¿BICENTENARIO?
Estamos en el
año del Bicentenario de la independencia de Centroamérica. ¿Qué se festeja?
¿Qué pueden festejar la gran masa trabajadora de la región, los pueblos
originarios que perduran pese a la invasión española, las poblaciones que
siguen sufriendo los embates de la pobreza crónica, de las recientes guerras
internas, de la violencia cotidiana? Nada. El único festejo posible lo puede
desarrollar la élite criolla que hace 200 años se independizó de la Corona
hispánica, a la que ya no le debió rendir tributo, para convertirse en ama y
señora de estas tierras.
Quizá en
otras latitudes, como en Haití, la gran masa de empobrecidos haya tenido motivo
para celebrar el inicio de una república independiente, liberada de la
dominación colonial francesa en 1804 -segundo país del continente americano en
distanciarse de las potencias imperialistas europeas, luego de Estados Unidos-.
Allí una verdadera rebelión de esclavos negros alzó la voz y se independizó.
Eso, definitivamente, puede ser motivo de evocación actual por el pueblo
haitiano, una de las naciones más empobrecidas del planeta (¿sistemática
venganza histórica de las metrópolis capitalistas?). Contrariamente, aquí en
Centroamérica la gran mayoría desposeída no tiene mucho que celebrar.
En 1821 las
oligarquías de la región, con la guatemalteca a la cabeza, tomaron distancia
del Rey de España liberándose de la presión ejercida por la corona no pagando
ya impuestos. El pueblo de a pie, como siempre, fue convidado de piedra en ese
proceso. Para evitar su participación real y efectiva en ese hecho político, la
élite se apresuró a preparar las condiciones. Unas semanas antes de la formal
declaración de esa independencia, las principales familias aristocráticas
criollas de la Capitanía General de Guatemala -Aycinena, Beltranena- habían
desarrollado lo que se conoció como Plan Pacífico, donde explícitamente decían
que:
“La
aceptación del Jefe tendrá por primer efecto convocar una Junta Generalísima de
los vecinos (a pretexto de prevenir el desorden en caso de decidirse el pueblo
a la independencia)”.
En otros términos: cuidaban
especialmente que el “populacho” no pasara de ser solo una marioneta, que
festejase esa nueva condición de “libres” haciendo de comparsa de la élite,
evitando así toda radicalización de la medida (lo que sí había sucedido, por
ejemplo, en Haití). Curiosamente, lo cabildeado en secreto por la aristocracia
vernácula, días después se transformaría en discurso oficial, según el Artículo
1 del Acta de Independencia de 1821:
“Que
siendo la independencia del gobierno español la voluntad general del pueblo de
Guatemala, el señor jefe político la mande a publicar, para prevenir las
consecuencias que serían terribles en el caso de que la proclamase de hecho el
mismo pueblo”.
Con
la llegada de ese proceso, las cinco provincias de
la Capitanía General de Guatemala -Chiapas, Guatemala, San Salvador, Comayagua
u Honduras y la provincia de Nicaragua y Costa Rica- tomaron distancia de la
metrópoli hispana, pero en la dinámica interna no hubo ningún cambio
sustancial. La región siguió siendo productora de productos primarios para el
mercado externo, explotando en forma inmisericorde a las poblaciones locales, a
las que la oligarquía dominante cobraba impuestos, y de los cuales esa élite
estaba exonerada. Hoy, doscientos años después, en términos generales se puede
decir que eso no ha cambiado en su estructura. Los cinco países que actualmente
constituyen Centroamérica -las viejas Provincias Unidas del Centro de América-
son herederos de esa dinámica, presentando rapaces oligarquías que siguen
explotando despiadadamente una mano de obra sojuzgada, pagando muy pocos
impuestos, donde priman -salvo el caso de Costa Rica- Estados manejados como
fincas, siempre de espaldas a las necesidades populares, racistas y
patriarcales.
Festejar el Bicentenario,
dada esa dinámica, es saludar una historia de expolio de grandes mayorías y de
exclusión sistemática de los pueblos originarios, amparada siempre en una
visión visceralmente racista y patriarcal. Como la historia la escriben los
ganadores, es preciso tener una visión crítica de todo este proceso y no
terminar avalando estos festejos, escritos justamente por los ganadores: las
oligarquías locales.
La independencia
establecida en 1821 no varió el contenido profundo de la sociedad
centroamericana. Las clases dirigentes, básicamente terratenientes, salieron de
la esfera de dominio español, pero en pocas décadas entrarían en el ámbito de
la dependencia de la nueva potencia, que para mediados del siglo XIX ya despuntaba
como la gran dominadora de toda América Latina. Las trece colonias inglesas del
Norte de América en 1776 firmaron el Acta de Independencia de la Corona
británica, constituyéndose en los Estados Unidos de América. Su crecimiento
arrollador, sometiendo brutalmente a los pueblos originarios de la región y
expandiéndose por toda la geografía arrebatando territorio mexicano, en poco
tiempo colocó al nuevo país como una gran potencia. Tanto, que para 1824 su
entonces presidente, James Monroe, pudo formular lo que luego se conocería como
la Doctrina que lleva su nombre, sintetizada en la frase “América para los
americanos”. Se trataba de la demarcación de territorio que la nueva
potencia industrial, capitalista, levantaba ante los países imperialistas de
Europa. En otras palabras: Estados Unidos dejaba más que claro que el
continente americano le correspondía. En esa lógica, desde México hasta la
Patagonia, lo que hoy llamamos Latinoamérica, pasaba a ser su “patio trasero”.
Las élites locales, como la centroamericana, no tuvieron más alternativa que
acomodarse a esa nueva geopolítica.
Hoy, 200 años después de
ambos acontecimientos: independencia formal de Centroamérica y Doctrina Monroe,
la realidad nos muestra la verdadera cara del istmo: países tremendamente asimétricos
en el reparto de la renta nacional y totalmente dependientes -en lo económico,
político y cultural- de Washington. Por tanto, celebrar este Bicentenario
parece un chiste de mal gusto.
¿QUÉ ES CENTROAMÉRICA?
Los países que la componen funcionan
como bloque. Además de los geográficos, existe una cantidad de elementos que le
confiere unidad económica, política, social y cultural. Sus países, con
excepción de Costa Rica, presentan los índices de desarrollo humano más bajos
del continente, junto con Haití.
El área, comparativamente,
es muy pobre hoy; si bien cuenta con muchos recursos naturales, su historia la
coloca en una situación de postración y atraso enorme. Básicamente es
agroexportadora, con pequeñas aristocracias criollas -herederas en muchos casos
de los privilegios feudales derivados de la colonia- que por siglos han
manejado los países con criterio de finca. Entrado ya el tercer milenio y luego
de las feroces guerras de las últimas décadas, nada de esto ha cambiado
básicamente. Los productos primarios siguen siendo la base de la economía,
tanto para la subsistencia (maíz y frijol) como para la generación de divisas
en el extranjero: añil en su momento, luego algodón, café, azúcar, frutas
tropicales; recientemente palma africana destinada a la producción de
agrocombustibles. En los últimos años se dieron tenues procesos de
modernización, instalándose en toda la zona terminales industriales
maquiladoras aprovechando la barata y poco o nada sindicalizada fuerza de
trabajo. Por lo general los capitales comprometidos son transnacionales, no
representando esta industria del ensamblaje un verdadero factor de desarrollo a
largo plazo.
La llegada del
extractivismo en las últimas décadas, donde se fusionan inversiones nacionales
con grandes capitales transnacionales, ha empeorado la situación general. La
megaminería, las centrales hidroeléctricas y los agronegocios (producción de
especies vegetales -maíz, azúcar, palma africana- destinadas a los
agrocombustibles) proporciona escasos impuestos a los Estados nacionales,
llevándose el producto de la tierra y dejando territorios devastados, con
tremendos problemas de contaminación ambiental. En épocas recientes, con
distintos niveles pero, en general, como común denominador de toda la región, se
han ido incrementando los llamados negocios “sucios”: lavado de narcodólares y
tráfico de estupefacientes. Hoy la zona es un puente obligado de buena parte de
la droga que, proviniendo del sur, se dirige hacia los Estados Unidos. Esto ha
dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes mayorías
populares, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y políticos
ligados a actividades ilícitas, tolerados por los respectivos Estados, y a
veces manejándolos desde su interior.
Prevalece un campesinado
pobre, que combina el trabajo en las grandes propiedades dedicadas a la
agroexportación con economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la
tierra se caracteriza por una marcada diferencia entre grades propietarios
-familias de estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios
en su haber, descendientes directos de los conquistadores españoles de cinco
siglos atrás- y campesinos con pequeñas parcelas que, con primitivas
tecnologías, apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus necesidades.
En toda la región hay
presencia de población indígena, siendo Guatemala quien presenta mayor
porcentaje: alrededor de dos terceras partes. En este caso particular, creando
una dinámica social desvergonzadamente racista, siendo los pueblos mayas los
grupos más excluidos y marginados en términos económicos, políticos y sociales.
También hay presencia de población negra, de ascendencia africana (los antiguos
esclavos traídos a la fuerza a estas tierras como mano de obra brutalizada),
pero no en un porcentaje particularmente alto como ocurre en las islas del
Caribe. Su situación es igualmente precaria.
Para las poblaciones
locales, dada las dificultades económicas permanentes, una salida es marchar
-en general en forma irregular- a Estados Unidos como mano de obra no
calificada. De hecho, el ingreso de divisas dado por las remesas que cada mes
envían los emigrados, constituye para toda el área una de las principales
fuentes de sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias
coyunturales, ocupa el primer lugar). En tal sentido, dado que juega este papel
de punto de referencia obligado en las lógicas cotidianas y de largo plazo,
Estados Unidos es un elemento decisivo para entender la historia, la coyuntura
actual y el futuro del istmo centroamericano. De independencia, por tanto:
nada.
La injerencia política de
Washington en la región es notoria. Salvo Costa Rica -que merece un tratamiento
aparte- la historia política del istmo está marcada por dictaduras militares a granel,
siempre con Estados Unidos de por medio. Invasiones, complots y maniobras
desestabilizadoras se pueden contar por docenas. La CIA hizo su debut de fuego
con una campaña de acción encubierta en Guatemala, en 1954.
Ante todo ello, para los
años 60 del siglo pasado, surgieron alternativas revolucionarias de vía armada.
Las propuestas de cambio social levantadas por estos movimientos (en Nicaragua,
incluso, llegaron a adueñarse del poder, comenzando efectivamente un proceso de
transformación), le siguieron brutales represiones. Campañas de “tierra
arrasada” en Guatemala, los “contras” en Nicaragua, guerra sucia en El
Salvador, las bases de la Contra en la región de la Mosquitia hondureña, y en
su momento también en Costa Rica, ningún rincón del área centroamericana escapó
a la lógica bélica. La zona se puso al rojo vivo. El discurso militarizado
inundó la vida cotidiana. La guerra nuclear de los misiles soviéticos y
estadounidenses que nunca llegaron a dispararse se libró, entre otras formas, a
través de las guerras de guerrillas y las tácticas contrainsurgentes en las
montañas de Centroamérica. Los muertos, claro está, fueron centroamericanos.
AHORA: ¿MÁS DE LO
MISMO? ¿HACIA DÓNDE VA CENTROAMÉRICA?
La Guerra Fría terminó. El
bloque soviético ya no existe. Los ideales socialistas, aquellos que pusieron
en marcha a los movimientos guerrilleros, hoy están, si no desechados
totalmente, al menos en proceso de observación (¿en terapia intensiva?). De
todos modos, las causas estructurales que motivaron aquellas respuestas armadas
por parte de los grupos más avanzados políticamente en los distintos países de
América Central, aún persisten. En Nicaragua, donde uno de esos grupos fue
poder y manejó el país por espacio de una década con un proyecto transformador,
las causas profundas generadoras de pobreza persisten -aunque ya no esté la
familia Somoza-. De aquel cambio iniciado en su momento, hoy queda muy poco.
La Guerra Fría que se
expresó en Centroamérica a través de las guerras que desangraron sus países por
años, ya es parte de la historia; pero las secuelas de esas guerras ahí están
todavía, y seguirán estando por mucho tiempo. En realidad, terminada la gran
puja entre los dos modelos en disputa con el triunfo de uno de ellos y la
desaparición del otro, no se resolvieron los problemas de fondo que mantuvieron
enfrentadas a esas dos cosmovisiones. A partir de ese final, siguieron las
agendas de paz. Agendas que, en todo caso, no hablan tanto de los procesos de
superación de diferencias en los espacios locales donde los conflictos se
expresaban abiertamente (como en Oriente Medio, o en el África subsahariana),
sino de la necesidad y/o conveniencia de las potencias -Estados Unidos a la
cabeza- de eliminar zonas calientes, problemáticas. A su vez las guerrillas firmaron
la paz, en realidad, porque no tenían otra salida ante el nuevo escenario
abierto. Las políticas neoliberales amarradas a esas agendas de pacificación
profundizaron las contradicciones e injusticias históricas de la región.
Decir que Centroamérica entró
en un período de paz es, cuanto menos, equivocado. Quizá: exagerado, pues
oculta la realidad cotidiana. El hecho de no convivir a diario con la guerra
innegablemente es un paso adelante. Pero hoy siguen muriendo niños de hambre, o
mujeres en los partos sin la correspondiente atención, o por la pandemia de
COVID-19 dado el colapso de los sistemas públicos de salud, o por la desbocada
delincuencia cotidiana. Todo esto muestra la violencia imperante. Visto el
fenómeno a la luz del análisis histórico es evidente que las guerras vividas en
la región tienen como su causa el hambre, la desprotección, la exclusión, en
definitiva. Y esto no ha cambiado. Sin vivir técnicamente en un
abierto conflicto armado, la zona sigue siendo de las más violentas del mundo.
Nuevos actores (crimen organizado, narcotráfico, pandillas juveniles), sobre la
base de un trasfondo de inequidades históricas que nunca se modificó, son los
elementos que hacen de la región un lugar difícil, complejo.
Ante este panorama, los
escenarios a futuro que se vislumbran para la región no son muy alentadores.
Terminaron los conflictos armados locales, las sociedades se desangraron, los
países sufrieron enormes pérdidas materiales, pero no cambiaron su estatus de
“bananeros”. El área sigue siendo la más pobre de América, estando entre las
más pobres del mundo. Los tenues procesos de integración centroamericana no
parecen una opción sólida para la mejora de las mayorías. Los procesos de
integración impuestos por Washington no se ven como oportunidades para un
desarrollo genuinamente armónico y equilibrado para todos. Las democracias se
muestran raquíticas, y corrupción e impunidad siguen dominando lo cotidiano. No
se ven alternativas ciertas a todo esto, no destacan propuestas sólidas desde
el campo de las izquierdas.
Lo que se va dibujando como
alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos
(movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus territorios
ancestrales, aquellos justamente donde entró impune el extractivismo
depredador. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido
estricto desde un enfoque socialista, constituyen una clara afrenta a los
intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales.
En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue
levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas.
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