martes, 25 de junio de 2019

LA HORA CHAPINA





En Guatemala ya es proverbial aquello de la «hora chapina». Dicho de otro modo: no respetar los horarios, llegar cuando uno quiere a una actividad pautada, demorarse una eternidad pero, básicamente, hacer demorar una eternidad a quien nos espera sin la más mínima culpa.

Esto último constituye la cuestión distintiva y sobre lo que se quiere llamar la atención ahora: después de una interminable espera a la que se somete al otro con la «hora chapina», no hay ningún remordimiento, ninguna culpa. A veces, ni siquiera un pedido de perdón o alguna excusa. Y si se da alguna, es intrascendente, pues nadie la cree, y en definitiva: sale sobrando. Pareciera que al presentar la expresión «hora chapina» (si es con cara traviesa y gesto simpático, mejor aún), ya se dijo todo; eso vale como explicación general de la demora, y asunto terminado.

Definitivamente, es una construcción cultural hondamente arraigada. Como todas las construcciones culturales, entonces, de difícil modificación. En otros contextos se vive lo contrario: los horarios son estrictamente rígidos y no cabe la posibilidad de violarlos. Si ello ocurre eventualmente, tiene el valor de catástrofe. La vez pasada, en los trenes de Tokio, Japón, las autoridades se vieron obligadas a pedir perdón públicamente porque un convoy partió con 20 segundos de adelanto. ¡Sí: 20 segundos de adelanto! Quien está acostumbrado a la «hora chapina» no puede dimensionar algo así. Como, de la misma manera, quien se apega estrictamente a los horarios convenidos no puede terminar de entender por qué aquí se violentan siempre de esa manera (no 20 segundos, sino largos minutos, a veces horas), y nadie se ofende ni preocupa particularmente.

Eso es la cultura: algo incorporado que no se piensa, que está en el origen de cada una de nuestras acciones sin necesidad de reflexionar. En otros términos: lo que nos da identidad, aquello que nos permite saber quiénes somos.

Así como para un japonés puede ser «normal» (cotidiano, aceptado, no sujeto a crítica) la hiperpuntualidad (no pudiendo concebir la tardanza, ¡y ni siquiera la anticipación!, lo exacto debe ser exacto), para un chapín es absolutamente «normal», jamás sujeta a crítica, la impuntualidad.

No obstante, hay numerosas muestras de rigurosa puntualidad también en el escenario guatemalteco: los cines y los partidos de fútbol respetan la hora estipulada, así como todo el tránsito aéreo o los programas televisivos en vivo. Esto significa que no existe ninguna imposibilidad real para cumplir los horarios; si ello no sucede, obedece a otras causas.

¿Por qué esta cultura de la impuntualidad entonces? ¿Por qué la «hora chapina»? Proponer explicaciones superficiales, completamente banales como «el tráfico», no llevan a ningún lugar. Décadas atrás, el tráfico vehicular (en la ciudad capital o en las principales ciudades del país) no presentaba el actual caos dramático, y sin embargo también había «hora chapina».

Se ha intentado darle una explicación sociológica al fenómeno, encontrando en las raíces fundamentalmente rurales de la población la razón de este sistemático incumplimiento del horario. De esta forma, una gran masa poblacional de origen campesino se movería con parámetros distintos al ciudadano urbano: en lo rural los tiempos no se siguen con la medición del reloj (invento urbano y occidental), sino con ciclos naturales (horas de luz y horas de oscuridad, número de lunas, estaciones climatológicas). Eso es un intento de entender las cosas, pero no termina de explicar en profundidad la dinámica, por cuanto hoy la mayoría de la población ya es urbana, y la concomitante cultura dominante no se fija por eventos naturales.

¿Por qué, entonces, la permanencia totalmente normalizada de esta práctica cultural, donde el puntual sale dañado? (pues se le hace esperar sin considerársele luego, «ninguneándolo», haciéndole desaparecer como sujeto). Podría entenderse como expresión de una histórica cultura de impunidad, donde el otro concreto no cuenta. Cultura que recorre toda la historia nacional de cabo a rabo, desde los primeros conquistadores hasta nuestros días («Vinimos aquí para traer la fe católica, para servir a su Majestad y para hacernos ricos», declaró Bernal Díaz del Castillo en el siglo XVI). La impunidad dominante significa que está establecido, aceptado, normalizado que se puede hacer cualquier cosa, seguro que no habrá castigo. Es decir: las leyes, la normativa que organiza la vida, son muy débiles. Todo se arregla de otro modo, pudiéndose saltar el marco legal sin ninguna culpa. Como dijo el asesor de un candidato presidencial: «Aquí rige la ley de las 3 P: plata, putas o plomo».

Una sociedad históricamente cimentada en la impunidad puede permitir «cagarse» en el otro con total tranquilidad: durante la época de Ubico el patrón de finca podía matar al «indio que se alebrestara» dentro de su propiedad y amparado por la ley. Años después –¡y ya firmada la paz!– el varón violador de una mujer que se casara con la misma quedaba libre de toda responsabilidad criminal, por ley. Y recientemente, un general condenado a 80 años de prisión por delitos de lesa humanidad sale libre al día siguiente de su sentencia por una maniobra oscura. En definitiva: si está en la historia este «cagarse» en el otro, la «hora chapina» no hace sino repetir el modelo vigente.


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