(Hallada en un baño público de una ciudad de Sudamérica)
Por razones de seguridad personal no puedo firmar esta
carta. Solo haré saber que soy sacerdote por convicción, soy latinoamericano,
hispanohablante y heterosexual. (Aclaro esto último porque, si bien hay voto de
castidad en nuestro “gremio”, el mismo no siempre se cumple; por tanto, hay hetero,
homo y bisexualidad. Pues bien: yo soy de los primeros).
¿Por qué decir todo esto? ¿Por qué hacer circular un
anónimo como el presente? Simplemente porque tengo necesidad de decirlo, de
sacarlo de mis profundidades. Dicho esto, alguien se preguntará si estoy mal
psicológicamente, si me encuentro angustiado. Más aún: alguien se inquietará
con lo que pueda decir. Pero…: ¡tengo que sacarlo! Sí, estoy angustiado, por
eso escribo y manifiesto lo que pienso, lo que siento. ¿O acaso un pastor de
almas no puede estarlo?
Me hice sacerdote por convicción. Provengo de un hogar
católico muy pobre; mi padre era albañil, mi madre lavaba ropa ajena, éramos
ocho hijos. Me crié en medio de un barrio precario, rodeado de violencia y
carencias. De joven entré al seminario, y si bien siempre me cuestioné aquello
del voto de castidad, lo terminé aceptando. Pero veo que hay allí un tema no
resuelto dentro de la institución. Por lo que sé, comenzó a regir en el siglo
XVI, a partir del Concilio de Trento; con anterioridad, los sacerdotes tenían
vida sexual. ¿Por qué a partir de ese magno evento se fijó la castidad como
condición para ejercer el sacerdocio? ¡Pamplinas! ¡¡Puras pamplinas!! (por
decirlo suavemente). Los curas seguimos teniendo sexo, pese a la pretendida
santidad que profesamos. Si eso se hizo en su momento por razones económicas
(porque eran demasiado los hijos de sacerdotes que reclamaban herencias), ya es
hora de cuestionárselo.
Yo, de hecho, he tenido sexo genital. Como hacían otrora
los monjes en Irlanda, que se acostaban con las monjas –las sub introductae–
para probar su autodominio (no consiguiéndolo en la mayoría de los casos, por
lo que hubo de prohibirse la práctica), yo también me acosté con hembra apenas
ordenado sacerdote para probar mi juramento. Y no aguanté. El canonista seglar
Torrubiano Ripoll ya lo dijo en 1930 en su obra “Beatería y religión”: “el
90% de los clérigos son fornicarios”. Estoy dentro de ese porcentaje, no lo
niego.
Una vez más: ¿por qué decir todo esto? Porque, hermanos,
estamos manteniendo una mentira. El papa actual, este seguidor del San Lorenzo
de Almagro y amante del tango, hombre prudente y recto que en su momento supo
oponerse a la dictadura que enlutó su país, ya lo entrevé: esto del celibato no
tiene futuro. Así, lo único que logramos es tener cada vez menos sacerdotes… ¡y
tener millones y millones que pagar por indemnizaciones por las violaciones de
menores!
Una vez, en algún país del istmo centroamericano, tuve
ocasión de ver una publicidad de preservativos que decía “¡Qué rico escoger!
(entre la vida y la muerte)”. Propaganda que me pareció atinadísima (por
el juego de palabras que contiene, por supuesto… ¡y por la verdad que encierra.
Porque… es rico, ¿no?). Pero la falsa moral que aún tenemos –de la que
nosotros, los prelados, somos hacedores en muy buena medida– hizo que la
quitaran rápidamente.
La feligresía en su conjunto, y nosotros sus pastores,
nos golpeamos el pecho por ciertos hechos como el aborto, o la infidelidad
conyugal, o el matrimonio homosexual…, pero las clínicas ginecológicas están
siempre abarrotadas por “procedimientos quirúrgicos de emergencia” (¿qué
serán?), los moteles están continuamente llenos, sin cuartos disponibles, y
cada vez hay más travestis en las calles siendo contratados por los llamados
“machos” heterosexuales, que los denigran de día pero los contratan de noche
(haciendo igual que con las prostitutas: prohibidas por la “buena moral” pero
utilizadas en secreto). ¿En nombre de qué unos cuantos ancianos (la jerarquía
vaticana me refiero), en general misóginos, que supuestamente no saben nada de
sexo dado su voto de castidad, pueden decretar lo que las mujeres deben hacer
con sus cuerpos? ¿En nombre de qué fijamos que ser “puta” es un pecado?, si los
más altos dignatarios de todas las instituciones –siempre varones– las
contratan? (habiéndolas de lujo para quien pueda pagarlas, y viejas arrugadas y
llenas de várices para el pobrerío). ¿Cómo es posible que todavía hoy, en medio
de una brutal pandemia de VIH-SIDA, sea posición oficial del Vaticano llamar al
no-uso del condón, que es el método que puede salvar de los contagios? ¿No es
eso un homicidio preterintencional?
¡Cuántas cosas deben revisarse! O mejor: ¡modificarse de
una vez!
Soy creyente, y no dejaré de serlo. Como dijo el teólogo
brasileño Fray Betto: “El escándalo de la Inquisición no hizo que los
cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio”. ¿Por
qué digo esto? Porque los abusos, injusticias, inequidades y monstruosidades
que se puedan haber cometido en nombre del Sumo Hacedor y de su hijo, Nuestro
Señor Crucificado, no quitan en nada la esperanza de construir un reino de la
equidad, de la felicidad, de la bonhomía. La institución religiosa, sabia en un
sentido, terriblemente injusta y opresora en otro, no resta fuerza a nuestra
creencia, a nuestra profunda convicción en la salvación, en el Reino de Dios en
la Tierra, en la posibilidad de un mundo justo y armónico, más allá de las
tremendas tropelías que pueda haber cometido (la Conquista de América, por
ejemplo, donde en nombre de la evangelización se mató y torturó a millones de
seres humanos; o la quema impiadosa de mujeres acusadas de brujas durante la
Edad Media europea. O el haber apoyado en un inicio al régimen genocida de
Hitler en la Alemania nazi).
El mundo actual, sin la más mínima sombra de duda, es
injusto. No solo injusto: es monstruoso. Se gasta más dinero en fabricar armas
y declarar guerras que en inversiones sociales para el bien de la humanidad. Se
prefiere dejar perder alimentos para que no bajen de precio antes de alimentar
al hambriento. ¡Eso es inmoral! Y en muchas ocasiones, hay que reconocerlo con
altura, nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana lo avala. Así
como avaló en su momento las monstruosidades del nazismo, o la caza de brujas,
o la condena de los homosexuales. Junto a una iglesia de los pobres y sufridos,
muchas veces la jerarquía de nuestra institución bendijo atrocidades,
dictaduras, infamias, estando al lado de los poderosos olvidando a quienes
realmente debe asistir: los más necesitados.
Pero todo eso no quita en nada nuestra fe. Creo en el
Señor y en la posibilidad de una sociedad planetaria más buena. Creo
profundamente en ello, aunque “sea absurdo”, como dijera Tertuliano en el siglo
III: Credo quia absurdum est. Y estoy hondamente convencido que ¡no es absurdo!
Más allá de taras que aún nos amarran, más allá de
prejuicios ancestrales y tabúes que nos condenan, más allá de un voto de
castidad hipócrita que casi ningún religioso o religiosa cumple, tengo fe
inconmensurable, inconmovible, monumental, que un mundo de mayor justicia sí es
posible. En realidad, ese mundo nos espera, y depende de nosotros saber
construirlo. El mensaje de Cristo fue ese: enseñarnos a construir un mundo de
igualdad y amor, no de bochornosas diferencias, no de idolatría del dinero y
del poder, no de justificaciones insostenibles de lo que no puede justificarse
como buen cristiano. No de la guerra (22 guerras cursan actualmente en el
mundo) sino de la paz.
Estoy bastante mal, bastante angustiado por todo esto,
por estas injusticias, por tanta mentira; tan angustiado, que llegué a pensar
en el suicidio. Pero un buen católico no hace eso. No me atrevo a reconocer que
tengo un hijo con una mujer casada, pero creo que es hora de ir sacándonos de
encima tanta hipocresía. ¿Cómo es posible que en nombre del amor, la justicia,
la democracia y no sé cuántas grandes y altisonantes palabras, la mitad de la
población mundial siga aún famélica? ¿Cómo es posible que un vehículo humano
llegue a Júpiter, pero no podamos resolver el problema del hambre en la Tierra?
¿Cómo es posible que aún se condene a alguien por su tendencia sexual? ¿Cómo es
posible que en nombre del progreso se masacre a nuestra Madre Tierra, solo para
seguir alimentando la voracidad del lucro económico de unos pocos
privilegiados?
Me lo pregunto, y quiero compartir la pregunta, porque
esto me angustia, me tortura: ¿Cómo es posible que aún alabemos ídolos
insustanciales como el dinero?, si, como dijo un cacique norteamericano: “El
día que se muera el último animal, se seque el último árbol y se evapore el
último río, ahí veremos que el dinero no se come”. ¿Qué monstruo hemos
construido y seguimos manteniendo? ¿Cómo es posible que matemos hermanos y
hermanas, les torturemos, les opaquemos, solo para alabar a ese falso dios?
Por todo ello, porque creo que hay que terminar con los
dobles discursos y la mentira, es que me atrevo a escribir esto, aunque aún no
me den los c… cositos esos… para firmarlo.
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