Roberto no entendía en qué habían fracasado. Su esposa, Graciela, y él, eran normales padres de familia. Profesionales ambos, llevaban una vida relativamente tranquila.
Bueno...
"relativamente", dijimos, pues al llegar a la adolescencia su hijo
mayor, Sebastián, comenzaron los problemas. Los dos vástagos (el varón y la
nena: Sofía) habían sido siempre buenos alumnos, más aún Sebastián. Materialmente
no les había faltado nada. Si bien no vivían en la opulencia, los
ingresos como arquitectos de los dos padres les habían permitido una acomodada
vida de clase media.
A los 14 años Sebastián
probó su primer cigarro de marihuana. A partir de ahí, la carrera de adicciones
no tuvo freno. Pasó por todas las sustancias psicoactivas, llegando a conocer
la heroína en algún momento. A los 17 era ya un consumado adicto.
Sus padres ya no sabían
qué hacer, en especial Roberto, a quien más mortificaba la situación. Habían
probado con todo: psicólogos, psiquiatras, consejeros juveniles, internación en
centros de rehabilitación. En secreto, desesperada ya, Graciela había
consultado con un curandero de larga trayectoria en la ciudad. Pero nada había
resultado.
A Roberto le había
impresionado siempre aquello de la "necesidad de normas" con que
insistían los diversos psicoterapeutas que habían visitado. En otros términos,
"mano dura", según su particular modo de entender las cosas.
Con esa idea en la cabeza,
una vez llamó a Sebastián a su estudio. Para ese entonces el joven estaba
repitiendo por segunda vez su tercer año de bachillerato, y los estragos de las
drogas se dejaban ver en su rostro y en su forma de caminar.
"¿Qué pasó,
viejo?", preguntó el muchacho en actitud desafiante al entrar a la
oficina. Roberto, que hacía tiempo ya lo estaba esperando, repentinamente
esgrimió una pistola. La sorpresa de Sebastián fue mayúscula. Quedó
petrificado.
Con voz enérgica, el padre
se dirigió autoritario a su hijo:
"Ya hemos probado de
mil maneras para que dejes las drogas... ¡pero nada!". Fue elevando el
tono de voz. "Ya estamos cansados, tremendamente cansados tu madre y yo. Y
creo que no hay derecho que nos hagas sufrir tanto"-
Diciendo todo eso dirigió
el cañón de la pistola hacia la frente del joven, a quien no le salían las
palabras y tenía su frente bañada de sudor frío. Los sonidos entrecortados que
pudo balbucear no se entendieron.
"Es la última vez que
te lo digo: si vemos de nuevo que hay drogas... te vuelo la mano derecha de un
balazo, ¿entendiste?". Terminando de decir eso, el balazo certero entró
por el entrecejo del joven. La desesperación de Roberto fue indecible.
Años después, cuando lo
atendía en un sanatorio psiquiátrico en las montañas de M. -paraje de ensueño
rodeado de bosques fríos pero que no alcanzaba para detener tanto sufrimiento-
tuve ocasión de preguntarle por qué lo hizo, por qué disparó.
"No me lo va a creer,
doctor, pero solo quería darle un susto... ¡Me olvidé de poner el seguro!"
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