diferencia entre los países ricos del Norte y los
pobres del Sur no está, precisamente, en su forma política –análogas en lo
fundamental– sino en su estructura económica, pilar de todo el edifico social.
¿Quién
manda en esas democracias? ¿Realmente es el “pueblo” a través de sus
representantes, elegidos en comicios libres cada cierto período de tiempo?
Difícil creerlo. Tal como están las
cosas, hablando de la política que ha devenido una actividad “profesional”, vale
la sarcástica definición de Paul Valéry: todo esto “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que
realmente le atañe”. Deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. La política en manos de una
casta profesional de políticos termina siendo una perversa expresión de
manipulación de los grupos de poder, lo cual no tiene nada que ver con la
repetida idea de democracia, de gobierno del pueblo y rimbombantes palabras que
no se cree nadie. La experiencia muestra que más allá de ese acto
ritualizado del voto, las decisiones fundamentales de la vida social pasan a
años luz de las urnas.
¿Se
le pregunta a algún votante alguna vez sobre el aumento de los precios de los
combustibles o de los productos de primera necesidad, sobre la declaración de
una guerra, sobre el porcentaje del presupuesto nacional que se debe dedicar a
educación o a salud? ¿Alguna vez el ciudadano de a pie es consultado realmente
para ser tomado en cuenta? ¿Cuántas veces un diputado discute los problemas
sobre los que habrá de legislar con la población a la que se supone representa,
cuántas veces los vecinos participan en juntas municipales para decidir
efectivamente en torno a problemas de su comunidad? La democracia, así, termina
siendo un puro acto cosmético.
La
recomendación de pensar bien el voto
antes de emitirlo en cada elección suena vacía, o incluso hipócrita. ¿Qué
significa eso? ¿Acaso el desastre a que se asiste en Guatemala, por ejemplo
(por mencionar uno de los tantos países que se dice vivir en democracia), se
debe a que los votantes no pensaron bien
antes de votar? Resulta un tanto absurdo, cuando no perverso. Las penurias de
la población, ¿dependen de su mala decisión entonces? ¿Tienen la culpa los
mismos votantes de sus desgracias por “no elegir bien”? No olvidar que si la
masa votante elige alguien que el statu
quo no aprueba, muy fácilmente se puede terminar ese experimento
“socializante” con un cruento golpe de Estado, o con lo que hoy Washington ha
comenzado a ejecutar como “golpes
suaves”.
En
el país de marras, Guatemala (sigamos con ese ejemplo), ya van más de 30 años
que se retornó esto que se llama “democracia”. O más precisamente dicho: a ese escenario
en que cada cuatro años los mayores de edad asisten a un centro comicial para depositar
un voto. Ya se salió entonces de lo que hace unos años atrás se denominaba “transición
democrática” (¿se habrá llegado a la democracia plena entonces?). Diez
administraciones pasaron desde el final del generalato, y las causas que en la
década de los 60 del siglo pasado dieron lugar a un sangriento conflicto armado
con un cuarto de millón de muertos y desaparecidos no se modificaron. Más aún:
se han empeorado, salvo cambios cosméticos mínimos.
Los
ciudadanos van a votar cada cuatro años, pero nada cambia en lo fundamental,
más allá de la cara del gerente de turno: el 70% de población bajo el límite de
la pobreza, el extendido analfabetismo crónico abierto y/o funcional, la
desnutrición, la exclusión de grandes mayorías, el racismo, el patriarcado, todo
eso siempre sigue igual independientemente de la administración electa con voto
popular. ¿Para qué se vota entonces?
Dentro
de los marcos del capitalismo no hay salida para esa crisis. No se trata de
“buenos” o “malos” gobernantes, gobernantes un poco más o un poco menos
corruptos. El problema es estructural: los políticos profesionales no son
directamente el problema a vencer. La corrupción es un síntoma más, entre
otros, junto a la impunidad, la violencia generalizada, etc. El problema es el
sistema en su conjunto, por fuera del elenco gobernante.
Esta
situación se repite por igual en todos los países que presentan este modelo de
“democracias de mercado”. Más allá de las caras visibles, no hay cambios
sustanciales luego de cada elección. Estados Unidos o cualquier potencia
capitalista europea sigue su curso allende el mandatario en cuestión: son
países imperialistas con un relativo bienestar de su clase trabajadora. En el
autonombrado “paladín de la democracia”, Estados Unidos, ¿qué diferencia real
existe entre alguno de sus partidos republicano o demócrata? En el Tercer
Mundo, sin despreciar las políticas redistribucionistas que pueden implementar
gobiernos más “progresistas” de centro-izquierda (los que se han dado
recientemente en Latinoamérica, por ejemplo), la explotación y la miseria de
las grandes mayorías persiste. Hay matices, por supuesto; pero para las poblaciones
votantes, y en relación a la dinámica establecida hoy por hoy en el mundo
(Norte imponiendo sus mandatos al Sur global, Sur pagando la inmoral deuda
externa), las cosas no cambian en lo profundo con ese gerente que se sienta por
algunos años en la casa presidencial.
¿Desautoriza
todo esto la lucha electoral para buscar cambios? No, por supuesto. Pero debe
tenerse bien en claro que el sistema permite ciertos juegos político-sociales,
tolera algunas modificaciones cosméticas, aunque cuando se trata de los
resortes últimos que lo mantienen (los económicos), ante cualquier posibilidad
real de cambio profundo reacciona
inmediatamente. Ello no lleva a descartar la lucha en los marcos de la
institucionalidad democrática capitalista, pero debe advertirse de sus límites,
infranqueables por cierto. Vale entonces el epígrafe. Los cambios reales,
profundos, los que mueven la historia, se consiguen con lucha, mal que nos pese.
La violencia sigue siendo “la partera de
la historia”.
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