sábado, 28 de mayo de 2022

LO SABÍA…

Martin lo sabía. Desde el primer momento, siempre lo supo: ¡eso era imposible, un sueño afiebrado, una locura!

 

Lo sabía, y así lo decidió. O, al menos, eso creía. Su sensación era que él tomaba la última palabra, que esa era una decisión suya. Eso lo hacía sentir poderoso.

 

Más de alguna vez le habían dicho que había nacido para fracasar. Efectivamente, su vida era una larga suma de desaciertos, de fiascos. No era judío, ni tampoco comunista, ni homosexual, ni gitano…, pero había pasado dos largos años en el campo de concentración de Buchenwald. Nunca le pidieron perdón explícitamente. Ni él mismo podía explicarse por qué estuvo ahí… ¡Pero estuvo! Y no del lado de los alemanes, por supuesto, pese a ser todo un ario puro, rubio de ojos azules y más de un metro ochenta de altura con una piel tan blanca que llamaba la atención.

 

Terminado ese infierno, terminada la guerra, vinieron nuevos infiernos. Curiosamente Martin siempre sonreía con un aire bonachón. Jamás se lo veía triste. Pero nadie sabía tampoco qué sentía hondamente. Era muy reservado para sus cosas personales. Bien observada, su sonrisa, más que bonachona tenía algo de sarcástica. ¿De satánica quizá?

 

Con su esposa mantenía una relación muy superficial. Luego de engendrados los hijos, sus vidas sexuales eran muy pobres. Ninguno de los dos tenía relaciones por fuera del matrimonio, y en la pareja solamente se limitaban a cumplir con los ritos sociales mínimos que las circunstancias obligaban. De cierta forma, estaban separados sin estarlo. Ya había perdido la cuenta desde cuándo dormían dándose la espalda. Sus tres hijos, como no podía ser de otro modo por ser un producto suyo, también hacían parte de esta cadena de fracasos. O, al menos, así lo sentía Martin. La mayor, Ingeborg, era lesbiana –por supuesto, mantenido en el más riguroso secreto–; Klaus era alcohólico, y Berta quería meterse a monja. Él era católico, de lo que se sentía orgulloso. Pero tener una hija religiosa no era lo que más le satisfacía precisamente. En cierta forma lo sentía también como una derrota.

 

Klaus, con 23 años cuando sucedió la historia que estamos relatando, era ya desde su adolescencia un bebedor compulsivo. Su novia, Pauline –personaje central en lo que vendrá– lo había abandonado por eso. El muchacho había probado con varios trabajos, pero en ninguno duraba mucho. Pauline, jovencita adorable y que se había metido muy hondamente en el corazón de la familia, le dio innumerables ultimatos para que cambiara su conducta alcohólica, pero Klaus nunca lo hizo. Por el contrario, cada vez más se sumergía en el consumo.

 

La cercanía de Pauline con su suegro, Martin, había dado como resultado una gran confianza entre ambos. Se tuteaban con la más absoluta naturalidad, cosa llamativa para la época. Pauline llegó a contarle intimidades que ni siquiera a sus padres o hermanas confiaba. Del mismo modo, Martin se abrió completamente con la joven. También le compartía secretos, fantasías bien guardadas. Le hablaba de la frialdad de su matrimonio, de su eterna sensación de fracaso, de su falta de ánimo para la vida más allá de la bien estudiada sonrisa con que siempre aparecía.

 

Esa confianza fue dando lugar a sentimientos más potentes, menos “familiares” y más volcánicos. Para Pauline era la sensación de tener un padre-amigo con quien podía contar. Pero sin saberlo –¿o lo sabría?– fue abriendo la puerta para algo más. Pequeños detalles, inadvertidos quizá para quien viera la relación desde fuera, fueron construyendo un ámbito que desbordaba por mucho la simple familiaridad de un varón de más de cincuenta años con una jovencita veinteañera. Miradas cómplices, pequeños detalles como compartir los mismos cubiertos en la mesa, tirarse una bolita de nieve a la cara en gesto simpático, lágrimas que brotaban a veces cuando se sinceraban en la soledad de la salita del fondo de la casa, fueron dando lugar a un sentimiento que los comenzó a alterar.

 

Para Pauline, en verdad, nunca pasó de un extraño juego que, efectivamente, la alegraba, quizá la erotizaba en cierta forma –aunque ella prefiriese no enterarse–, pero del que nunca esperó más. Para Martin, sin dudas con una pesada historia de derrotas a sus espaldas, la presencia de esa joven era una fuente de vitalidad. Una vez le confesó, bañándose en lágrimas, que su vida se dividía en antes y después de conocerla. Ella tomó la confesión con cierta frialdad. Pero Martin comenzó a soñar.

 

“Soñar nos mantiene despiertos” leyó en algún libro de filosofía romántica, esos que el nazismo de años atrás había levantado como la gran creación intelectual aria. La frase pasó a ser la insignia de su vida: si la vida le resultaba tan trabajosa, tan pesada, mantener vivo un sueño le insuflaba energía. Una energía que le procuraba la más profunda de las satisfacciones.

 

Aunque ella no se dio por enterada, Pauline se transformó en lo más importante para Martin.

 

Si bien había roto con su hijo Klaus, quien seguía sumergiéndose día a día en el alcohol, la muchacha continuaba viéndose a diario con Martin. Ambos trabajaban en el mismo taller de orfebrería. Él era un avezado maestro en el asunto; ella una destacada aprendiz. Esa relación laboral los hacía verse cotidianamente. Pero hablaban muy poco en el trabajo, nunca más allá de lo estrictamente técnico, y sólo cuando era necesario; a veces pasaba toda una semana donde casi no se dirigían la palabra. Martin comenzó a escribirle cartas de amor.

 

Pauline las recibía con una actitud confusa: no las rechazaba abiertamente, pero tampoco las contestaba. Aunque, a veces, venían esas respuestas desconcertantes: un pequeño presente dejado para Martin en su mesa de trabajo –un chocolate, un caramelo–, o una sonrisa nada inocente, quizá un suspiro en su cercanía. Martin soñaba. “La vida fluye y nos da sorpresas”, afirmaba Pauline a veces. Para su amante secreto eso constituía ya una jurada declaración de amor. Aunque quizá fantaseaba muchísimo más de lo que la realidad le autorizaba. Pero esos sueños, tal como la frase del autor leído se lo recordaba a diario, lo mantenían despierto, vivo. Su vida había vuelto a tener sentido.

 

Como artesano joyero no era malo. Podría haberse independizado en algún momento y haber abierto su propio negocio, tal como su esposa se lo proponía. Su pusilanimidad, la sensación que fracasaría en el intento –como le sucedía con todo– se lo había impedido. Refunfuñando por lo bajo, había seguido siendo siempre un dependiente, con un salario que, si bien le permitía vivir, nunca lo había sacado de la relativa precariedad. Al aparecer Pauline hasta había soñado separarse de su mujer, proponerle matrimonio a la joven y abrir su propio taller. De todos modos, no pasó del sueño.

 

Klaus ya ni siquiera mencionaba a la que fuera su novia. El alcohol lo tenía atrapado. Eso era un puñal atravesado en el pecho para Martin, pero al mismo tiempo le dejaba la oportunidad de soñar con la que podría haber sido su nuera. Aunque al mismo tiempo, eso lo llenaba de culpa y vergüenza. Más de alguna vez había pensado cómo encarar a su esposa para decirle que estaba profundamente enamorado de esa muchacha. Sin embargo, ¿para qué decirlo, si la joven no lo tomaba como objeto amoroso?

 

El sueño no pasaba de quimera irrealizable. Él lo sabía. Desde el día en que descubrió que estaba enamorado de ella supo que eso no tenía futuro, que no podía ser, que era una locura. Pero… soñar lo mantenía despierto.

 

Era la década del 70, y ya para ese entonces se comenzaban a popularizar las escuelas de paracaidismo. Constituían aún un esnobismo, muy caro por cierto. De todos modos Martin tomó la decisión. Por supuesto lo hizo a escondidas de todos, también de Pauline. Simplemente le hizo saber que “algo grande estaba por venir”. La joven no entendió exactamente a qué se refería, pero pensó –¿esperó?– que Martin se decidiría a hacerle una propuesta amorosa. El desenlace que tuvo la historia no se lo imaginaba.

 

Martin lo sabía, lo supo siempre desde el primer momento. Simplemente estaba esperando la ocasión oportuna. ¡Y la ocasión había llegado!

 

Con unos ahorros secretos que tenía, disimulando muy bien toda la operación, comenzó a tomar sus cursos de paracaidismo. Asistía los sábados por la tarde, y armó todo de tal manera que no levantó ninguna sospecha en su familia. Tampoco a Pauline le comentó palabra del asunto.

 

Luego de un par de meses de entrenamientos, llegó el momento del primer salto. Llevaba los dos equipos, el principal y el de emergencia. Su instructor era sumamente puntilloso con cada detalle, y si algo no hubiera funcionado, sin dudas no le hubiera permitido abordar el avión. Por tanto, fue más que obvio que la decisión fue de Martin. No fue un error.

 

Con el ritmo cardíaco acelerado, sudando frío, saltó en tercer lugar, luego de dos jovencitos muy intrépidos. Él era apodado “el abuelo” en el grupo de los jóvenes paracaidistas. Eso no le preocupaba; por el contrario, le llenaba de orgullo. Ya en el avión, mientras llegaban a la altura propicia para el salto, se atrevió a comunicarlo a sus acompañantes: saltaba como parte de una promesa que se había hecho con su, por ahora, amante secreta, una jovencita de 22 años con quien, luego de esta primera experiencia en el paracaídas, se iría a vivir. La noticia dejó sorprendidos a todos. Recibió varias felicitaciones. “¡Viejo astuto!”, “¡Te envidiamos, viejo zorro!”, “¡Eres de los nuestros!”, fueron algunas de las palabras –ferozmente machistas– que recibió como aliento, como premio, como gesto de admiración.

 

Martin lo sabía, lo sabía desde el momento en que decidió tomar el curso, desde la primera clase. No se le olvidaba un solo detalle de las explicaciones, minucioso como era para todo. Si ninguno de los dos paracaídas se abrió, sin dudas no fue por accidente. Él lo sabía y lo tenía fatalmente calculado. Dijo luego el instructor que le comenzó acompañando en la caída, que tenía una cara de satisfacción cuando iba por el aire que le asustó: “no era una cara de humano. Parecía un ángel de esos que se ven en las iglesias, gozoso, pleno”, comentó aún impresionado por lo acontecido.

 

Nunca pudo demostrarse que fuera suicidio. No dejó carta alguna ni indicio que así lo permitiera pensar. Pero hubo un dato muy significativo: no fue Berta, su hija, la que finalmente se convirtió en religiosa. Fue Pauline.

 

En el diario personal que se pudo rescatar luego del incendio que consumió el convento, y del que Pauline –bautizada Sor Rita para su vida religiosa– pudo escapar milagrosamente, años después tuve la ocasión de leer que ella, aun siendo una laica, había escrito antes del fatídico salto: “quizá ya llegó el momento y se me declare. Si no, lo haré yo”.



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