Algunas décadas atrás, cuando a nivel mundial se conjugaron una serie de elementos que presentaban un panorama favorable a las fuerzas progresistas (avance del pensamiento de izquierda, movimientos populares en alza, guerrillas de orientación marxista, mística guevarista, mayo francés, teología de la liberación), era pensable que la toma del poder y la construcción de un mundo nuevo concebido desde ideales socialistas de justicia estaban a la vuelta de la esquina. Los años 60 y 70 del siglo pasado, quizá con un aire excesivamente triunfalista –pero honesto, saludable, para echar de menos y reivindicar hoy día– lo permitían deducir: las causas populares y de justicia avanzaban impetuosas.
En estos momentos, bien entrado ya el siglo XXI, aquella
marea de cambio que se mostraba imparable no existe. No sólo eso: muchos de los
avances sociales conseguidos durante los primeros años del siglo XX hoy día se
han revertido, en tanto que el ambiente dominante a escala planetaria se
pretende que sea, al menos desde los poderes centrales que dictan las políticas
globales, despolitizado, desideologizado, “light”. La pandemia actual viene a
reforzar esa situación de postración para las grandes mayorías populares.
El sistema capitalista, de quien se anunciaba
victorioso estaba por caer –eso se creía con profunda honestidad– no cayó.
Lejos de ello, se muestra muy vivo, activo, vigoroso. De la Guerra Fría que
marcó a sangre y fuego por largos años la historia global, fue el capitalismo
quien salió airoso, y no la propuesta socialista. El muro de Berlín, símbolo de
esa confrontación justamente, se terminó vendiendo por trocitos como recuerdo
turístico. Y de las posiciones ideológicas de izquierda que definieron buena
parte de los acontecimientos del siglo XX hoy parecieran quedar sólo algunos
sobrevivientes, pero no son las que marcan el ritmo de los acontecimientos.
Vistas así las cosas, el panorama pareciera sombrío.
En un sentido, lo es. Las represiones brutales que siguieron a esos años de
crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de muertos,
desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas durante las últimas
décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la emblemática
Margaret Tatcher “no hay alternativas”
como telón de fondo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos
que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de
desmovilización, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no
quiere decir que la historia está terminada. La historia continúa, y la
reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue
presente. Ahí están nuevas protestas
y movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos
referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha
reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de
nuevos frentes: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual,
la lucha por el medio ambiente.
De todos modos, aunque es cierto que las luchas
reivindicativas no terminaron –ni es posible que terminen, porque son el motor
de la historia precisamente–, están adormecidas. En términos generales lo que
se ha inoculado en la cultura política de la población planetaria es el
conformismo, la cultura “light”, la mansedumbre. Eso marca el momento actual. Las
políticas neoliberales de estas últimas décadas sirven para acallar protestas:
se trabaja cada vez más sin prestaciones sociales, sin sindicatos, en condiciones
de mayor pauperización, y no hay que protestar porque se puede perder el escaso
trabajo. En ese sentido, el capitalismo no está muerto. Las ganancias
capitalistas, pese a la pandemia, siguen creciendo.
El sistema, que sin ningún lugar a dudas no puede solucionar todos los
problemas humanos que hoy día ya son solucionables gracias al desarrollo
científico-técnico, no está agotado. Con varios siglos de existencia, sabe
arreglárselas muy bien para permanecer de pie. En la guerra contra el
socialismo, hoy por hoy va ganando. Pero eso no es una buena noticia para la
humanidad, porque la prosperidad de unos pocos asienta en las penurias de las
grandes mayorías planetarias. Después de la pandemia no se ve, al menos en
principio, un horizonte post capitalista. Al contrario, todo augura más
capitalismo, con una super potencia en declive disputando la hegemonía mundial
con otras dos super potencias (con capitalismo de Estado y capitalismo mafioso
una, con socialismo de mercado la otra). Las guerras no han desaparecido de la
historia, sino que siguen siendo una cruda realidad, y la posibilidad de un
holocausto termonuclear está siempre abierta. Ante este mundo y la nueva
normalidad que se avecina, con este “Gran Reinicio” que los capitales
occidentales propician, la clase trabajadora mundial no puede sentir ninguna
alegría. Si nuevas pandemias podrán venir, y la salud seguirá siendo un bien
comercializable, el camino capitalista es un callejón sin salida. Por tanto,
como gran tarea pendiente, estamos llamados a construir algo distinto, una
alternativa a este modo de producción basado solo en el lucro, que prescinde
tanto del ser humano –a quien transforma en esclavo asalariado, o lo desecha
producto de la robotización– o se lleva por delante la naturaleza, olvidando
que hay un solo planeta, que nuestra casa común no es una infinita cantera para
explotar. Entonces: el sistema no está en fase de agonía, sino
que se ha transformado en un “viejo mañoso”, aún con mucha energía.
¿Por qué “viejo mañoso”? Porque está dando renovadas
muestras que “se las sabe todas”, y con aire mafioso no sólo sobrevive como sistema,
sino que aún no se le ve final a la vista. Y peor aún: que para seguir
sobreviviendo apela a cuanto juego sucio podamos imaginarnos, de lo más
deleznable, bajo y ruin, pero siempre presentado como políticamente correcto.
Es un dato muy importante, y que en términos
estratégicos de mediano plazo marca un escenario desconocido años atrás: el
capitalismo de las que hasta hoy son las potencias, Estados Unidos y Europa, ya
no está creciendo más, sino que se recicla. La potencia juvenil de los primeros
burgueses de las ciudades medievales europeas, la potencia de los primeros
cuáqueros llegando en el Mayflower a la tierra de promisión americana, todo eso
ya no existe. En todo caso el nuevo capitalismo chino está dando muestras de
una vitalidad ya perdida en los puntos históricos de desarrollo. Aún es un
misterio cómo se seguirá comportando este nuevo capitalismo (o socialismo de
mercado), si seguirá los mismos pasos seguidos por las potencias tradicionales
(incluyendo a Japón), transformándose en un nuevo imperialismo guerrerista, tal
como todos los crecimientos capitalistas considerables terminaron dando como
resultado, o es una variante digna de ser observada con detenimiento. ¿Espejo
donde pueda mirarse la gran masa de trabajadores y empobrecidos del mundo?
Quizá no por ahora. Lo cierto es que en los países históricos del sistema (y en
Estados Unidos más aún, líder de ese arrollador crecimiento de la empresa
privada por más de un siglo), todo indicaría que se está involucionando. Pero
no desapareciendo.
¿Qué significa esto? Que el capitalismo, como sistema
desarrollado hasta niveles descomunales en cuanto a lo técnico, encontró un
límite y se ha comenzado a dedicar cada vez más a sobrevivir, permítasenos
decirlo así: en la holgazanería. La creatividad industrial, que por supuesto no
ha muerto, se va trocando hacia formas de parasitismo social, fabulosas para
los grandes poderes, pero inservibles para la población, y para el sistema
mismo. La savia productiva se va viendo reemplazada por la especulación
financiera, y entre los negocios más redituables van consolidándose los ligados
a la destrucción: las armas, la guerra, el narcotráfico. En ese sentido,
entonces, el capitalismo no está muerto, pero sí severamente enfermo, aunque
pueda sobrevivir por mucho tiempo más aún.
La crisis financiera actual viene a resaltar los
límites infranqueables del sistema: desde un esquema capitalista, que se basa
sólo en la obtención de ganancia empresarial a cualquier costo y nada más, la
inercia misma del sistema hace prescindible a la gente y lo único que interesa
es la acumulación. Esta lógica se independiza y se mueve sola, casi con la
lógica de una máquina automatizada. El sistema no puede reparar en la gente de
carne y hueso; eso no importa, es prescindible, no cuenta al final del proceso.
La acumulación capitalista llega a tal nivel de autonomización que lo más
importante puede llegar a ser la muerte, si es que eso “da ganancia”. Tan es
así que el actual modelo capitalista lo demuestra con creces: la guerra, la
muerte, los negocios sucios como el trasiego de estupefacientes, son su energía
vital. Y cada vez más. Uno de los pocos negocios que creció durante la pandemia
fue, justamente, la industria militar (junto a la banca, las farmacéuticas y
los ligados a inteligencia artificial).
El capitalismo chino, segunda economía a escala
planetaria y siempre en ascenso, aún en plena crisis financiera de los grandes
centros capitalistas históricos, de momento no muestra estas características
mafiosas. Seríamos quizá algo ilusos si pensamos que ello se debe a una ética
socialista que aún perduraría en el dominante Partido Comunista que sigue
manejando los hilos políticos del país. En todo caso responde a momentos
históricos: la revolución industrial de la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX
China recién ahora la está pasando, al modo chino por supuesto, con sus
peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia, ante todo). Queda
entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese proyecto. Pero lo que
es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya envejecido se mueve cada
vez más como un capo mafioso, como un
“viejo mañoso”, pleno de ardides y tretas sucias. Entre las actividades
comerciales más dinámicas hoy día a nivel mundial se encuentran la producción
de armas y el tráfico de drogas ilícitas. Y los dineros que todo eso genera
alimentan las respetables bolsas de comercio que marcan el rumbo de la economía
mundial al tiempo que se esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En
ese sentido, la enfermedad estructural define al capitalismo actual.
Si el negocio de la muerte se ha entronizado de esa
manera, si lo que duplica fortunas inconmensurables a velocidad de nanotecnología
es la constante en los circuitos financieros internacionales, si en una simple
operación bursátil se fabrican cantidades astronómicas de dinero que no tienen
luego un sustento material real, si el capitalismo en su fase de hiper
desarrollo del siglo XXI se representa con paraísos fiscales donde lo único que
cuenta son números en una cuenta de banco sin correspondencia con una
producción tangible, si destruir países para posteriormente reconstruirlos está
pasando a ser uno de los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la
vuelta de cada esquina son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo
masivo mercadeado con los mismos criterios y tecnologías con que se ofrece
cualquier otra mercadería legal, todo esto demuestra que como sistema el capitalismo
no tiene salida.
Por supuesto que al sistema eso no le molesta
especialmente. “Si da dinero, eso es lo que cuenta”, es la macabra sentencia.
Así nació, creció y se globalizó el sistema. Así arrasó buena parte de la
naturaleza y diezmó culturas ancestrales, arrollando a su paso todo lo que le
significaba un obstáculo en su loca carrera por acumular. Pero hoy se ha
entrado en una nueva fase donde al sistema ya no le interesa sólo la producción
de bienes y servicios útiles para sus consumidores, pues lo único que lo mueve
es la continuación de esa acumulación. Y como el capitalismo tiene un tope en
tanto sistema en la producción de esos bienes, para seguir manteniéndose debe
generar nuevos espacios donde desarrollarse, donde seguir reproduciéndose. Es
así que va perfilándose este capitalismo de corte mafioso, este “viejo mañoso”
interesado en promover nuevos campos de consumo como las guerras y el uso
masivo de drogas
ilegales.
Esto no es un simple hecho anecdótico, una
transgresión, una travesura. La producción de guerras y la distribución
planetaria de drogas ilícitas pasaron a ser parte de una estrategia de
sobrevivencia del sistema, tanto porque genera las mayores cantidades de dinero
que alimentan la economía global como por los mecanismos de control
políticosocial y cultural que permiten. Esta nueva fase mafiosa que empieza a
atravesar el sistema, que ya viene perfilándose desde las últimas décadas del
siglo pasado, es la tónica dominante. China, con un capitalismo joven aún, no
requiere de estos mecanismos. Los grandes bancos europeos, y más aún, los
estadounidenses, ya han comenzado a hacer de ellos los engranajes que mantienen
vivo el sistema.
El capitalismo no está en crisis terminal. Convive
estructuralmente con crisis de superproducción, desde siempre, y hasta ahora ha
podido sortearlas todas. Estos nuevos negocios de la muerte son una buena
salida para darle más aire fresco. Lo trágico, lo terriblemente patético es que
el sistema cada vez más se independiza de la gente y cobra vida propia,
terminando por premiar el que las cuentas cierren, sin importar para ello la
vida de millones y millones de “prescindibles”, de “población sobrante”, población
“no viable”. Ello es lo que autoriza, una vez más, a ver en el capitalismo el
principal problema para la humanidad. Esto es definitorio: si un sistema puede
llegar a eliminar gente porque “no son negocio”, porque consumen demasiados
recursos naturales (comida y agua dulce, por ejemplo) y no así bienes
industriales (es lo que sucede con toda la población del Sur), si es concebible
que se haya inventado el virus de inmunodeficiencia humana –tal como se ha
denunciado insistentemente– como un modo de “limpiar” el continente africano
para dejar el campo expedito a las grandes compañías que necesitan los recursos
naturales allí existentes, si un sistema puede necesitar siempre una cantidad
de guerras y de consumidores cautivos de tóxicos innecesarios, ello no hace
sino reforzar la lucha contra ese sistema mismo, por injusto, inhumano,
inservible, por atroz, por sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese sistema
es el gran problema de la humanidad, pues no permite solucionar cuestiones
básicas que hoy día sí son posibles de solucionar con la tecnología que
disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación básica. Como dijo
Fidel Castro: “Las bombas podrán terminar
con los hambrientos, con los enfermos y con los ignorantes, pero no con el
hambre, con las enfermedades y con la ignorancia”.
El “viejo mañoso” en que se ha transformado el
capitalismo, en definitiva, no es sino la expresión actualizada de algo que
desde hace 200 años sabemos que no tiene salida. Que se salven algunos grupos
elitescos en presumibles instalaciones fuera de este planeta (la ciencia
ficción ya no nos sorprende) no significa salida alguna. En ese sentido es cada
vez más claro, como dijera la revolucionaria Rosa Luxemburgo, que “socialismo o barbarie”. Si la salida
para el capitalismo son guerras, consumidores pasivos de drogas y población
“light” despolitizada, eso no es sino la más elemental justificación para
seguir peleando denodadamente por cambiarlo. Este “viejo mañoso” no es sino la
patética expresión de la barbarie, la negación de la civilización, la porquería
más radical. ¿Cómo es posible haber llegado a esta locura en la que vale más la
propiedad privada sobre un bien material que una vida humana? ¿Cómo es posible
que para mantener esto se apele a la muerte programada, fría y calculada? Eso
es la barbarie, y eso nos tiene que seguir convocando a su transformación.
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