I
Luego
de cada proceso electoral suele decirse que “ganó el país” o “ganó la
democracia”. Más allá de esa banalidad –que, en realidad, no es tan banal, sino
que hace parte de la ideología dominante que encubre siempre la verdad de las
cosas: la democracia representativa en un engaño bien pergeñado para seguir
manteniendo la explotación de la clase trabajadora–, más allá de esa tontera
que se nos quiere hacer creer, se abre una pregunta básica: ¿qué sigue después
de todo el montaje de estas elecciones democráticas trilladas?
La
respuesta inmediata es: ¡nada ha cambiado! Y lo más patético de todo: ¡¡ni
puede cambiar!! Estas democracias formales son solo
un cambio de administración, de gerente (¿de capataz?). Los verdaderos factores
de poder (grandes empresarios, terratenientes, banqueros, y para el caso de
nuestros países latinoamericanos: la Embajada de Estados Unidos, auténtico
“poder tras el trono”) no cambian con ninguna elección. ¿Manda el pueblo? No
parece…. La democracia como supuesto “gobierno del pueblo” en todo caso, con
restricciones si se quiere, pero como experiencias verdaderas, se encuentra en
los socialismos reales, en las asambleas comunitarias, en los cabildos
populares, en los comités de base. Lo demás, lo que conocemos aquí, como dijera
Jorge Luis Borges, “es una ficción
estadística”.
Cada vez que un gobierno democrático (de estas
democracias formales, de cartón) intenta ir más allá de lo que le permite la
institucionalidad vigente y pretende tocar los verdaderos resortes del poder
(reforma agraria, nacionalizaciones, leyes populares demasiado “subidas de
tono”), viene el golpe de Estado. Pasó en Guatemala en 1944 (golpe de Estado de
Castillo Armas contra Jacobo Arbenz), pasó en Chile en 1973 (golpe de Estado
del general Pinochet contra Salvador Allende), pasó en Granada en 1983 (golpe
de Estado contra Maurice Bishop y su posterior ejecución), pasó en Haití en
1991 (golpe de Estado contra Jean-Bertrand Aristide por parte del militar Raoul
Cedras). Pasó incluso con procesos que simplemente buscaron mejoras en las
condiciones generales sin tocar nada profundo, como en Honduras en 2009 (golpe
de Estado técnico contra el presidente Manuel Zelaya, destituido), o en los
recientes gobiernos de Argentina y Brasil, acusados de corrupción y desplazados
del poder con elecciones bien organizadas donde se satanizaron las figuras de
los mandatarios Cristina Fernández o Lula y Dilma Roussef respectivamente.
En definitiva: con estas democracias donde se va a las
urnas cada cierto tiempo no cambia nada. El único que sigue perdiendo es el
perdedor eterno, el pueblo. O, si queremos ser más precisos, la clase
trabajadora, aquella que genera la riqueza que la clase dirigente se apropia:
obreros industriales urbanos, proletariado rural, amas de casa, trabajadores de
servicios, asalariados varios. No está de más recordar enfáticamente que los
trabajadores no somos “colaboradores” de esa supuesta “gran familia” que es la
empresa. Somos trabajadores, que no es lo mismo.
En
Guatemala acaba de haber elecciones. Anticipadas por cierto, pues el actual
gobierno, bastante jaqueado por la situación política que no encuentra salida,
vio en ese adelantar la primera vuelta para este 16 de junio una manera de
poner una válvula de escape al descontento popular. No está de más recordar
que, además de un malestar generalizado por la corrupción reinante en el país
(la administración del presidente Jimmy Morales se las ingenió para sacarse de
encima a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– de
Naciones Unidas, negociando con quien la financia, el gobierno de Estados
Unidos, cambiando impunidad garantizada por acatamiento fiel y absoluto de cada
pedido –¿orden?– de Washington). De esa cuenta, acaban de ingresar 300
militares estadounidenses a territorio guatemalteco con la supuesta finalidad
de apoyar en desastres naturales, aunque en realidad su verdadera misión es
ayudar a detener las migraciones. De Guatemala salen huyendo 200 personas
diarias con rumbo a Estados Unidos como migrantes irregulares, escapando de la
pobreza crónica, a la violencia, a la exclusión. Las elecciones, por cierto, el
cambio de administrador de turno, no puede terminar con eso.
II
No
sorprenden los resultados de esta primera vuelta electoral. Como indicaban las
encuestas previas, la candidata de la Unión Nacional de la Esperanza –UNE–,
Sandra Torres, puntea con alrededor de un 25% de preferencia del electorado.
Viendo
el conjunto del proceso electoral desde el campo popular, la situación se sigue
mostrando muy desfavorable para las grandes mayorías de a pie, porque esas
grandes masas continúan viviendo mal, con pobreza (60% bajo el límite
establecido por Naciones Unidas), en numerosas ocasiones teniendo que salir de
“mojados” hacia el Norte por la falta de oportunidades, padeciendo los rigores
de un capitalismo dependiente y subdesarrollado, con un Estado raquítico que no
atiende las verdaderas necesidades de su población (salud, educación, vivienda,
servicios básicos, tierras para los campesinos, microcréditos). El panorama se
sigue mostrando desfavorable porque, además de lo recién descrito, las
elecciones no permiten cambios sustantivos en la estructura política-económica
y social de un país. El nuevo mandatario (que asumirá recién el 14 de enero del
año próximo) no llegará para cambiar nada en lo sustancial. Tal como están las
cosas, en Guatemala y en cualquier país del mundo que la practique, la
democracia representativa es un ejercicio donde se cambia periódicamente de
administración (gerente), sin que se alteren en lo más mínimo las verdaderas
estructuras de base.
Guatemala
hace ya más de tres décadas retornó a este tipo de democracia formal luego de
décadas de dictaduras militares y guerra interna; con 10 presidentes habidos
(Vinicio Cerezo, Jorge Serrano Elías, Ramiro de León Carpio, Álvaro Arzú,
Alfonso Portillo, Oscar Berger, Álvaro Colom, Otto Pérez Molina, Alejandro
Maldonado, Jimmy Morales), los problemas estructurales se mantienen, similares
a los que dieron origen al conflicto armado en la década del 60 del pasado
siglo: pobreza extrema, exclusión social, racismo, patriarcado, corrupción,
impunidad, un Estado cooptado por mafias y grupos económicos cada vez más
ricos.
Para
estas elecciones, como dato curioso, aparecieron 19 candidatos presidenciales.
Ello podría hacer pensar en una tremenda fragmentación. Pero analizadas en
detalle las cosas, la derecha está unida como propuesta de clase, muy unida, siendo
la izquierda la fragmentada.
Por
lo pronto, días antes de las elecciones 15 candidatos a la presidencia,
excluidas las fuerzas de izquierda (los partidos Movimiento para la Liberación
de los Pueblos –MLP–, Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca –URNG-Maíz–, Winaq,
Convergencia y Libre) firmaron la “Declaración Vida y Familia”, comprometiéndose
a defender la familia y el matrimonio tradicional. Ello evidencia la ideología
profundamente conservadora y tradicionalista de la derecha nacional,
evidenciada en los partidos políticos contendientes en la justa electoral.
Podría decirse que el furioso espíritu anticomunista (conservador, clerical) de
la Guerra Fría aún sigue presente. Ello se manifiesta en el discurso
abiertamente antiprogresista que se ha venido dando en estos últimos tiempos,
donde cualquier atisbo de cambio o disenso (la misma ONU, el anterior embajador
estadounidense Todd Robinson, el actual Papa Francisco, la lucha por el aborto
o por los derechos de diversidad sexual) es visto como “comunista”, desestabilizador,
peligroso.
Aparentemente
los partidos de derecha están fragmentados, incluida la UNE (que, a lo sumo,
años atrás tuvo un perfil tibiamente socialdemócrata cuando fue gobierno, con
Álvaro Colom como presidente y Sandra Torres como Primera Dama, pero que es tan
de derecha como los otros). En realidad, en la derecha hoy día existen dos
bloques en pugna en cuanto a sus perspectivas políticas, pero que como clase
dominante no necesariamente se enfrentan: uno representado por una ideología
modernizante y amparado en algunos grandes grupos económicos, que se permite
financiar a algunos partidos de la izquierda electoral moderada, con un
lenguaje supuestamente anticorrupción. Otro, mucho más claramente conservador, apoyado
también por grandes grupos empresariales y capitales terratenientes, vehiculizado
por una corrupta clase política más otros sub-sectores (militares, crimen
organizado, empresariado ligado al Estado como contratistas, iglesias
neopentecostales), que no dudó un instante para cohesionarse y terminar con la
lucha anticorrupción enarbolada anteriormente por la CICIG. Derecha que dio en
llamarse “Pacto de Corruptos”. El fallecido ex presidente y alcalde capitalino
Álvaro Arzú, miembro de la más conspicua oligarquía tradicional, era su
principal exponente.
De
todos modos, esta supuesta fragmentación con innumerables fuerzas políticas
minúsculas, nuevas y desconocidas del público, con candidatos improvisados que
apenas sacaron porcentajes irrisorios en sus candidaturas presidenciales, no
muestra descomposición sino, en todo caso, una estrategia seguramente pensada
para la segunda vuelta electoral. Esta pulverización de grupúsculos puede
permitir un mayor número de diputados, con lo que la derecha ligada al llamado
Pacto de Corruptos podrá asegurarse seguir manteniendo el control del Poder Legislativo,
tal como lo tiene ahora.
III
La
que sí verdaderamente está fragmentada es la izquierda. El campo popular no
tiene referentes válidos, como producto de los terribles golpes sufridos
durante la guerra pasada. Es evidente que la “pedagogía del terror” instaurada
(200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, 669 aldeas masacradas con la estrategia
de tierra arrasada, miedo, ruptura de los tejidos sociales, torturas, cárceles
clandestinas, cultura de silencio impuesta) surtió efectos. Las organizaciones
populares y los grupos de izquierda aún aparecen muy tibios en la escena.
Prueba de ello fue lo acontecido en el año 2015, cuando a partir de un
descontento popular generalizado (expresado más en lo urbano que en lo rural),
que logró expulsar al por entonces binomio presidencial –sin dudas como parte
de una agenda preparada por Washington que buscaba en ese entonces con los
demócratas en la Casa Blanca una cruzada anticorrupción–, no hubo fuerza
política de izquierda capaz de retomar ese malestar para transformarlo en algo
más que protestas sabatinas fiesteras sin contenido político transformador,
yendo más allá de las vuvuzelas y el himno nacional.
El
campo popular y las fuerzas de izquierda, producto de ese anticomunismo
visceral que marcó largas décadas del siglo XX y que continúa vigente hoy, quedaron
diezmados luego de 36 años de guerra. Lo que fuera el movimiento guerrillero
revolucionario cayó en marasmo, fragmentándose, perdiendo su rumbo, siendo
cooptado por la democracia representativa y toda su maquinaria a prueba de
transformaciones, corrupta, politiquera, mafiosa. Esa dinámica
irremediablemente transforma a los luchadores sociales en engranajes del
sistema, siendo muy difícil salirse de esas circunstancias. El saco y corbata,
o los tacones y las joyas, alejan de la lucha popular. La prueba evidente es lo
que le pasó a la izquierda transformada en grupos políticos que entraron al
juego parlamentario: se aguaron, perdieron la fuerza revolucionaria de antaño,
pasaron a ser cómplices –a sabiendas o no– del sistema que combatieron alguna
vez.
Pero
en el medio de ese desánimo generalizado, que llevó a que prácticamente
desaparecieran algunas fuerzas ubicadas a la izquierda o que en elecciones
pasadas tuvieran magros resultados, surgió el Movimiento para la Liberación de
los Pueblos –MLP–.
Producto
de un largo trabajo de organización comunitaria desarrollado laboriosamente
durante años por el Comité de Desarrollo Campesino –CODECA–, el MLP, su
expresión política para la pugna en los marcos de estas democracias
representativas, logró en esta primera ronda un brillante 10% de preferencia
electoral con Thelma Cabrera como candidata, una lideresa campesina forjada en
luchas populares. Sumadas todas las fuerzas de izquierda (cuatro partidos, más el
MP), se obtuvo alrededor de un 20%. Definitivamente, no es poco. ¿Alcanza para
cambiar el curso de los acontecimientos? Por supuesto que no.
Es
más que seguro que el Pacto de Corruptos para la nueva vuelta electoral del 11
de agosto trabajará arduamente. El segundo más votado ahora, que pasa a la
ronda final, Alejandro Giammattei, es un actor político funcional a esa derecha
recalcitrante. También lo es Sandra Torres, pero por diversas razones (su
acendrado autoritarismo, el representar a sectores de nuevos ricos industriales,
el no ser miembro de confianza del Pacto de Corruptos, su presunto pasado
izquierdoso), la derecha más conservadora preferirá a Giammattei como el ungido
nuevo presidente.
Siendo
objetivos en la lectura de los acontecimientos: ¿quién gana con Sandra Torres o
Alejandro Giammattei? La clase trabajadora seguro que no. En todo caso, está
por verse cómo se reacomodan las fuerzas de la derecha. El Pacto de Corruptos
seguramente se sentirá más seguro, más a gusto con la figura de Giammattei, del
partido Vamos. Es muy probable que para la segunda vuelta ponga todas las
baterías para lograr no perder sus cuantiosas cuotas de poder actual, cosa que
la UNE de Sandra Torres no necesariamente le aseguraría. El actual partido de
gobierno con Jimmy Morales a la cabeza, el Frente de Convergencia Nacional
–FCE-Nación–, y lo que él representa: grupo de militares retirados ligados a la
guerra contrainsurgente y a negocios no muy santos, que ahora llevó como
candidato presidencial a un ex militar (Estuardo Galdámez), si bien quedó muy
lejos en la contienda, en tanto parte fundamental del llamado Pacto de
Corruptos tiene asegurada su impunidad, por cuanto los resortes del Congreso
los podrán seguir manteniendo, con la suma de todos esos pequeños partidos. En
definitiva, esa derecha recalcitrante que tiene cooptados numerosos espacios
del aparato estatal (Congreso, buena parte del sistema de justicia, el
Ministerio Público, la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT–,
numerosas alcaldías empezando por la de la ciudad capital) respira tranquila
porque ya se sacó de encima a la CICIG, se quitó de en medio a la anterior
“molesta” Fiscal General Thelma Aldana (a quien también le cerró las puertas
para presentarse a las elecciones) y todo indica que seguirá tranquilamente con
sus negocios.
Por
último, los grandes grupos económicos, ligados a la agroexportación, la
industria, la banca o los servicios, no pierden, pues son ellos, en definitiva,
los que financian (y manipulan) a la clase política. Ni tampoco pierden los
capitales transnacionales dedicados básicamente a la industria extractivista:
monocultivo para agrocarburantes, minería, centrales hidroeléctricas (estadounidenses
en lo fundamental), que actúan con el beneplácito del gobierno de turno. Ni
Sandra Torres ni Alejandro Giammattei modificarán nada de esto. Y la izquierda,
con su fragmentada presencia, no alcanzará para disputarle espacios ni
iniciativas políticas a esta derecha, más o menos corrupta, que sigue cooptando
el Estado, y en muchos casos, haciendo alianza con el crimen organizado
(narcoactividad, contrabando, tráfico de personas). Dicho sea de paso, según
datos de Naciones Unidas, esta economía non
sancta representa no menos de un 10% del Producto Bruto Interno –PBI– del
país. En un sentido general, los capitales (nacionales o internacionales,
tradicionales o emergentes) siempre salen beneficiados; el espectáculo
reiterado de las elecciones no altera en un ápice el asunto.
Ahora
bien: la buena actuación electoral del MLP, con alrededor de un 10% de
preferencia, en todo caso podría abrir un interesante escenario para las
fuerzas de izquierda, que podrán trabajar para unirse deponiendo protagonismos
personalistas, buscando incidir a futuro. Apoyar a la UNE en la segunda vuelta
puede ser lo “menos malo” para las mayorías. Pero eso, en definitiva, no trae
auténticas mejoras para las clases populares. Manejar el aparato de Estado, que
no es tener el poder, puede servir para algo, quizá para generar planes
asistenciales, paliativos (como ya lo hiciera la UNE en su anterior gobierno). De
todos modos, esos serían cambios cosméticos. Como siempre, las mayorías
populares dentro de este esquema de democracias con cuentagotas se ven forzadas
a elegir lo menos malo. Y de eso se tratará finalmente. No se puede esperar
mucho de ella, pero quizá vale la pena aprovecharla. La derecha mafiosa y
corrupta (nada ha cambiado realmente en la forma de hacer política), ya se sabe
que no es sino más de lo mismo.
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