La familia Nariño era perfecta. O, al menos, eso aparentaba.
En realidad, el matrimonio era un experto en las
mentiras, en las apariencias. Su imagen impecable, impoluta, estaba por encima
de todo. Si alguien buscaba virtudes, debía fijarse en ese grupo. Era la
representación por antonomasia de la pulcritud, de la excelencia.
Sus cuatro integrantes eran miembros del Opus Dei. Padres
e hijos parecían salidos de un cuento de hadas. Eran, como decía un familiar
que se reía de tanta perfección, “de los
que no transpiran”.
Por supuesto, transpiraban. Pero jamás se les iba a
sentir mal olor. Los perfumes –para eso están– ocultan los hedores. Y la
familia Nariño era especialista en tapar hediondeces varias, no solo las de la
transpiración. Obviamente, consumían litros y litros de agua de colonia, pero
no solo las que venían en elegantes frascos. Ocultaban las miserias y
mezquindades como el mejor. Su vida era un manto de perfume disimulando
pestilencias.
La madre, doña Cristina, cuarentona muy bien
conservada, era profesora de literatura española en colegios de enseñanza
media. Orgullosa de su perfección, tan bien cuidada siempre, tenía como
distintivo una enorme cruz de plata que cargaba ostentosa sobre su pecho.
“Si hay pobreza,
que no se vea”, era su lema. Proviniendo de un hogar de clase media baja de
la ciudad de Barichara, se había trasladado a Bogotá en su adolescencia para
cursar su profesorado, viviendo entonces con unas tías solteronas. Por ese
entonces conoció a Miguel, su actual esposo. Éste, elegante arquitecto de una
encumbrada familia bogotana, luego de un rápido noviazgo, la desposó. Miguel
también aspiraba a ser excelente, siguiendo en todo a su esposa. Para él
conocer a Cristina fue un hallazgo importantísimo. En realidad, fue su primer y
única novia. Su timidez proverbial –sus profundos problemas psicológicos, mejor
dicho–, aunque era un musculoso muchachón codiciado por todas las mujeres que
le conocían, le había impedido tener una relación sentimental hasta los 24
años. Eran el uno para el otro.
La familia de Miguel, bien ubicada económicamente, le
había facilitado las cosas a la joven pareja: una bonita casa en el elegante
barrio de Los Rosales y lujoso vehículo blindado –cero kilómetro, por supuesto–
como regalo de bodas.
Cristina, hecha toda una señorona desde el casamiento,
se había acostumbrado muy rápido a manejar a su servidumbre. Siempre había
aspirado a ser “muy correcta” en todo; el matrimonio con Miguel se lo había permitido
en forma exponencial. Poco más de un año después de la unión vino la primera
hija: Mercedes. Dos años después llegó Sebastián. Su glamour iba siempre en
aumento, igual que su devoción católica.
Toda la familia Nariño era un modelito de película,
una fantasía hecha realidad. Todo estaba siempre en orden, bien arreglado, muy
presentable. El lema que se repetía a diario doña Cristina valía para todos los
aspectos de la vida; la relativa precariedad económica de su primera infancia
la había dejado marcada a sangre y fuego. De la violación sufrida cuando niña a
manos de un familiar lejano, Miguel nunca supo nada. La mujer había podido
superar satisfactoriamente el hecho. Aunque a un costo elevado: nunca pudo
tener un orgasmo, cosa de la que su esposo jamás se enteró. Si de histrionismo
se trataba, Cristina no tenía parangón. El lema que se repetía, en realidad,
era herencia de su padre, un modesto empleado municipal de aquella ciudad de
provincia. De todos modos, ella lo había hecho extensivo a toda la vida: todo
debía verse bien. Violación y pobreza quedaban sepultadas. Cómo estaba en
verdad, no importaba; lo que contaba era lo que se veía, lo cosmético.
Miguel, a su modo, también participaba de esa visión
de las cosas. Para él era importantísimo, imprescindible mostrar una imagen de
tranquilidad. En su interior, muy en secreto, sabía que no había ninguna
perfección ni tranquilidad ni cosa que se le pareciera. Vivía atormentado,
sintiéndose un pusilánime sin solución; pero jamás lo reconocía con nadie.
Lloraba su tormento en la más completa soledad. Si alguna vez pensó en
consultar con un psiquiatra, descartó muy rápidamente la idea. El hecho de visitar
un especialista “de los nervios” lo dejaría ver como débil. Había que mostrarse
fuerte, decidido, siempre triunfador. El par de horas diarias que pasaba en el
gimnasio le servían como psicoterapia. Su martirio lo soportaba muy en secreto,
con estoicismo. Cristina había sido su primera novia. Por tanto, su primer beso
pasional, y naturalmente, su primera relación sexual. Prefería no acordarse
nunca de eso, hacer como que no había sucedido, jamás hablar de la que él creía
era ya una crónica soltería. “Si hay
pobreza, que no se vea”. Esa consigna, que le había resultado simpática la
primera vez que la escuchó de boca de su cónyuge, marcaba toda su vida. “Si hay pobreza espiritual, si hay angustias,
malestares, pesares… ¡que no se vean!”
Como arquitecto, en realidad conseguía trabajos por la
influencia de su padre, un connotado ingeniero civil ligado a las altas esferas
del gobierno; en lo profundo, Miguel sabía que en términos profesionales era un
tonto, un mediocre que jamás hubiera conseguido un proyecto. Ser de alcurnia,
sin dudas, facilitaba la perfección.
Ambos
asistían puntualmente a misa de once todos los domingos. Era muy importante que
se les viera en la catedral metropolitana, siempre bien vestidos, perfumados,
sonrientes. Cuando los hijos fueron creciendo, los cuatro llegaban a la Catedral Basílica Metropolitana y Primada de la
Inmaculada Concepción y San Pedro de Bogotá, con aire ceremonioso y cara de
circunstancia para el oficio religioso. Terminada la misa, se demoraban con
parsimonia en la escalinata de entrada, buscando saludar –y ser saludados por–
la mayor cantidad de gente. Era de buen gusto, por supuesto, dejar algunas
limosnas a los pordioseros que mendigaban en el lugar.
Sebastián
se aficionó por la música desde pequeño. Tocaba muy bien el piano y tenía una
hermosa voz. En poco tiempo ingresó al coro de la iglesia. A sus doce años
pensó en abrazar la carrera sacerdotal. Luego fue desilusionándose, cambiando
de parecer, pero seguía asistiendo con puntualidad tanto a los oficios
religiosos como a los ensayos del coro. Su gusto por el canto gregoriano
llamaba la atención en un púber. Aprendió algo de latín para cantar las medievales
antífonas, que tanto le agradaban. Para sus padres, era un orgullo tener un
hijo tan ejemplar: no fumaba, no bebía, no usaba drogas, estaba siempre entre
los mejores promedios de su clase.
Mercedes,
por su parte, una recatada señorita de singular hermosura –igual que su madre,
quien no perdía el encanto con los años sino que, por el contrario, se
acrecentaba– durante todos sus cursos en la primaria y en secundaria no había
dejado de ser abanderada con honores. Cuando comenzó a utilizar maquillaje y
sus primeros tacones, los varones le llegaron por docenas. Ella, muy
elegantemente, sonreía con cordialidad y miraba a todos esos cazadores al
acecho con cierto desdén poniendo distancia.
No
había manchas en la familia Nariño. Nada, ningún nubarrón que ensombreciera
tanta dicha. Todo parecía una película con final feliz, de esas acarameladas
comedias a que nos tiene acostumbrado cierto cine comercial. Y si lo había –en
realidad, por supuesto que los había– nadie, en absoluto, iba a enterarse. Pobreza espiritual, angustias, malestares y pesares varios quedaban encerrados con cerrojos, sepultados,
silenciados por siempre. Ni siquiera entre los cuatro miembros de la familia se
sabían las miserias. Esas se lloraban en silencio en el baño a puerta cerrada. Todos,
padres e hijos, habían aprendido a la perfección el difícil oficio de la
mentira, de la más endulcorada apariencia. Tan bien sabían hacerlo que nunca
jamás nadie podía encontrar fingidas esas caras radiantes, siempre relucientes,
gozosas y satisfechas.
“Lo mejor es no meterse en problemas,
alejarlos, evitar los líos”, enseñaban padre y madre, muy ceremoniosos, a
sus vástagos. La enseñanza fue tomada muy en serio por Mercedes y Sebastián.
Cuando la muchacha, de jovencita, tuvo la desgracia de presenciar la violación
de una prima suya en una fiesta de jóvenes a manos de un desagradable
personaje, drogado con éxtasis, al ser llamada como testigo para el juicio que
se le inició al agresor tiempo después, la recomendación de sus progenitores
dio resultado: la muchacha dijo no haber visto nada, no saber nada. No meterse
en problemas hacía parte fundamental de la tan anhelada perfección.
El día que Mercedes dio
el primer beso tuvo una mezcla rara de sensaciones: algo de repugnancia, de
temor, pero también de inocultable placer. El hecho de haberlo hecho a
escondidas, en el confesionario de la catedral, le confirió un sabor especial a
la situación. Justamente, el sabor de la travesura, de lo prohibido. Como el
beso vino acompañado de tocamientos en sus zonas pudendas por parte del
muchacho en cuestión con su consiguiente primer orgasmo –nunca se había
masturbado hasta ese entonces, con sus quince años ya cumplidos– el
descubrimiento fue una espectacular novedad. A partir de ahí, su afición al
sexo fue aumentando día a día.
El primer cigarro de
marihuana que probó Sebastián le supo mal. Casi vomita. De todos modos, el
valor de transgresión que tuvo el hecho lo movió como nunca antes le había
sucedido. Tanto, que él mismo tomó la iniciativa de buscar un segundo. No le
fue difícil conseguirlo, y un cigarro fue llevando a otro, y a otro, y su apego
por los psicotrópicos fue exponencialmente en aumento.
Casi al mismo tiempo,
Miguel y Cristina comenzaron a dar clases en la universidad. Los dos en la
Nacional de Colombia, la más grande y prestigiosa del país. El uno, en la
Facultad de Arquitectura; la otra, en la de Filosofía y Letras. Para ambos esa
constituía una experiencia novedosa. Sin dudas, comenzaron a hacerlo con temor.
Como todo tenía que ser perfecto, se prepararon con infinito esmero. Cada
detalle estaba cuidado al milímetro: una pareja perfecta, gente perfecta, seres
humanos perfectos –tal como los dos se sentían– no podían dejar nada librado a
la improvisación, al malhadado azar. Cada uno en silencio memorizaba el guión
de lo que iba a decir en la clase; incluso hasta algún chiste con que matizar
la exposición estaba ensayado como correspondía. Chistes, claro está,
políticamente correctos, con palabras nunca soeces, más bien juegos de palabras
que podían provocar una sonrisa y los mostraban como rectos y categóricos en su
materia, pero también con cierta cuota de plasticidad. Esas licencias podían
quedar muy bien, pensaban los dos noveles catedráticos.
Para ambos, la realidad
con que se encontraron en la universidad les caló hondo. Ese ámbito era algo
desconocido, ignorado por completo: tratar con jóvenes que no eran tan perfectos
como sus hijos, encontrar que había cuestionamientos, cosas impensadas,
novedades que sacaban de la consabida e infalible corrección con que se movían
siempre, les abrió puertas inconcebibles. En las caras no solo se veían
sonrisas radiantes; también había preocupación, tristeza, aburrimiento, dolor. En
otros términos: las mismas miserias de la que ellos eran esmerados
especialistas en ocultar.
A Cristina, sin querer
aceptarlo, le llamó la atención tanta juventud masculina viril, que le discutía
muchos temas de igual a igual. Como buena católica, buena esposa fiel y
excelente madre de familia, desechó de inmediato cualquier pecaminosa tentación
que pudiera habérsele cruzado. De todos modos, no pudo quitarse de su
pensamiento a un joven que la había cautivado con su oratoria. Era un
estudiante de Letras de largo cabello, arete en su oreja izquierda y algunos
tatuajes que asomaban bajo su camisa. Con una culpa monstruosa que la invadió
luego, sin saber explicarlo claramente, se masturbó pensando en ese joven como
no lo hacía desde su adolescencia. Por supuesto, tamaño desliz ni siquiera a su
cura confesor se atrevió a contar.
Miguel se encontró con
un universo desconocido. Tanta juventud que no era perfecta, como sí lo eran
sus hijos, su esposa, él…, tanta gente llena de problemas –olían mal, no
estaban todo el tiempo sonrientes, decían malas palabras– no lo podía entender.
Pero, al mismo tiempo, todo eso tenía algo de fascinante. “¿Así es el mundo?”, se preguntaba con candidez. Rápidamente trabó amistad
con otros docentes, arquitectos todos. No había mujeres en ese grupo de
profesores. Le pareció raro, pero no le puso especial atención al asunto.
Después de los primeros
días de clase, la relación con esos arquitectos fue estrechándose. A Miguel le
parecían todos gente maravillosa, buenos profesionales, muy serios en lo que
hacían. Ninguno tenía aspecto afeminado, pero sin mayores preámbulos fueron
diciéndole que eran homosexuales. Para él eso fue un choque. Siempre se había
tenido por muy “hombrecito”. Sabía, siguiendo las enseñanzas religiosas, que la
homosexualidad no es un simple pecado venial, sino que es ¡mortal! No quería que
su alma ardiera eternamente en el infierno cuando muriera por cometer un acto
tan bochornoso como la homosexualidad. Sería un deshonor para su familia. Sin
embargo, aunque no lo dijera jamás en voz alta, ni siquiera a su esposa, el
placer que otorga el tacto de la mucosa anal era de los más notorios. Procurarse
ese placer solía hacerlo en solitario, fantaseando contactos “pecaminosos” que
jamás se atrevería a llevar a cabo en la realidad. Después de numerosas
invitaciones rechazadas, por fin, rogando total discreción, aceptó visitar una
discoteca gay con alguno de sus colegas homosexuales. Quería conocer ese mundo
desde dentro, porque siempre le había parecido intrigante. “¿Por qué a un hombre le podría gustar otro
hombre?” Más aún: contrariando las enseñanzas religiosas se preguntaba –en
riguroso secreto, claro está– “¿por qué
eso es pecado, si los griegos lo hacían?”
Cada fiesta de
cumpleaños, o para las celebraciones navideñas, o en cualquier otro evento
social donde aparecían junto los cuatro, encontraba a la familia Nariño en su
más grande esplendor, con su particular encanto y gracia de triunfadores. Nunca
faltaban las sonrisas de oreja a oreja, el glamour y los perfumes tapando
posibles malos olores. Nada de todas estas transformaciones que comenzaban a
darse ahora aparecía en sus comentarios domésticos. Si bien los cuatro
compartían la mesa con regularidad a la hora de la cena –desayuno y almuerzo no
siempre, por razones de sus actividades– jamás salió a relucir algo de todo
esto que estaba sucediendo: relaciones pecaminosas, sexo desbocado, infidelidades,
drogas, mentiras. La perfección se mantiene con la boca bien cerrada.
Mercedes fue quien
primero encendió las señales de alarma en la familia. Los fines de semana, en
un tiempo pasados muy tranquilamente en el seno hogareño, o con grupos
juveniles de la iglesia y misa, ahora mostraban un desfile de muchachos que
venían por ella. Viernes, sábados y domingos pasaron a ser días casi obligados
de salidas. Su actividad sexual, de la que nada sabían sus padres obviamente,
iba siempre en ascenso. Seguía siendo una muy buena alumna –había empezado a
estudiar la carrera de Psicología con sus 17 años–, lo cual no impedía que
tuviera profusión de parejas. Las había de todo tipo; también mujeres.
Contrario a su madre,
Mercedes era multiorgásmica, y cada cosa que se permitía hacer en la cama –o
donde fuere– la disfrutaba con la mayor intensidad. Habiendo iniciado sus
experiencias en un confesionario, ahora su lista de travesuras no tenía
límites: en ascensores, arriba del transporte público escondida entre los pasajeros,
tríos, juguetes sexuales al por mayor, disfrazada provocativamente, con
látigos, ayudada con alcohol o estimulantes. Todo era excitante, todo la ponía
en clímax. Sabiendo de su forma tan pasional de darse al sexo, había recibido
una propuesta para ser actriz porno. Estuvo tentada de aceptarla, pero “una buena muchacha de familia” no puede
hacer eso. Por tanto, la desechó. Así lo hizo porque eso, básicamente, la
sacaba del cierto anonimato en que se encontraba. Aparecer en películas la
transformaba en popular, en una imagen pública. Eso era inadmisible. “Sexo, todo lo que se quiera…, pero que nadie
se entere”, se decía. Solía usar un antifaz en sus correrías, lo cual le
daba un toque erótico-picaresco a la cuestión… e impedía que la reconocieran.
Sebastián fue haciendo
un progresivo abandono del coro, pero no de la música. El rock pasó a ser su
inspiración, su pasión. Los primeros tatuajes los hizo con mucho temor a ser
descubierto por sus padres. Se los realizó en zonas del cuerpo que quedaban
siempre ocultas: una nalga, el arco del pie, una axila. Sorprendía bastante el
lugar elegido, pero los tatuadores no preguntaban razones; solo tatuaban. En
secreto se integró a una banda rockera: Crazy
worms, “Lombrices locas” en
español. Allí era tecladista y, muy rápido, pasó a ser el vocalista principal.
Su registro de barítono brillante, convenientemente educado por su formación
eclesial, le permitía juegos vocales que ningún otro integrante de la banda
lograba.
Las primeras
actuaciones fueron clandestinas, en locales informales de Bogotá. Las conseguía
el jefe del grupo, el guitarrista, un muchacho activo, siempre eléctrico, con
larga cabellera hasta su cintura, todo tatuado y con algún arete. Así como
conseguía esos toques, conseguía también la droga, de la que era gran
consumidor. Para salir de su casa por las noches Sebastián, siendo aún un
jovencito totalmente apegado a las “buenas costumbres” familiares, fue
inventando las más desopilantes –pero de algún modo creíbles– justificaciones.
Actuaba con una enorme gorra y una bufanda que le cubrían buena parte del
rostro; no quería ser identificado por nada del mundo. El uso de psicoactivos
fue en aumento. Las dosis de cocaína pasaron a ser casi diarias, con efectos
perfectamente disimulados ante sus padres: gotas oftálmicas, toneladas de pastillas
de menta, encierros a cal y canto en su habitación con la excusa de estar
preparándose para sus exámenes.
Cristina era una buena
catedrática; clara, concisa en sus explicaciones, siempre correcta en sus
acciones. Era “perfecta”, según gustaba decirse ella a sí misma. Había superado
la violación y la crónica pobreza pueblerina, y ahora tenía dos empleadas
domésticas en la casa, y muchísimas amigas en las redes sociales. Tenía,
además, un Mercedes Benz del año, un marido adorable –que seguramente hasta se
creía sus fingidas expresiones de goce sexual– y dos hijos espectaculares,
sanos y triunfadores. Eran todos, los cuatro, excelentes católicos, buenos
samaritanos que colaboraban con la Fundación Cottolengo para atención de
ancianos, jamás blasfemaban y representaban el modelo de éxito que “una buena familia debía tener”, según
razonaba esta exuberante cuarentona. Pero el diablillo de la tentación se le había
instalado.
Su exuberancia, su
desenvoltura, su aplomo –“en realidad, el
crucifijo que cargaba sobre las tetas, que se las resaltaba con lujuria”,
había dicho su admirador– hicieron que este joven estudiante veinteañero,
desembozado y provocador, le clavara los ojos de un modo asaz concupiscente.
Cristina lo notó desde el primer día; y desde ese momento, sin poder explicarlo
conscientemente, comenzó a utilizar escotes más provocativos. Luego de un par
de semanas, por vez primera en su vida se atrevió a llegar a clase sin sostén
en sus pechos. Su marido la vio así esa noche, pero prefirió no decir nada. Las
miradas lascivas de su estudiante la erotizaban en forma creciente. En un mar
de confusiones y autoreproches, con una fuerza erótica que la abrazaba pese a
su consciente voluntad de decir no, buscó la manera de quedar a solas con el
joven, en su oficina privada, bajo alguna excusa creíble.
Miguel, empujado por
algunos tragos, se decidió a bailar en la discoteca a la que lo habían llevado.
Lo vio como algo alegre, liberador en cierto sentido. Allí nadie lo conocía, y
un poco de baile no hacía mal. Siempre se había sentido muy “machito”, por lo
que no se veía tentado por ninguno de los hombres gays que allí estaban.
Seguramente los vapores etílicos, más palabras erotizantes que fue recibiendo,
lo encendieron. Sus horas y horas de gimnasio le habían labrado un escultural
cuerpo que, para un cuarentón, lo convertían en un verdadero objeto de deseo
femenino…, y, ¿por qué no?, también homosexual.
El joven que se le
acercó, muy provocativo, tenía un arete en la oreja derecha, cabello largo y
floridos tatuajes que le brotaban de debajo de la camisa. Era un muchacho
veinteañero, con los ojos rojos, muy inyectados, sin dudas producto de alguna
sustancia psicotrópica. Hablaba muy desembozadamente, usando improperios.
Nuestro arquitecto se sintió muy a gusto profiriendo algunos, cosa que iba totalmente
en contra de su costumbre. De todos modos, eso no le molestó. Por el contrario,
se sintió muy a gusto. “Nadie se va a
enterar aquí”, pensó. Bailaron un buen rato, siempre alejados, sin tocarse.
Miguel la pasó muy bien. Cuando ya decidieron irse –el joven le propuso que
fueran a su apartamento, lo que Miguel rechazó con delicadeza– hicieron
intercambio de tarjetas de presentación. A Miguel le llamó la atención que un
jovencito así, con aspecto bastante informal, tuviera esas tarjetas. Eso era “cosa de más viejos”, pensó. No obstante,
ahí estaba la tarjeta en sus manos. “Alejandro”;
simplemente ese nombre, en letras negras, sobre un fondo crema, y su número
telefónico. Le dijo que era músico y que estudiaba Letras, porque quería ser
poeta para componer sus canciones. Con gesto seductor le dijo que le gustaría
se siguieran viendo.
Los cuatro integrantes
de la familia comenzaron a notar cosas llamativas en los otros. De todos modos,
como no es “de buen gusto andar
metiéndose en las vidas de otros”, según rezaban sus credos muy peculiares,
nadie dijo nada, nadie vio nada, nadie perdió la compostura. Preguntar podía
significar recibir respuestas que no se querían escuchar. Por tanto, era mejor
guardar silencio, mirar para otro lado. “Lo
que no se ve, no existe”, enseñaban los códigos familiares. Sin embargo,
para todos era evidente que algo estaba sucediendo. La familia perfecta quizá
no era tan perfecta.
Cristina se sintió
tremendamente despechada cuando esperó en vano a su estudiante en su cubículo;
se habían citado un día después de clase, pero el joven no llegó. Podría pasar
por una simple irresponsabilidad de un joven atolondrado. Ahí podría quedar la
cosa. Mas no fue así. La profesora lloró en silencio, arreglándose
inmediatamente el maquillaje para que nadie notara su descompostura. Luego del
desaire sintió una mezcla confusa de sentimientos que le arrebataban la
tranquilidad. “¿Cómo me voy a preocupar
por este tontillo, un jovencito que ni salió del cascarón todavía?”,
intentó razonar para sobrellevar el agravio. Casi una hora después de lo
pactado, visiblemente agitado y con la ropa desalineada, llegó el muchacho,
cuando Cristina ya estaba alzando sus pertenencias para retirarse. Saberlo ahí
le significó una bocanada de felicidad.
No se lo pudo explicar
de ningún modo, pero fue verlo y el alma pareció volverle al cuerpo. La sonrisa
tornó a dibujársele en la cara, y en un rapto de locura pasional, que al mismo
muchacho dejó estupefacto, lo besó en la boca. Sin salir de su asombro, el
joven intentó balbucear alguna palabra, pero no pudo. “No me hagas caso; ya me voy”, pudo decir Cristina, tan confundida
como él. “Por favor: ¡esto no pasó nunca!”,
agregó en un tono casi amenazante. Antes de despedirse y tomar rumbos
distintos, el joven le entregó una tarjeta de presentación: “Alejandro”, escrito en letras negras
sobre un fondo color crema, con su número telefónico.
Era evidente que algo
sucedía en el seno de esa “familia perfecta”; se respiraba una tensión que
antes no existía, había desconfianzas, miradas de reprobación, un malestar
sórdido que quería salir por alguna abertura, pero que no encontraba por dónde.
Sin que nadie lo propusiera en forma explícita, las llegadas a la iglesia para
la misa dominical fueron haciéndose más espaciadas.
La fe católica no la
abandonaron, aunque tampoco puede decirse que se fortaleciera en un momento
como el que estaban viviendo. En todo caso, se tornó algo más laxa. O muy laxa,
para ser exactos. Los cuatro advertían que seguían siendo católicos, pero que
eso no les ayudaba en su proceso personal. La religión, con toda su pesada
carga moral, más que ayudarles se les hacía una tortura. A su modo, los cuatro
se sentían agobiados por ese peso. Vivían algo así como una suerte de
demolición de los principios que cada quien, a su modo muy particular,
vivenciaba. La creencia, la fe inconmovible de otros tiempos, no alcanzaba
ahora. Casi que se les iba transformando en un estorbo.
“Creo que algo nos está pasando, ¿verdad?”, se animó a decir alguna
vez Miguel. “¿No les parece que sería
bueno hablar con el padre Alfonso un día de estos, nuestro asesor espiritual?”
El silencio se hizo interminable, tenso, agobiante.
“¿Para qué?”, preguntó Mercedes.
“Pues…, es que, creo, nos están pasando cosas, ¿cómo decir?, cosas
extrañas últimamente”.
“Quizá nos estamos alejando demasiado de dios”, agregó Cristina con
aire de sermón.
Miguel reaccionó
airado. “¡Tú te estarás alejando, con
esos indecentes escotes que estás usando ahora!”.
“Me parece injusto decir eso. ¿Y tú que ahora llegas tarde a la casa dos
o tres veces por semana? ¿Qué dices de eso: no es estar cada vez más cerca del
demonio?”, dijo Cristina alzando la voz, cosa muy inusual en ella.
El encuentro se comenzó
a volver muy denso, agresivo. Como cosa también inusual en todos los miembros
–en las “familias perfectas” esas cosas no suceden–, no faltaron los insultos. Una
palabra fue llevando a la otra, y la temperatura no dejó de aumentar. “Puta, infiel, mentiroso, drogadicto, coño’e
su madre, borracha, arrastrada, come mierda, farsante” y preciosuras por el
estilo poblaron esa sobremesa. El calor de la discusión fue en continuo aumento,
y algún plato destrozado contra el suelo con mucha vehemencia puso su toque de
violencia. Bueno…, de violencia física, porque la verbal había trepado sin
miramientos. Pese a todo, Miguel respiró tranquilo, porque nadie habló de
homosexualidad. Él sabía, siempre en riguroso secreto, que no había pasado de
erotizarse con un hombre, pero hasta ahí. “No
hice nada malo”, pensó. No se sentía involucrado directamente en las
acusaciones.
Fue Sebastián quien,
levantándose de la mesa y llorando, a los gritos pidió terminar el pleito. Todos
asintieron y callaron.
Por lo dicho, por lo
expresado en forma recriminatoria, parecía que todos sabían bastante bien de
las andanzas de cada uno de los otros. Si todo eso no se había dicho, sin dudas
era para salvaguardar la presunta perfección. “Los trapos sucios se lavan en casa”, sentenció Cristina. “Nadie, absolutamente nadie fuera de nosotros
tiene que saber estas cosas”, fue la conclusión con la que toda la familia
pareció estar de acuerdo, y con la que se dio por terminada la disputa.
Apenas una semana
después de ese áspero encuentro Mercedes, sollozando, pidió hablar con ambos
padres. Comunicó que estaba embarazada. El hermano también permaneció en la
reunión, por lo que supo de la noticia de primera mano.
“¡Por dios santo! ¡¡Qué vergüenza!! Los Nariño no hacemos esas cosas… ¿Y
quién es el padre?”, preguntó molesta la madre.
En medio de un
lloriqueo continuo, la muchacha pudo decir: “Un joven que, si lo conocen, no les va a caer bien. Tiene pelo largo
hasta la cintura, tatuajes, y un arete en su oreja”.
“¿Cómo se llama?”
“Alejandro”, respondió lacónica Mercedes.
“Como un amigo que conocí por ahí y que hace rock pesado con una banda
que dirige”, dijo Sebastián. “Aunque
no quiero acercarme mucho a él, porque es drogadicto”.
Ambos progenitores se
miraron en forma instantánea, sin saber por qué lo hacían. Pareció importarles
más eso, el nombre del susodicho, que el estado de gravidez de su hija.
“¿Qué hace ese pelao?”, preguntó severo Miguel. “¿Estudia, trabaja?”
“Pues sí…”, contestó la muchacha. “No es mala gente. Estudia Letras en la Nacional, y hace música. Tiene
una banda de rock. Él toca la guitarra. Con eso gana sus centavitos. Vive solo
en su apartamento”.
Padre, madre y hermano
quedaron un tanto, o muy, sorprendidos. ¿Estarían hablando todos de la misma
persona? Ahora, lo que urgía era resolver lo del embarazo de la muchacha. Eso,
definitivamente, alejaba en un todo de la felicidad de una familia perfecta.
Por el contrario, era una mácula imperdonable.
“Entonces, ¿qué piensas hacer?”, inquirió severa doña Cristina, con
su mejor rostro adusto. Mientras lo preguntaba, se le cruzó el recuerdo de su
joven estudiante y de las fantasías que había ido tejiendo al respecto.
Fantasías, por supuesto, que desechaba al instante. De consumar algo, hubiera
sido la primera vez que tenía una relación extraconyugal. Aunque, pensando en
detalle, ya algo se había consumado, porque ese beso no había sido nada
inocente, nada maternal. Haciendo el amor con su esposo la noche anterior
–todavía tenían una relativamente intensa vida sexual– había evocado a ese tal
Alejandro en su pensamiento.
Mercedes estaba
desorientada. No quería tener un hijo a los 19 años, con una carrera
universitaria a la mitad, sin ingreso, con un padre del niño que apenas conocía.
Este Alejandro le gustaba mucho. A decir verdad, había sido la pareja con quien
mejor se había sentido en su ya larga lista de compañeros y compañeras
sexuales. ¿Por qué ahora, si se cuidaba tanto, había salido embarazada? No lo
podía explicar. “¿Será que lo habré
buscado en forma inconsciente?”, se decía. Como fuera, ahí estaba la panza.
No quería ser mamá a esa edad, pero al mismo tiempo, todavía le pesaba su
formación católica. “El aborto es un
crimen”, recordaba cómo martillaban con eso en los grupos juveniles.
Sus padres también
pensaban eso, pero las circunstancias que ahora se precipitaban podían hacer
revisar los principios. “Estos son mis
principios, ¡y si no le gustan!… aquí tengo otros”, recordaban a Groucho
Marx. Tener una hija embarazada en estas condiciones, con un “cualquiera”, era
inadmisible. Eso no era algo que enalteciera a los Nariño. ¡No podía ser! Había
que buscar salidas decorosas.
Como era una familia
realmente muy unida, entre todos –también incluyeron en esto a Sebastián– comenzaron
a buscarle soluciones a este inesperado embarazo no deseado. Fajarse la barriga
durante los primeros meses, y ya sobre el final, cuando no se pueda ocultar el
vientre, irse a tener el parto en otro sitio, otra ciudad u otro país. Nacida
la criatura, se podía dejar en un orfelinato, o darla en adopción ilegal a
alguna familia extranjera (“Pagan muy
bien los bebés. ¡Varios miles de dólares!”). Por supuesto, nadie debería
enterarse de eso.
De este modo razonaban
los Nariño, buscando soluciones prácticas, no cayendo en señalamientos
moralistas. “Si abortas, tendría que ser
muy lejos de Bogotá. ¡Te imaginas si se llegaran a enterar!”, agregaba
Cristina con cara de circunstancia. “Yo
sé que hay abortivos naturales: clavo de olor, anís, no sé…, hay hierbas que
sirven para eso”, añadía Sebastián, en apariencia más preocupado por la
situación que su misma hermana. “Se
podría fingir una caída y así, del golpe, ¡puf!, como por arte de magia se
termina el problema”, dijo Miguel con una forzada sonrisa. “Es pecado abortar, pero más pecado aun es
condenarme a terminar mi vida de joven, de estudiante que le falta mucho por
recorrer todavía, terminarla de esta manera inesperada, horrible”, decía
compungida Mercedes.
Nadie, ni la muchacha
ni los otros miembros de la familia, pensaron nunca en el matrimonio. Casarse a
las apuradas, embarazada, sin un previo noviazgo “como debía ser, correctamente”, no entraba en sus consideraciones.
“Cuando te cases, tendrá que ser después
que estés graduada, con la persona adecuada, no con un cualquiera”.
Mercedes estaba tentada de agregar: “Pero
Alejandro no es un cualquiera”, aunque no se atrevió a hacerlo. La idea de
no seguir adelante con el embarazo fue imponiéndose.
No habían terminado de
decidir cómo sería esa interrupción cuando, unos pocos días después, recibieron
la llamada telefónica en la línea fija de la casa. Atendió Miguel. Una voz
juvenil les avisaba que Sebastián acababa de ser internado por una sobredosis de
cocaína.
“Pero, ¿quién habla?”, vociferó el padre. Del otro lado de la línea,
con aplomo alguien dijo: “Un amigo de
Sebastián: Alejandro. Los dos tocamos en la misma banda. Yo le avisé al parce
que estaba consumiendo mucho. Pero no me hizo caso”. Dio el nombre del
centro asistencial donde se encontraba, y cortó la llamada.
Las alarmas volvieron a
dispararse en la familia. “¡¿Cómo es
posible?!”, gritó Cristina, muy alarmada. “¿Qué estamos haciendo mal para tener tanta desgracia? ¿Por qué este
castigo?”
Mercedes, que
casualmente estaba en la casa en ese momento, pensó –sin atreverse a decirlo–:
“¿Será que nos lo merecemos por tanta
inmundicia?” De inmediato, sabiendo a medias del consumo de su hermano,
pues le había encontrado una bolsita de marihuana vez pasada hurgando en su
mochila, puso la mejor cara de circunstancia y agregó: “Pobrecito Sebastián. ¡Hay que ayudarlo!”
Miguel, agobiado por
todo lo que estaba sucediendo, buscando algún camino que le diera algo de paz,
luego de dudarlo bastante, se decidió a llamar a este joven que lo había
cortejado: Alejandro. No sabía bien por qué, qué era lo que buscaba, pero
finalmente concertaron una cita.
Se vieron en un
elegante restaurante, habitualmente visitado por la comunidad gay. Almorzaron,
y al calor de los tragos, el erotismo fue subiendo. Terminaron en el
apartamento del joven, y un toque de éxtasis –para Miguel era la primera vez
que usaba algo así– permitió que llegaran a lo genital. No fue como el
arquitecto lo había imaginado, pero no estuvo mal. Para el muchacho no dejó de
ser interesante.
Luego de mantener
relaciones, ya relajados, ambos se permitieron ventilar sus cuitas. Ambos
lloraron. Alejandro contó que era bisexual, por eso usaba el arete en cada
oreja, según lo impusieran las circunstancias –ese día lo llevaba en la
derecha–, agregando que estaba muy apesadumbrado porque había dejado embarazada
a una muchacha. Confesó que no estaba enamorado de ella; eso jamás, porque veía
muy tonta a esa joven, muy superficial, pero que ella sí estaba profundamente
prendada de él. Para Alejandro eso constituía un drama moral: no quería
dañarla, pues en el fondo la estimaba un poco. Aunque la veía una estúpida,
dado que había sido ella la que buscó tener sexo sin protección. “Creo que tiene muchos rollos en su casa, por
eso, me parece, buscó embarazarse, para salir de ese infierno”. Miguel
escuchaba atónito. No se atrevía a relacionar una cosa con la otra. “De ningún modo puede estar hablando de
Mercedita”, se repetía para sí. “No,
no. Eso es imposible. Mi hijita no está en ningún infierno”.
Animado por la
situación, por los tragos, por el estimulante ingerido, Miguel se permitió
relatar lo de su hijo Sebastián. “Eso me
tiene abatido”, expresó con hondo pesar.
Alejandro, al ir
conociendo los detalles –un jovencito de buena familia que tocaba en la banda rockera
a escondidas, hijo de un arquitecto y una profesora de literatura, viviendo en
Los Rosales– cayó en la cuenta que estaban hablando de su vocalista. Prefirió
no decir nada. Solo mostró pesar. “Sí, te
entiendo. ¡Qué feo!, ¿verdad?”
De la internación
Sebastián salió recuperado, pero con la recomendación médica de seguir
obligadamente un tratamiento psicológico en forma ambulatoria. “Por lo que nos ha contado, está muy mal en
su relación familiar”, dijo pausadamente el psiquiatra tratante a la pareja
de padres. “Los estupefacientes son una
salida desesperada. Mejor que hable con un profesional. El muchacho está muy
mal”.
Ya de vuelta en la
casa, progenitores y joven, también con la presencia de la hermana, hablaron a
calzón quitado. Sebastián confesó que hacía tiempo pertenecía a los Crazy worms, pero que no se atrevía a contarlo,
porque eso sería un problema.
“Bueno, si te gusta el rock, ¡adelante! Pero te recomiendo actuar con
mucha discreción, quizá con máscara. Sería una vergüenza que te reconocieran
por allí. ¿Te imaginas? De un angelical coro eclesiástico a una banda satánica”,
dijo Miguel.
“Pero… ¡no es una banda satánica!”, se apuró a aclarar Sebastián. Del
consumo de drogas no se habló mucho. Solo la recomendación de no volver a
hacerlo y “por favor, por el amor de dios
nuestro señor todopoderoso”, que esto no trascendiera. “Te aguantas, Sebas. ¡Te aguantas!”, dijeron
ambos padres. “En una familia perfecta
estas cosas no pueden pasar”.
“Además, sería bueno que te vayas alejando de ese tal Alejandro, o como
se llame el músico este”, dijo enérgico el padre.
Decidieron que el
aborto Mercedes lo haría en Venezuela. Ahí tenían gente conocida “de muy alto nivel, gente honorable”, y
nadie se enteraría en Bogotá. “Sería una
vergüenza. ¿Te imaginas qué espanto, hija?”, fue la reflexión de la
respetable familia Nariño.
Iría ella sola, en
avión. Allá la esperarían amigos. Si viajaban hija y padres, eso podía llamar
la atención. Ante todo, las cosas había que hacerlas con mucha precaución. “Nunca se sabe, pero de pronto en el
aeropuerto nos ven y comienzan las preguntas. Sería muy incómodo, ¿verdad?”,
reflexionaba Cristina.
Antes de partir, madre
e hija hablaron lo más honestamente que podían. Quizá nunca habían dialogado
con franqueza, como dos mujeres que se pueden contar sus problemas. Todo era
cosmético, cosa fingida. Siempre la sonrisa plástica, la máscara. “¿Y quién es ese tal Alejandro, hija, el
pelao que te dejó este regalito?”
La respuesta de
Mercedes galvanizó a doña Cristina. “Es
un buen tipo, de verdad, mamá. Es músico, y también estudia Letras en la Nacional.
De pronto hasta lo conoces. Usa un arete en su oreja izquierda y tiene muchos
tatuajes”.
“¿Y también pelo largo, agarrado en una colita?”
“Sí, exacto. ¿Lo conoces?”
“No, no. Es que… todos estos jóvenes se visten igual hoy día”. No
pudo evitar cambiar de color. Su hija lo notó. “¿Te pasa algo, madre?”
“Tranquila, hija. Estoy bien. No pasa nada. Lo que sí, me gustaría
hablar por teléfono con este muchachito. ¿Tienes su número?”
“¡¿Hablar con él?! ¿Para qué? Mejor olvidarlo, ¿no?”
“Me parece que sería bueno ponerlo en cintura, Mercedes. Y eso lo puede
hacer solo una madre”, agregó con convencimiento, con aire ceremonioso. De
ese modo, Cristina consiguió que su hija le pasara el dato. Cuando vio el
número, casi cae de espaldas.
La noche anterior al
planificado viaje de Mercedes, el padre les pidió tener una reunión familiar de
urgencia. Se reunieron los cuatro. Para mayor tranquilidad, les dieron el día libre
a las dos empleadas domésticas, asegurándose así que estarían solo ellos, los
miembros de la ilustre y ejemplar familia Nariño. Con aire solemne, serio, con
la cara tensa, Miguel dijo con voz enérgica:
“Ahora no importan los detalles, pero todos sabemos quién es Alejandro.
Suficiente con eso. Por diferentes motivos, los cuatro Nariño nos vimos
afectados por este perro hijo de la gran puta. Conclusión: hay que sacárnoslo
de encima”.
Se hizo un silencio
sepulcral. Ninguno de los cuatro se atrevía a mirar a los ojos a los otros. Después
de unos segundos que parecían siglos, Sebastián preguntó:
“¿Y cómo lo hacemos?”
Nuevo silencio tenso. Finalmente,
Mercedes agregó: “Conozco gente que se
encarga de esas cosas”.
“El fin justifica los medios. No se hable más del asunto”, expresó
circunspecta Cristina. “Cuando regreses
de Venezuela, nos ocupamos”.
Un mes después, el
cadáver de Alejandro Restrepo, 22 años, oriundo de Bogotá, aparecía desmembrado
en un paraje rural cercano a la ciudad capital. Los Nariño, por supuesto, continuaron
siendo una familia perfecta.
Bueno…, más o menos
perfecta, porque los problemas no faltan. En realidad, terminaron con
Alejandro, pero no con su legado.
El día del encuentro de
Cristina con el muchacho en su cubículo, no solo hubo un beso. Hubo sexo oral
sin protección de la profesora al estudiante. Eso, la glamorosa mujer no quería
ni pensarlo. Simplemente, lo borró. Jamás lo reveló a nadie. Por otro lado,
cosa de la que Sebastián nunca habló, ni siquiera con el personal que lo
atendió durante su internación, en varias oportunidades usó heroína. Lo peor es
que, para inyectársela, compartió la misma jeringa con Alejandro.
Algún tiempo después de
la aparición del cadáver del joven, a Sebastián le llegó el comentario de que
el líder de la banda –ya disuelta para ese entonces– había sido seropositivo.
Fue solo un comentario de pasada, no una aseveración, pero suficiente para
dispararle una angustiante preocupación.
Meses después lo
comentó con su familia. Era imposible saber si la noticia resultaba cierta.
Aunque se inhumaran sus restos –cosa absolutamente descartada, por otra parte– luego
de unas horas no quedan rastros del virus. La única forma de saber si alguno de
ellos era portador, consistía en realizarse una prueba de VIH. Como eso, dados
sus prejuicios, podría disparar sospechas, prefirieron seguir la vida como si
nada hubiera pasado. Pero en secreto –como siempre–, más allá de sus eternas
sonrisas plastificadas, la angustia los carcome día a día. De todos modos, para
las fotos que siguen subiendo con profusión a las redes sociales, continúan
siendo una familia perfecta.
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