Me lo contó mi primo Fernando, a quien le creo todo. No tendría motivos para mentirme. Según me dice, él mismo lo vio con sus propios ojos.
Era diciembre;
por lo tanto, hacía bastante frío. La noche sin luna era tétrica. Pero Anacleto
había apostado y no podía dejar de cumplir.
Las
negociaciones, según me contó mi primo, habían sido largas, complicadas: no
quedaba claro si quienes lo desafiaban con la apuesta lo hacían en serio, o
todo era una tomadura de pelo. Lo cierto es que el reto cobró forma, y el
dinero se apostó de verdad.
“Clavar un clavo sobre la tumba
del finado Humberto Armengol”, habían pactado. Y debía ser en
una noche sin luna. Eso le daba más atractivo a la apuesta.
Exactamente a
medianoche Anacleto saltó la tapia del cementerio. Envuelto en su capa buscó a
tientas el sepulcro en cuestión. Los otros –incluido mi primo Fernando– miraban
desde fuera.
Con pocos
golpes de martillo hundió el clavo. Al comenzar a salir fue agarrado por algo
que le retuvo. Murió en el acto de un paro cardíaco. “¡La mano del muerto!”, exclamaron todos.
Luego se supo
que había clavado su propia capa, y al intentar caminar el clavo se lo impidió.
De más está
decir que nadie le devolvió el dinero a la familia de Anacleto. El silencio
sobre el asunto fue total, y recién ahora, después de más de diez años, mi
primo se atrevió a contármelo.
Aunque yo…, la
verdad, bueno…. ¿será que se clavó la capa…., o fue el finado Humberto?
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