La economía dominante de nuestras sociedades, el capitalismo, está enferma. No enfermó recientemente: nació enferma. Tiene un mal incurable, genético. Definitivamente: no tiene cura. Pero sigue respirando, aunque en su sobrevivencia mate de hambre y con bombas a millones de seres humanos, solo para mantener el privilegio de unos pocos.
Esa “enfermedad” se evidencia en la injusticia reinante
(aspectos estructurales: más de 20,000 personas muertas por falta de alimentos
diariamente a nivel mundial), en los descalabros coyunturales como las crisis
financieras que se viven cíclicamente (que pagamos, básicamente, los pobres,
mientras los Estados salen a rescatar a las grandes empresas en apuros), y en
términos de perspectiva histórica como especie: la destrucción de la
civilización es una cruel posibilidad, tanto por la catástrofe medioambiental
en curso como por la guerra nuclear total. Según se nos dice con conocimiento
profundo (la ecología es una ciencia ya ampliamente desarrollada), los actuales
modelos económicos de producción y consumo están produciendo desastres en el
medio natural con consecuencias catastróficas y probablemente irreversibles.
Actuar contra el capitalismo es actuar contra la injusticia, y más aún: es
actuar a favor de la sobrevivencia de la vida en nuestro planeta, la de los
humanos y la de toda especie animal y vegetal.
El capitalismo, guerrerista como es en su esencia, no
puede prescindir de las guerras. Eso lo alimenta, es una escapatoria para sus
crisis, es negocio. De hecho, en
Estados Unidos, la principal economía capitalista, una muy buena parte de su
producto bruto interno viene dado por la industria militar, y un alto
porcentaje de sus trabajadores se ocupa, directa o indirectamente, en esa
producción. Eso es una locura, sin salida, que nos tiene reservada la muerte
como punto de llegada… ¡Ese es el capitalismo más desarrollado! El año pasado, aún con el declive general de la
economía global (decaimiento de un 4.4% en el producto planetario), la
industria armamentística creció. ¡Viva la muerte!, podría decirse.
Valga este ejemplo: de activarse todo el arsenal atómico
disponible en este momento (que comparten unas pocas potencias capitalistas con
Estados Unidos a la cabeza junto a Rusia y China, las que detentan los sitiales
de honor en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas) no quedaría ninguna
forma de vida en el planeta. Más aún: colapsaría la Tierra, probablemente
fragmentándose, con efectos igualmente sensibles para Marte y Júpiter, en tanto
las consecuencias de la explosión llegarían a la órbita de Plutón…, pero todo
ese espectacular desarrollo científico-técnico no logra terminar con el hambre
en el mundo (un muerto por inanición cada 7 segundos). ¡Eso es el capitalismo!
Junto a esa catástrofe, cada vez se acrecienta más, ya en
forma alarmante, el deterioro del medio ambiente. “Cambio climático” es un tendencioso eufemismo que encubre la
verdad: el modelo depredador de desarrollo impulsado por el capitalismo ha
provocado desastres monumentales en nuestro planeta. Si el clima cambia, no es
por procesos naturales sino por la alocada intervención humana en búsqueda de
lucro, de ganancia económica. “No entiendo por qué nos matan a
nosotros, destruyen nuestros bosques y sacan petróleo para alimentar carros y
más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York”,
se preguntaba atónito un dirigente indígena ecuatoriano.
Todo esto afecta la salud humana. Distintas
voces vienen advirtiendo la posibilidad de pandemias cada vez más peligrosas,
dada la relación que la especie humana ha ido tomando con el medio ambiente. Al
considerar al mismo como una “infinita cantera a explotar”, el modo de
producción capitalista instalado hace ya algunos siglos ve en la Naturaleza
solo un recurso económico, obviando que el ser humano es parte de ese sistema
ecológico, y se está en un perpetuo equilibrio inestable. El consumismo
desaforado que se ha impuesto, la catástrofe medioambiental que eso conlleva,
la obsolescencia programada que hace que cada vez se desperdicien más y más
materiales, la producción industrializada de absolutamente todo, trajo como
consecuencia un cortocircuito entre el ser humano y su casa común, el planeta
Tierra.
Ya hace tiempo que se sabe que la pérdida de
biodiversidad producida por esta catástrofe ecológica que vivimos permite una
rápida propagación de nuevas enfermedades de los animales a los humanos. A
partir de los brotes de otros coronavirus aparecidos recientemente, el SARS en
2002 y el MERS en 2012, la comunidad científica viene advirtiendo sobre la
posibilidad de una pandemia mucho más extendida y, por tanto, más letal. Se
está ahora, con la pandemia de COVID-19, ante la crónica de un desastre
anunciado.
En el año 2016 la Organización
Mundial de la Salud había clasificado los coronavirus como una de las ocho
principales amenazas virales que debían ser investigadas, dándoseles un
adecuado seguimiento. Como a los grandes oligopolios capitalistas que manejan
la salud mundial no les interesaba el tema en ese momento, pues no reportaba
beneficios inmediatos, la cuestión salió de circulación. Por tanto, puede
decirse que la pandemia de este coronavirus era previsible, pero la voracidad
capitalista impidió que hubiera preparativos adecuados para afrontarla. Cuando
llegó, a inicios del 2020, la salida fue buscar la vacuna universal, lo cual,
evidentemente, se vio como una inconmensurable fuente de ganancias para esas
empresas, aún a riesgo de experimentar apresuradamente con seres humanos en una
escala global como nunca antes se había hecho. Ya conocemos la historia: el
pánico generalizado fue moneda corriente durante el 2020, y hacia fines de ese
año, aun saltándose todos los protocolos necesarios, aparecieron las “salvadoras”
vacunas. Las ganancias de los fabricantes son astronómicas, pero las pandemias
por venir ya tocan la puerta.
Sin embargo,
más que gastos en vacunas -velozmente puestas a circular sin las necesarias
medidas previas- y cuantiosas inversiones en pruebas diagnósticas y
medicamentos, se deberían priorizar medidas
preventivas para evitar nuevas pandemias. Esas son algunas de las conclusiones del
informe generado por el Grupo
de Trabajo Científico para la Prevención de Pandemias, equipo
creado por el Instituto de Salud Global de Harvard y el Centro para el Clima,
la Salud y el Medio Ambiente Global de la Escuela de Salud Pública T.H. Chan de
Harvard. “El cambio en el uso del suelo,
la destrucción de los bosques tropicales, la expansión de las tierras
agrícolas, la intensificación de la ganadería, la caza, el comercio de animales
silvestres, y la urbanización rápida y no planificada son algunos de los
factores que influyen en la propagación de virus con potencial pandémico”.
En otros términos: si son posibles nuevas pandemias, con modificaciones en la
estructura productiva y en el modo de consumo las mismas podrían evitarse.
Evidentemente, las respuestas más efectivas no son técnicas sino políticas. En
otros términos: no más capitalismo rapaz.
Dicho de otro modo: lo que
nos mata es el sistema vigente, el capitalismo. Aunque no proporcione fabulosas
ganancias a la empresa privada, la vida podría ser mucho menos agresiva,
injusta y desfavorable para las grandes mayorías humanas de todo el mundo si se
invirtiera más en prevención. La
catástrofe ecológica que padecemos, producto de ese sistema de producción y
consumo, parece que irremediablemente nos lleva a más pandemias. ¿Más vacunas
entonces, o menos capitalismo?
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