Martin lo sabía. Desde el primer momento, siempre lo supo: ¡eso era imposible, un sueño afiebrado, una locura!
Lo sabía, y así lo decidió. O, al menos,
eso creía. Su sensación era que él tomaba la última palabra, que esa era una
decisión suya. Eso lo hacía sentir poderoso.
Más de alguna vez le habían dicho que
había nacido para fracasar. Efectivamente, su vida era una larga suma de
desaciertos, de fiascos. No era judío, ni tampoco comunista, ni homosexual, ni
gitano…, pero había pasado dos largos años en el campo de concentración de
Buchenwald. Nunca le pidieron perdón explícitamente. Ni él mismo podía
explicarse por qué estuvo ahí… ¡Pero estuvo! Y no del lado de los alemanes, por
supuesto, pese a ser todo un ario puro, rubio de ojos azules y más de un metro
ochenta de altura con una piel tan blanca que llamaba la atención.
Terminado ese infierno, terminada la
guerra, vinieron nuevos infiernos. Curiosamente Martin siempre sonreía con un
aire bonachón. Jamás se lo veía triste. Pero nadie sabía tampoco qué sentía
hondamente. Era muy reservado para sus cosas personales. Bien observada, su
sonrisa, más que bonachona tenía algo de sarcástica. ¿De satánica quizá?
Con su esposa mantenía una relación muy
superficial. Luego de engendrados los hijos, sus vidas sexuales eran muy
pobres. Ninguno de los dos tenía relaciones por fuera del matrimonio, y en la
pareja solamente se limitaban a cumplir con los ritos sociales mínimos que las
circunstancias obligaban. De cierta forma, estaban separados sin estarlo. Ya
había perdido la cuenta desde cuándo dormían dándose la espalda. Sus tres
hijos, como no podía ser de otro modo por ser un producto suyo, también hacían
parte de esta cadena de fracasos. O, al menos, así lo sentía Martin. La mayor,
Ingeborg, era lesbiana –por supuesto, mantenido en el más riguroso secreto–;
Klaus era alcohólico, y Berta quería meterse a monja. Él era católico, de lo
que se sentía orgulloso. Pero tener una hija religiosa no era lo que más le
satisfacía precisamente. En cierta forma lo sentía también como una derrota.
Klaus, con 23 años cuando sucedió la
historia que estamos relatando, era ya desde su adolescencia un bebedor
compulsivo. Su novia, Pauline –personaje central en lo que vendrá– lo había
abandonado por eso. El muchacho había probado con varios trabajos, pero en
ninguno duraba mucho. Pauline, jovencita adorable y que se había metido muy
hondamente en el corazón de la familia, le dio innumerables ultimatos para que
cambiara su conducta alcohólica, pero Klaus nunca lo hizo. Por el contrario,
cada vez más se sumergía en el consumo.
La cercanía de Pauline con su suegro,
Martin, había dado como resultado una gran confianza entre ambos. Se tuteaban
con la más absoluta naturalidad, cosa llamativa para la época. Pauline llegó a
contarle intimidades que ni siquiera a sus padres o hermanas confiaba. Del
mismo modo, Martin se abrió completamente con la joven. También le compartía
secretos, fantasías bien guardadas. Le hablaba de la frialdad de su matrimonio,
de su eterna sensación de fracaso, de su falta de ánimo para la vida más allá
de la bien estudiada sonrisa con que siempre aparecía.
Esa confianza fue dando lugar a
sentimientos más potentes, menos “familiares” y más volcánicos. Para Pauline
era la sensación de tener un padre-amigo con quien podía contar. Pero sin
saberlo –¿o lo sabría?– fue abriendo la puerta para algo más. Pequeños
detalles, inadvertidos quizá para quien viera la relación desde fuera, fueron
construyendo un ámbito que desbordaba por mucho la simple familiaridad de un
varón de más de cincuenta años con una jovencita veinteañera. Miradas
cómplices, pequeños detalles como compartir los mismos cubiertos en la mesa,
tirarse una bolita de nieve a la cara en gesto simpático, lágrimas que brotaban
a veces cuando se sinceraban en la soledad de la salita del fondo de la casa,
fueron dando lugar a un sentimiento que los comenzó a alterar.
Para Pauline, en verdad, nunca pasó de un extraño
juego que, efectivamente, la alegraba, quizá la erotizaba en cierta forma
–aunque ella prefiriese no enterarse–, pero del que nunca esperó más. Para
Martin, sin dudas con una pesada historia de derrotas a sus espaldas, la
presencia de esa joven era una fuente de vitalidad. Una vez le confesó,
bañándose en lágrimas, que su vida se dividía en antes y después de conocerla.
Ella tomó la confesión con cierta frialdad. Pero Martin comenzó a soñar.
“Soñar
nos mantiene despiertos” leyó en algún libro de filosofía
romántica, esos que el nazismo de años atrás había levantado como la gran
creación intelectual aria. La frase pasó a ser la insignia de su vida: si la
vida le resultaba tan trabajosa, tan pesada, mantener vivo un sueño le
insuflaba energía. Una energía que le procuraba la más profunda de las
satisfacciones.
Aunque ella no se dio por enterada, Pauline
se transformó en lo más importante para Martin.
Si bien había roto con su hijo Klaus,
quien seguía sumergiéndose día a día en el alcohol, la muchacha continuaba
viéndose a diario con Martin. Ambos trabajaban en el mismo taller de
orfebrería. Él era un avezado maestro en el asunto; ella una destacada
aprendiz. Esa relación laboral los hacía verse cotidianamente. Pero hablaban
muy poco en el trabajo, nunca más allá de lo estrictamente técnico, y sólo
cuando era necesario; a veces pasaba toda una semana donde casi no se dirigían
la palabra. Martin comenzó a escribirle cartas de amor.
Pauline las recibía con una actitud
confusa: no las rechazaba abiertamente, pero tampoco las contestaba. Aunque, a
veces, venían esas respuestas desconcertantes: un pequeño presente dejado para
Martin en su mesa de trabajo –un chocolate, un caramelo–, o una sonrisa nada
inocente, quizá un suspiro en su cercanía. Martin soñaba. “La vida fluye y nos da sorpresas”, afirmaba Pauline a veces. Para
su amante secreto eso constituía ya una jurada declaración de amor. Aunque quizá
fantaseaba muchísimo más de lo que la realidad le autorizaba. Pero esos sueños,
tal como la frase del autor leído se lo recordaba a diario, lo mantenían
despierto, vivo. Su vida había vuelto a tener sentido.
Como artesano joyero no era malo. Podría
haberse independizado en algún momento y haber abierto su propio negocio, tal
como su esposa se lo proponía. Su pusilanimidad, la sensación que fracasaría en
el intento –como le sucedía con todo– se lo había impedido. Refunfuñando por lo
bajo, había seguido siendo siempre un dependiente, con un salario que, si bien
le permitía vivir, nunca lo había sacado de la relativa precariedad. Al
aparecer Pauline hasta había soñado separarse de su mujer, proponerle matrimonio
a la joven y abrir su propio taller. De todos modos, no pasó del sueño.
Klaus ya ni siquiera mencionaba a la que
fuera su novia. El alcohol lo tenía atrapado. Eso era un puñal atravesado en el
pecho para Martin, pero al mismo tiempo le dejaba la oportunidad de soñar con
la que podría haber sido su nuera. Aunque al mismo tiempo, eso lo llenaba de
culpa y vergüenza. Más de alguna vez había pensado cómo encarar a su esposa
para decirle que estaba profundamente enamorado de esa muchacha. Sin embargo,
¿para qué decirlo, si la joven no lo tomaba como objeto amoroso?
El sueño no pasaba de quimera
irrealizable. Él lo sabía. Desde el día en que descubrió que estaba enamorado
de ella supo que eso no tenía futuro, que no podía ser, que era una locura. Pero…
soñar lo mantenía despierto.
Era la década del 70, y ya para ese
entonces se comenzaban a popularizar las escuelas de paracaidismo. Constituían
aún un esnobismo, muy caro por cierto. De todos modos Martin tomó la decisión.
Por supuesto lo hizo a escondidas de todos, también de Pauline. Simplemente le
hizo saber que “algo grande estaba por
venir”. La joven no entendió exactamente a qué se refería, pero pensó
–¿esperó?– que Martin se decidiría a hacerle una propuesta amorosa. El
desenlace que tuvo la historia no se lo imaginaba.
Martin lo sabía, lo supo siempre desde el
primer momento. Simplemente estaba esperando la ocasión oportuna. ¡Y la ocasión
había llegado!
Con unos ahorros secretos que tenía,
disimulando muy bien toda la operación, comenzó a tomar sus cursos de
paracaidismo. Asistía los sábados por la tarde, y armó todo de tal manera que
no levantó ninguna sospecha en su familia. Tampoco a Pauline le comentó palabra
del asunto.
Luego de un par de meses de
entrenamientos, llegó el momento del primer salto. Llevaba los dos equipos, el
principal y el de emergencia. Su instructor era sumamente puntilloso con cada
detalle, y si algo no hubiera funcionado, sin dudas no le hubiera permitido
abordar el avión. Por tanto, fue más que obvio que la decisión fue de Martin. No
fue un error.
Con el ritmo cardíaco acelerado, sudando
frío, saltó en tercer lugar, luego de dos jovencitos muy intrépidos. Él era
apodado “el abuelo” en el grupo de los jóvenes paracaidistas. Eso no le
preocupaba; por el contrario, le llenaba de orgullo. Ya en el avión, mientras
llegaban a la altura propicia para el salto, se atrevió a comunicarlo a sus
acompañantes: saltaba como parte de una promesa que se había hecho con su, por
ahora, amante secreta, una jovencita de 22 años con quien, luego de esta
primera experiencia en el paracaídas, se iría a vivir. La noticia dejó
sorprendidos a todos. Recibió varias felicitaciones. “¡Viejo astuto!”, “¡Te
envidiamos, viejo zorro!”, “¡Eres de
los nuestros!”, fueron algunas de las palabras –ferozmente machistas– que
recibió como aliento, como premio, como gesto de admiración.
Martin lo sabía, lo sabía desde el momento
en que decidió tomar el curso, desde la primera clase. No se le olvidaba un
solo detalle de las explicaciones, minucioso como era para todo. Si ninguno de
los dos paracaídas se abrió, sin dudas no fue por accidente. Él lo sabía y lo
tenía fatalmente calculado. Dijo luego el instructor que le comenzó acompañando
en la caída, que tenía una cara de satisfacción cuando iba por el aire que le
asustó: “no era una cara de humano.
Parecía un ángel de esos que se ven en las iglesias, gozoso, pleno”,
comentó aún impresionado por lo acontecido.
Nunca pudo demostrarse que fuera suicidio.
No dejó carta alguna ni indicio que así lo permitiera pensar. Pero hubo un dato
muy significativo: no fue Berta, su hija, la que finalmente se convirtió en
religiosa. Fue Pauline.
En el diario personal que se pudo rescatar
luego del incendio que consumió el convento, y del que Pauline –bautizada Sor
Rita para su vida religiosa– pudo escapar milagrosamente, años después tuve la
ocasión de leer que ella, aun siendo una laica, había escrito antes del
fatídico salto: “quizá ya llegó el
momento y se me declare. Si no, lo haré yo”.
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