De su época de pandillero arrastraba el pseudónimo: “Cloroformo” –porque durmió a uno de una patada, según decían quienes lo conocían–. Pero eso había sido hace muchos años; prefería ya no hablar del tema. Algunos tatuajes y varias cicatrices de riñas callejeras no podían ocultar ese pasado de todos modos. Ahora, borracho irrecuperable, se contentaba con comer cada noche de algún basurero. Lo que sacaba lavando algún carro no le daba para sobrevivir.
Hurgando entre
los desperdicios una noche encontró el maletín. ¡Más de 100.000 dólares! No lo
podía creer. Esas cosas no pasaban en la realidad, y menos a él, a quien la
vida lo había golpeado tanto. Un padre alcohólico, una madre prostituta, niñez
en la calle, reformatorios, luego la mara, más cárcel…, una buena noticia como
esa no parecía real. ¡¡100.000 dólares!! Nunca había visto tanta plata junta.
Urgente fue a
gastarla. Cerró el cabaret, ordenó whisky para todos y pidió tres mujeres. Se
emborrachó como nunca. Por supuesto, estuvo impotente, y de nada le sirvieron
las tres muchachas.
El dinero que
llevaba en la camisa quedó a la vista, y durmió desprotegido, a la intemperie
en el parque como lo solía hacer siempre, sólo cubierto con algunos papeles de
diario. Niños de la calle le robaron lo que le quedaba luego de la locura del
cabaret.
Unas horas más
tarde aparecieron los dueños del dinero. Eran cuatro, armados hasta los
dientes. Según se supo, eran de la banda del “Diablo”, uno de los más temidos
de aquella zona de la ciudad, tristemente famoso por su crueldad.
Tanta fue la
vergüenza que prefirió morir por las torturas de los narcotraficantes que
habían ocultado el maletín en aquel bote de basura cuando eran perseguidos,
antes de revelar que había perdido todo.
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