Con
sus 24 años para muchos era ya el mejor director de orquesta sinfónica de la
historia, superior a Toscanini, a von Karajan, a Mehta o a Bernstein, los
grandes del siglo XX.
Oriundo
de Brasil, se había educado en Europa. Tenía muchas manías (obsesivo
compulsivo, lo habían diagnosticado): se lavaba más de 50 veces por día las
manos, usaba 4 toallas para bañarse, medía siempre su batuta antes de empezar a
dirigir -temía que no tuviera la longitud adecuada-). Era un perfeccionista
insoportable, un maniático chiflado para lo que no fuera música.
Nunca
había dirigido el Oratorio El Mesías, de Händel. Ahora lo iba a presentar en
Nueva York, con la Filarmónica de Londres y el Coro Monteverdi, dos de las
mejores agrupaciones del planeta. Contrariando a los productores, había exigido
ensayar un año exacto antes del estreno, a razón de 25 horas por semana. Nadie
pudo convencerlo que era demasiado. “La
presentación tenía que ser absoluta y radicalmente perfecta” decía. Nadie
podía contradecirlo.
El
último ensayo, el 15 de diciembre, había sido impresionante, espectacular. Al
día siguiente se embarcaron para la Gran Manzana, donde se presentarían.
Seguramente jamás se había logrado un amalgamiento tan perfecto entre
instrumentistas y cantores. Algunos críticos que habían escuchado el postrer
ensayo dijeron que “no se podía creer la
perfección obtenida, la rigurosidad técnica y la pasión expresiva”.
El
día anterior a la presentación, X. murió de un paro cardíaco en el hotel.
¿ALGUIEN
RECUERDA EL NOMBRE DE X?
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