En Guatemala ya es proverbial aquello de la «hora
chapina». Dicho de otro modo: no respetar los horarios, llegar cuando uno
quiere a una actividad pautada, demorarse una eternidad pero, básicamente,
hacer demorar una eternidad a quien nos espera sin la más mínima culpa.
Esto último constituye la cuestión distintiva y
sobre lo que se quiere llamar la atención ahora: después de una interminable
espera a la que se somete al otro con la «hora chapina», no hay ningún
remordimiento, ninguna culpa. A veces, ni siquiera un pedido de perdón o alguna
excusa. Y si se da alguna, es intrascendente, pues nadie la cree, y en
definitiva: sale sobrando. Pareciera que al presentar la expresión «hora
chapina» (si es con cara traviesa y gesto simpático, mejor aún), ya se dijo
todo; eso vale como explicación general de la demora, y asunto terminado.
Definitivamente, es una construcción cultural
hondamente arraigada. Como todas las construcciones culturales, entonces, de
difícil modificación. En otros contextos se vive lo contrario: los horarios son
estrictamente rígidos y no cabe la posibilidad de violarlos. Si ello ocurre
eventualmente, tiene el valor de catástrofe. La vez pasada, en los trenes de
Tokio, Japón, las autoridades se vieron obligadas a pedir perdón públicamente
porque un convoy partió con 20 segundos de adelanto. ¡Sí: 20 segundos de
adelanto! Quien está acostumbrado a la «hora chapina» no puede dimensionar algo
así. Como, de la misma manera, quien se apega estrictamente a los horarios convenidos
no puede terminar de entender por qué aquí se violentan siempre de esa manera
(no 20 segundos, sino largos minutos, a veces horas), y nadie se ofende ni
preocupa particularmente.
Eso es la cultura: algo incorporado que no se
piensa, que está en el origen de cada una de nuestras acciones sin necesidad de
reflexionar. En otros términos: lo que nos da identidad, aquello que nos
permite saber quiénes somos.
Así como para un japonés puede ser «normal»
(cotidiano, aceptado, no sujeto a crítica) la hiperpuntualidad (no pudiendo
concebir la tardanza, ¡y ni siquiera la anticipación!, lo exacto debe ser
exacto), para un chapín es absolutamente «normal», jamás sujeta a crítica, la
impuntualidad.
No obstante, hay numerosas muestras de rigurosa
puntualidad también en el escenario guatemalteco: los cines y los partidos de
fútbol respetan la hora estipulada, así como todo el tránsito aéreo o los
programas televisivos en vivo. Esto significa que no existe ninguna
imposibilidad real para cumplir los horarios; si ello no sucede, obedece a
otras causas.
¿Por qué esta cultura de la impuntualidad entonces?
¿Por qué la «hora chapina»? Proponer explicaciones superficiales, completamente
banales como «el tráfico», no llevan a ningún lugar. Décadas atrás, el tráfico
vehicular (en la ciudad capital o en las principales ciudades del país) no
presentaba el actual caos dramático, y sin embargo también había «hora
chapina».
Se ha intentado darle una explicación sociológica
al fenómeno, encontrando en las raíces fundamentalmente rurales de la población
la razón de este sistemático incumplimiento del horario. De esta forma, una
gran masa poblacional de origen campesino se movería con parámetros distintos
al ciudadano urbano: en lo rural los tiempos no se siguen con la medición del reloj
(invento urbano y occidental), sino con ciclos naturales (horas de luz y horas
de oscuridad, número de lunas, estaciones climatológicas). Eso es un intento de
entender las cosas, pero no termina de explicar en profundidad la dinámica, por
cuanto hoy la mayoría de la población ya es urbana, y la concomitante cultura
dominante no se fija por eventos naturales.
¿Por qué, entonces, la permanencia totalmente
normalizada de esta práctica cultural, donde el puntual sale dañado? (pues se
le hace esperar sin considerársele luego, «ninguneándolo», haciéndole
desaparecer como sujeto). Podría entenderse como expresión de una histórica
cultura de impunidad, donde el otro concreto no cuenta. Cultura que recorre
toda la historia nacional de cabo a rabo, desde los primeros conquistadores
hasta nuestros días («Vinimos aquí para traer la fe católica, para servir a su
Majestad y para hacernos ricos», declaró Bernal Díaz del Castillo en el siglo
XVI). La impunidad dominante significa que está establecido, aceptado, normalizado
que se puede hacer cualquier cosa, seguro que no habrá castigo. Es decir: las
leyes, la normativa que organiza la vida, son muy débiles. Todo se arregla de
otro modo, pudiéndose saltar el marco legal sin ninguna culpa. Como dijo el
asesor de un candidato presidencial: «Aquí rige la ley de las 3 P: plata, putas
o plomo».
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