Sida: (síndrome de inmunodeficiencia adquirido): síndrome que afecta el sistema inmunológico tornándolo deficiente, adquirido a partir del contagio por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). La definición es clara y no admite dudas.
Esta enfermedad produjo alrededor de 80 millones de
infectados desde que dio inicio en los años 80 del siglo pasado, cobrando casi
40 millones de vidas en todo este período. Diariamente más de 4.000 personas en
el mundo contraen ese virus, básicamente por relaciones sexuales sin la
correspondiente protección (97% de los casos, el resto se contagia por
compartir instrumentos contaminados –material quirúrgico, jeringas,
afeitadoras– o porque una madre infectada lo transmite a su hijo durante el
embarazo), produciéndose más de 2.000 muertes cada día por su causa. Aunque
gracias a los medicamentos antirretrovirales existentes la sobrevivencia una
vez adquirido el virus puede ser de años (más de 20, dependiendo de los casos),
incluso con una buena calidad de vida, indefectiblemente su tasa de mortalidad
es del 100%. Es decir: se trata de una enfermedad sin cura de momento. En
términos sanitarios estamos ante una grave pandemia muy lejos aún de ser
vencida.
Aunque se sabe claramente qué es el Sida, no se han generado
aún las políticas necesarias para revertirlo. En algunos lugares, como en el África
subsahariana, la infección llega a casi la mitad de la población total de
algunos países, condenada irremediablemente a morir. Serían necesarios 7.000
millones de dólares para poder revertir esta calamidad sanitaria, pero los
presupuestos destinados por los países desarrollados rondan apenas los 5.000 millones;
y en los países empobrecidos no hay recursos con los que enfrentar el problema.
No alcanza el dinero, y la crisis sigue creciendo. Curiosamente –lo cual puede
dar lugar a todo tipo de suspicacias– una enfermedad como el Covid-19, con una
tasa de mortalidad mucho menor que el VIH-Sida que no supera el 5%, movilizó de
una manera monumental a la humanidad completa, y en un tiempo récord –un año,
contra 10 a 15 como pasa en general con otros biológicos– contrariando todos
los protocolos de investigación, se tuvo la vacuna para inmunizar a la
población mundial completa. Curioso que quienes imponen los estándares
mundiales (que son siempre poderes del Norte capitalista) aplauden las vacunas
occidentales (Pfizer BioNtech, Johnson & Johnson, Moderna,
Oxford-AstraZeneca), desconociendo y/o torpedeando las chinas, la rusa y la
cubana (tan o más efectivas que las anteriores).
De todos modos, si bien se dispone de esta medida
sanitaria, los países acaudalados del Norte acapararon buena parte de la
producción, y aunque sus poblaciones están altamente vacunadas e incluso
recibieron dosis de refuerzo, la gran mayoría de la humanidad (el Sur global) tiene
problemas para acceder a las mismas (70% de población vacunada en Europa contra
8% en África), lo cual llevó al Director General de la OMS, Tedros Adhanom
Ghebreyesus, a decir que eso es una “locura
epidemiológica y moralmente repugnante”.
La salud, desconociendo lo que se había dicho en 1978 en la
histórica Conferencia Internacional sobre Atención Primaria realizada en
Alma-Ata, Kazajistán (por aquel entonces parte de la Unión Soviética), con su
lema “Año 2000: Salud para todos”,
vemos que cada vez más es un buen negocio para las grandes empresas
farmacéuticas. El personal sanitario (médicos en lo fundamental, y también
enfermeros, paramédicos, psicólogos, personal de apoyo, etc.) está
crecientemente preparado para diagnosticar y recetar. El consumo de
medicamentos crece día a día, aunque no así la calidad de vida de la población.
Según estudios consistentes, hasta un tercio de los medicamentos vendidos son
inoperantes: no sirven clínicamente, aunque generan ganancias a sus
fabricantes. Pero el VIH-Sida continúa presente, y si bien se han dado pasos
importantes en su prevención y tratamiento, aún resta muchísimo por hacer.
Terrorismo: aquí es más difícil dar una
definición. Se han aportado varias, pero los mismos ideólogos que lo debaten no
encuentran una versión convincente. Se dice que “se constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía
abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin reserva
o preocupación moral alguna”. En esa definición puede entrar de todo; extremando
las cosas, mantener una relación sexual sin protección, principal vía de acceso
al VIH. El Vaticano, por ejemplo, con su prédica de crítica a la contracepción,
abomina del uso de preservativos, con lo que está haciendo un llamado a
mantener la pandemia. ¿No sería eso terrorismo también?
En alguna Ley
antiterrorista de algún país latinoamericano puede leerse que “Comete
el delito de terrorismo quien con la finalidad de alterar el orden
constitucional, el orden público del Estado o coaccionar a una persona jurídica
de Derecho Público, nacional o internacional, ejecutare acto de violencia,
atentare contra la vida o integridad humana, propiedad o infraestructura, o
quien con la misma finalidad ejecutare actos encaminados a provocar incendio o
a causar estragos o desastres ferroviarios, marítimos, fluviales o aéreos”. Curiosa la
definición de “terrorismo”, porque siempre son terroristas quienes atacan el
orden constituido, con lo que queda blindada toda posibilidad de transformación
social, por atroz que sea la injusticia en juego. Protestar públicamente, entonces
¿es terrorismo? Los manifestantes que protestaban en el 2019 en numerosas
partes del mundo, ¿eran terroristas? ¿O lo son las fuerzas estatales que los
reprimieron con balas de goma apuntadas directamente a los ojos, como pasó en
numerosos países? Estas últimas, por supuesto, nunca quedan como “terroristas”,
pero sí los manifestantes. Curiosa esta definición, ¿verdad?
Para ampliar esa
confusión sobre el tema, digamos que también se habla de “terrorismo de
Estado”: lo que sucedió en numerosos países latinoamericanos durante los
álgidos años de la Guerra Fría, décadas de los 70 y 80 del pasado siglo, cuando
los propios gobiernos, utilizando fondos públicos (los impuestos de la
población) llevaron a cabo “guerras
sucias” con atentados contra la vida de numerosos personas, desaparición
forzada, torturas, masacres, entierros clandestinos colectivos, robo de niños,
violaciones sexuales sistemáticas, todo para “mantener el orden” y evitar “caer
en las garras del comunismo”. Las bombas que lanzan los palestinos son
terroristas; no así las que lanza el Estado de Israel. No hay dudas que esto
del “terrorismo”, distinto al VIH-Sida, no termina de convencer como
“concepto”. Los avionazos contra las Torres Gemelas de Nueva York en el 2001
fueron “actos terroristas”. ¿No lo sería también el bombardeo de Estados Unidos
y la coalición que formó contra Irak, donde murió más de un millón de civiles?
Según datos disponibles a nivel mundial, ese mal definido
terrorismo mata en promedio 12 personas diarias, contra 2,424 que produce el VIH-Sida.
Lo curioso es que el terrorismo ha movilizado buena parte de las últimas
guerras, impulsadas siempre por Estados Unidos y secundadas –casi
obligadamente– por la OTAN, con el forzado acompañamiento político de la Unión
Europea, que hace de “perro faldero” de la Casa Blanca. Pero si alguien se
beneficia de esas guerras es la industria militar del país americano. Pese a
tantas guerras antiterroristas, y una vez más “curiosamente”, el terrorismo no
termina. Pareciera, por el contrario, que no hay el más mínimo interés de
terminarlo. ¿Buen negocio para el complejo militar-industrial?
La invasión estadounidense a Afganistán en el 2001, pretendida respuesta
al atentado contra el Centro Mundial de Comercio en New York
el 11 de septiembre de ese año, marcó el formal inicio de la potencia en su
“guerra contra el terrorismo”. Esa fabulosa cruzada universal contra ese
flagelo, esa nueva “plaga bíblica” –que para el caso es siempre terrorismo islámico–
solo logró alimentar en forma creciente más y más grupos catalogados como
“terroristas”. Muy probablemente eso es lo que se busca por parte de
Washington, con lo que mantiene en movimiento perpetuo su maquinaria bélica. Dígase
de paso que los principales países “terroristas” tienen siempre, curiosamente,
petróleo, gas o minerales estratégicos en sus entrañas. En estos momentos, pese
a la dificultad de saber con exactitud qué es “terrorismo” (¿un grupo islámico
fundamentalista?, ¿un sindicato combativo?, ¿una manifestación popular de
protesta?, ¿un librepensador?, ¿un narcotraficante?, ¿el narcolavado?, ¿aquel
que llama al no uso del preservativo?), el gobierno de Estados Unidos mantiene
actividades antiterroristas en más de 80 países alrededor del mundo, con
ganancias de más de 300.000 millones de dólares anuales producto de la venta de
armas para combatir ese “mal”. Valga decir que mientras la economía mundial –salvo
la de la República Popular China– se contrajo alrededor de un 5% durante el 2020
debido a la pandemia de Covid-19, la industria bélica norteamericana (gigantes
como Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon, General Dynamics,
Honeywell, Halliburton, BAE System) creció en un 4,4%. Obviamente la supuesta
“guerra contra el terrorismo”, aunque produce infinita muerte y destrucción y no termina con el terrorismo –eso es
lo más importante: ¡no termina con el terrorismo!–, da suculentas ganancias a
algunos.
O hay un error en los cálculos, o evidentemente la
apreciación de los estrategas que formulan las hipótesis de conflicto se
equivocan, puesto que ven una mayor amenaza a la seguridad de la especie humana
en el impreciso “terrorismo” que en esta enfermedad del VIH-Sida. O, más
crudamente: el negocio en juego no permite objetividad. ¿Es realmente
prioritaria esa inversión en armamentos cada vez más sofisticados que la salud
de los infectados con el VIH?
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