Fecha especial, definitivamente: en 1973 el golpe de Estado en Chile derrocando al socialista Salvador Allende, dando inicio ahí a los planes neoliberales que luego se aplicarían en todo el mundo, y en la misma fecha, en 2001, el derribo de las Torres Gemelas en Nueva York, que catapultó la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo. Presentamos aquí un documento en relación a este último hecho.
CONFESIONES DE UN AGENTE SECRETO
Mire, doctor: todo lo que le cuento es real. Le pido que me lo crea tal
como se lo relato, ¿por qué habría de mentirle?
En realidad, el italiano era mi abuelo paterno; de Calabria. Mi papá ya
nació aquí, y yo también, claro. Aunque siempre mantuvimos el idioma; bueno, yo
ya no tanto, pero todavía puedo hablar bastante en dialecto siciliano. Y me
defiendo aceptablemente en italiano.
Pero, eso no importa. Lo cierto es que yo, desde siempre, estuve en el
medio de estas tormentas. ¡Usted no se imagina lo que era vivir en esa familia!
Siempre con sonrisitas, pero por detrás una violencia que no tenía nombre…. Así
me fui criando, entre mafiosos y armas. Creo que sería tonto decir que me
arrepiento. ¡Como si fuera posible arrepentirse de la familia que uno tiene! La
familia uno no la busca; le viene. Por eso…. no creo que sea correcto
planteárselo así, ¿no le parece, doctor?
Bueno, pero esa fue mi historia, y nada podemos hacer ahora. Me acuerdo
cuando era un jovencito –doce o trece años habré tenido– y presencié por
primera vez un asesinato. En realidad no tenía nada que ver mi familia en ese
caso, pero era por el barrio donde vivíamos. Después ya me fui acostumbrando.
Uno se acostumbra a todo, ¿vio, doctor? También a la muerte. No sabría decirle
si hoy a mí me gustaría matar a alguien; no lo sé. Pero, al menos, no me asusta
pensar en que tengo que volver a hacerlo.
En verdad, cuando hablo de todo esto me agarra un poco de angustia. ¡Sí,
de verdad! ¿Por qué no me puedo angustiar yo también, doctor? Claro, usted
pensará que porque soy un asesino no me angustio. Mire, le voy a decir que yo
tengo más moral que más de uno de esos monstruos para los que trabajo. O que
trabajé, mejor dicho; porque ahora que ya no me necesitan, me abandonaron.
Culpa, culpa propiamente dicha…. no, eso no siento. Siento, o más bien:
sé, sé racionalmente que todo lo que hice puede ser criticable. Pero mire, al
fin y al cabo si uno se pone exquisito y empieza a analizar bien las cosas encuentra
que todo es criticable. ¿Cómo se hacen las grandes fortunas? Trabajando, seguro
que no. ¿Cómo se hace para volverse famoso? Por lo que yo he visto, vendiendo
el alma al diablo. En fin: todo se puede criticar. ¡Mire los comunistas! Se
llenan la boca hablando de pueblo, de igualdad, y los dirigentes viven en
grandes palacios, con cuentas secretas en los bancos suizos.
Pero nos vamos del tema. Yo le decía, doctor, que no siento una
particular culpa por todo lo que hice; en todo caso tengo que confesarle que
tengo…. resentimiento. Sí, eso: re-sen-ti-mien-to. Por cómo me trataron, por
cómo me usaron. Mire qué cínicos: ahora que paso a ser un estorbo me dejan en
un hospital psiquiátrico y me hacen pasar por loco. ¡Y le aseguro que loco no
estoy! Eso es lo que me molesta, lo que me encoleriza. Haber participado en
acciones secretas…. bueno, en sí mismo eso no tiene nada de malo. Me encoleriza
ver cómo se usa a la gente.
Será que uno, conforme se pone más viejo, busca reflexionar un poco más
sobre las cosas. No sé, no me quiero hacer el filósofo, pero desde hace un
tiempo vengo pensando, cada vez más, en lo terrible que podemos llegar a ser
los seres humanos. No sólo que podemos llegar a ser; yo diría, peor aún: que
somos. ¿Alguna vez se puso a pensar en eso, doctor? Es para llorar, realmente.
Pero entiendo que a usted no le interesan todas estas disquisiciones.
Volviendo a mi caso, entonces, le cuento que a los 16 años ya trabajaba como
pusher. Fue mi hermano mayor el que me dio esa responsabilidad; para ese
entonces mi papá ya estaba muy enfermo y casi no se ocupaba de los negocios.
De joven a mí no me interesaba la política. Tampoco ahora, para ser
franco. A decir verdad, si bien trabajé por años para la CIA, nunca me interesó
la política. ¿Vio, doctor, eso que siempre se dice: que la política es sucia,
es puro negocio? Bueno, es así. Rotundamente se lo aseguro, yo que estuve más
de treinta años ligado a ese mundillo. Es lo peor que se puede concebir, peor
que nosotros, los asesinos y mafiosos. Pero, ya ni sé cómo, entré a ese
mundillo.
Sucede que la sensación que ahí se tiene es muy agradable. Es como con
las drogas: una vez que uno entra ya no quiere salir; no es que no pueda salir.
No quiere. Yo conocí don nadies que, una vez llegados a ese ámbito, daban su
vida por seguir ahí. A mí, para serle franco, nunca me fascinó. Me gustaba porque
me permitía ganar mucho dinero, ¡pero mucho!, sin tener que arriesgar tanto la
vida como mis hermanos. Ellos siguieron siempre en el hampa; en el hampa no
legal, digamos: drogas, juego, robo de vehículos. Yo, en cambio, hasta tuve
pasaporte diplomático. Me acuerdo que estuve en situaciones que, cuando luego
lo contaba en familia, no se podía creer: desayunos de trabajo con ministros de
los paisuchos pobres, de Latinoamérica casi siempre, veladas de gala con la
crema, hasta un par de veces cené con reyes: los de España y los de Suecia. Ah,
también me vi algunas veces con reyes africanos; pero esos no son reyes de
verdad. A más de uno –me daba risa– los nombramos reyes nosotros, con la
Agencia.
Pero, bueno: todo eso no le interesa…. eso creo, ¿no, doctor? Si le
interesa puedo contarle con lujo de detalles. De todos modos dejémoslo para
después; supongo que tendremos mucho tiempo para conversar. Como le decía: he
visto cada cosa en mi trabajo que si las cuento, estoy seguro que quien me
escucha no las podría creer.
Claro, yo tenía un puesto muy particular: fui, por más de diez años,
encargado de operaciones especiales. Le aseguro que no cualquiera llega a eso,
no cualquiera. Y lo obtuve, ¡se lo aseguro, doctor!, por mérito propio. Nunca
fui de buscar mucho las recomendaciones. Quizá pude subir tanto en la Agencia
por un par de motivos que no todos pueden manejar: mi facilidad para los
idiomas, y mi sangre fría.
Sí, no se ría. Las dos cosas ayudan, seguro. ¿Usted cuántos idiomas
habla? Claro, me lo imaginaba: como todos los ciudadanos de este país sólo
habla inglés. Está bien, no hay por qué buscar ser un erudito; ¡pero mire que
somos cerrados los americanos! No pasamos del inglés, la Coca-Cola y el Mc
Donald’s. En verdad no sé si me considero un simple ciudadano americano. No,
creo que no, aunque nací y me crié aquí. Bueno, pero como le decía: por
diversos motivos tuve la suerte de aprender algunos idiomas, y nunca me costó.
Ya en mi barrio, de chico, donde convivía con gente de todas partes del mundo,
chapuceaba español y árabe, además del dialecto de mi familia. En realidad
nunca fui buen alumno, para ninguna materia, pero con los idiomas sí era
talentoso. Así aprendí también un poco de francés, y hasta algo de chino.
Y la otra cosa que me ayudó a subir, como le decía, es mi sangre fría,
mi tranquilidad en los momentos difíciles. Así debe ser un agente encubierto;
al menos eso nos repetían hasta el hartazgo en los cursos en la Agencia. Me
acuerdo una vez, en Nicaragua, con el sandinismo, cuando tuve que neutralizar……
¿cómo dice, doctor? Sí: neutralizar es matar. Bueno, cuando tuve que matar a un
dirigente comunista de Cuba que estaba apoyando a los sandinistas, y se
hospedaba en un hotel lujoso. Así disimulaban, claro. Él era un instructor
militar, muy bien preparado, y como sabían que nosotros los veníamos siguiendo,
para despistar, haciéndose pasar por diplomático, paraba en un hotel cinco
estrellas. Recuerdo que me metí en su cuarto, lo ahogué en la tina del baño, y
luego encargué la cena, tranquilamente, haciéndome pasar por él. El problema
fue cuando vino la puta que había pedido a la habitación. Ya ni me acuerdo cómo
manejé la situación; lo cierto es que hasta hicimos el amor con el cadáver en
el baño, cenamos juntos, y luego pude despacharla sin que sospechara nada. Y
nadie se enteró del asunto hasta cuando, a la mañana siguiente, después de
dormir como un oso, yo ya había dejado el hotel. ¡Eso es sangre fría!
Me imagino que ustedes, psiquiatras y psicólogos, no dirán «sangre
fría». Ustedes me llamarían, si no me equivoco, psicópata. Bueno, ¿qué le voy a
decir? Si ese es mi nombre científico, bienvenido. Es como las plantas:
pobrecitas, ellas no saben qué son. Son plantas nomás, aunque después las
llamemos con nombres rarísimos en latín. Nosotros, los que hacemos los trabajos
sucios, somos enfermos, pero ¿qué son los que firman los decretos para invadir
un país, para bombardear, para dar luz verde a una operación secreta? A esos,
ningún médico los diagnostica, ¿verdad?
Mire, doctor, le voy a decir algo, y no crea que me estoy enojando con
usted: en el mundillo político que maneja este país, y me atrevo a decir aún:
entre los empresarios multimillonarios que son los que realmente mandan, usted
va a encontrar que está lleno de locos, maniáticos, sedientos de poder,
insaciables. Se lo digo con certeza, porque yo trabajé treinta años para ellos.
¿Vio que siempre se dijo que Hitler era un chiflado, que eyaculaba de
emoción escuchándose a sí mismo cuando pronunciaba sus discursos? Bueno, mis
patrones son más locos todavía. Pero ellos son los que dirigen el mundo ahora,
y nadie les va a hacer un diagnóstico de psicopatía, o como se llame eso.
Los locos somos nosotros, las pulguitas, los que hacemos los trabajos
sucios. Somos locos cuando caemos en desgracia, como yo ahora; antes era «un
glorioso defensor de la patria». ¡Da risa!
¿Cómo fue? Bueno, prepárese a escuchar algo inverosímil, doctor.
¿Se acuerda de Frank Carlucci? El fue Secretario de Defensa con Reagan,
y antes, jefe de la CIA. Dado que los dos somos de origen italiano, él, al
saber de mí en la Agencia, al saber de mi buena reputación laboral, de mi
profesionalidad, me buscó. Para ese entonces –hace ya más de quince años– yo ya
era conocido por mi prolijidad para los trabajos. Me tenía mucho aprecio, y
tengo que reconocer que no me caía mal. Por lo menos no era un estúpido
fanático de la comida rápida, y muchas veces compartíamos buena pasta con algún
Chianti italiano. Sabía comer…
Bueno, como nos entendíamos, nació una cierta camaradería que se mantuvo
por años. Fue con él, hace ya años, que conocí al que fuera Primer Ministro
británico, John Mayor, cuando manejábamos la Guerra del Golfo. Ellos como
políticos, yo como operador de la Agencia. Yo era el contacto para diagramar
todas las noticias de CNN. ¡Qué manera de mentir! Bueno, así es mi trabajo.
Recuerdo que unos meses antes de la guerra tuve ocasión de conocer en
persona a Osama Bin Laden, pero no por cuestiones militares directamente, sino
por algo en relación a un embarque de goma arábiga que hacía él para la
Coca-Cola. Me acuerdo bien, porque años después me volvería a llamar la
atención la coincidencia, ya que todo eso del embarque tenía que ver con una
megaempresa, el Grupo Carlyle, a quien también pertenecen Mayor y Carlucci. Y
Bin Laden. Bueno, más bien el Grupo Bin Laden, con sede en El Riad, Arabia
Saudita, que está muy cerca, aunque usted no me lo crea, doctor, de los
republicanos.
Sí, doctor: así como lo escucha. Creo que usted no me cree mucho de lo
que le digo. Ahora bien: ¿qué interés tendría yo en engañarlo a usted ahora? Sé
que no estoy loco, pero usted, de todas formas, va a tener que certificar que
soy un demente, porque grandes poderes se lo van a solicitar. Todo lo que le
cuento es la pura y descarnada verdad; pero como eso no conviene a peces
gordos, yo tengo que salir de escena. ¿Y qué mejor que internarme en un
manicomio?
Sin embargo, ahora que ya empecé a contarlo, quiero decírselo todo,
doctor. Usted me cae bastante bien, me parece un buen tipo: es de los que
hablan sólo inglés y lleva a sus hijos los domingos a comer a Mc Donald’s.
Pero, créame: me gusta la manera que tiene de escucharme.
Bueno, este Grupo Carlyle, al menos hasta donde yo sé, es un monstruo
valuado en alrededor de catorce mil millones de dólares. Se ocupa de todo un
poco: lo forman otros monstruos no menos enormes, como las United Defense
Industries, de Virginia, la Raytheon, con sede en Massachusetts, y la Bush
Energy Oil Company, de Texas. Ah, y también la Enron, esta empresa que acaba de
estar en el tapete con motivo de los famosos fraudes, ¿se acuerda, verdad?
Ya ve, doctor: no es para andar jugando toda esta gente. Además, como le
dije, están los árabes del Grupo de Bin Laden. Estos, que no son ningunos
estúpidos para hacer negocios, son socios de la familia Bush; de hecho el
hermano mayor de Osama, que se llamaba Salem –y lo recuerdo porque a mí me tocó
supervisar el peritaje que se hizo cuando cayó el avión en que viajaba, y
murió, en Houston, en el ’93, porque se pensaba que podía ser un atentado– fue
el fundador de la Bush Energy Oil, con el viejo Bush, el que fue vicepresidente
con el vaquero Reagan, antes de ser presidente y atacar Irak, allá en los ’90.
No sé exactamente de qué manera, pero esa petrolera es algo así como
subsidiaria de la Chevron/Texaco. ¡Todo en grande, muy en grande!
Bueno, ese Grupo Carlyle, come le decía, maneja mucha plata, y mucho
poder, pero mucho. Para que vea: fabrican, por medio de la Raytheon, los
sistemas de guía para los misiles Tomahawk, los sistemas de posicionamiento
global por satélite, y también sistemas integrados de radar para todas las
fuerzas armadas del país. Se imagina los dólares que puede mover todo eso,
¿verdad?
Además, la United Defense, otro de sus brazos, fabrica los sistemas de
lanzamiento de misiles para la Marina y la Fuerza Aérea. O sea que los misiles
Tomahawk, de Raytheon, se lanzan desde plataformas fabricadas por United
Defense instalados en cada barco y submarino de la Marina y en la mayoría de
los bombarderos B-52, B-1 Lancer y B-2 Spirit de la Aeronáutica.
¿Entiende, verdad? Todo queda en casa. Además el Grupo Bin Laden fue el
principal contratista civil para la reconstrucción de Kuwait tras la Guerra del
Golfo, y es en la actualidad el contratista de ingeniería civil más grande en
Medio Oriente, siendo muy probable –ya no tengo esos datos– que quede como una
de las principales empresas encargadas de la reconstrucción de Irak.
Por supuesto que la imagen de Osama es la del demonio tras los atentados
del 9/11; pero es parte del espectáculo, doctor, como siempre. Los negocios
pueden tolerar –y hasta necesitan– un poco de circo. Eso les da sabor.
Bueno, en realidad esto de Bin Laden, aunque sabemos que puede estar
bien montado, no fue algo tan simple de digerir. Y ahí vienen mis problemas.
Los negocios son una cosa, pero jugar con las personas es algo distinto.
Y le quiero decir, doctor, que han jugado con la CIA. Yo entiendo y acepto que
el jefe es el jefe. Alguien tiene que mandar, ¿no? Y los que no somos jefes
tenemos que cumplir las órdenes. Eso es general, no sólo dentro de la
disciplina militar. También vale para usted, doctor, que es un buen ciudadano y
paga sus impuestos sin hacerle daño a nadie. Mire: los poderosos ordenan, y la
mayoría silenciosa cumplimos los mandatos. Claro, cuando uno es agente
encubierto de la CIA tiene la sensación que es parte del mecanismo de poder,
que las órdenes y el manejo del mundo pasa por las manos de uno. Pero si se
pone a pensar un poco ve que es un minúsculo engranaje de una máquina tan
compleja, tan enorme, tan despiadada, que termina por asustarse. Lo que se ve,
doctor, es que el poder es tan pero tan lejano a nosotros, que mejor ni
preguntarse esas cosas, para no terminar llorando, o pegándose un tiro.
En un tiempo yo pensaba que efectivamente todos éramos parte de la
cadena, que cada uno de nosotros ponía su granito de arena para la grandeza del
país, y que todos gozábamos los beneficios. ¡Qué complicado todo esto!, ¿no le
parece? Pero los que ya peinamos canas, si nos detenemos a pensar un poco,
podemos ver la otra cara de la moneda: vivimos para tomar Coca-Cola, comer Mc
Donald’s, y no pensar. Fundamentalmente eso: no pensar. Por supuesto, mientras
tengamos la refrigeradora llena y el carro parqueado frente a la casa, ¿quién
necesita pensar?
Pero a veces, en los momentos difíciles, es bueno ponerse a pensar. Yo,
ahora, estoy pasando un momento muy difícil, como se dará cuenta. Por tanto, he
estado reflexionando mucho; estuve pensando cosas que antes jamás en toda mi
vida había considerado. Por ejemplo: ¿para qué y para quién trabajé treinta
años?
Me entiende, ¿no, doctor? ¿Para quién trabajé toda mi vida? Para un
grupo de ricachones que, cuando les servía, me trataban bien, y cuando ya no
les interesé, me neutralizan metiéndome en una casa de locos. Es triste, pero
es así.
Resulta que en la Agencia teníamos información acerca de los atentados
que se venían el once de septiembre; lo sabíamos. Por mis manos pasaron los nombres
de varios de los suicidas. Creo que todos lo sabían. Mire, para darle un
ejemplo, y siempre hablando de negocios: la firma Morgan, Stanley, Dean, Witter
& Compañía, que me imagino debe conocer, ganó 1.2 millones de dólares, y
más todavía ganaron los de Merril Lynch –creo que como cinco millones y medio–
mediante la ejecución de una herramienta bursátil llamada Put Option con
acciones de American Airlines, dos semanas después de los atentados.
¿No entiende? Bueno, le explico. El Put Option es una opción que cubre
riesgos, así de simple. Si uno compra una acción a un dólar y una semana
después se la regresa al emisor y la acción vale, digamos, ochenta centavos de
dólar, el emisor está obligado a pagarte los dos centavos de diferencia más el dólar
que le costó la acción. Este es una herramienta financiera usada por muchas
compañías dentro de NASDAQ y la NYSE para agenciarse de capital fresco. Pero
aquí viene lo sorprendente: ambas compañías que le mencioné, doctor, estaban
localizadas en las torres gemelas –una en cada torre–. Curiosamente ambas
habían comparado acciones de American Airlines entre el 6 y el 10 de septiembre
mediante Put Options, y ambas se las volvieron a vender a la aerolínea mediante
la ejecución del contrato entre el 29 de septiembre y el 10 de octubre, cuando
el valor de la acción había caído casi un cuarenta por ciento. Otra cosa
llamativa es que el día del atentado, ninguno de los altos ejecutivos de
ninguna de las dos compañías se encontraban en sus oficinas a la hora del
ataque. Llamativo, demasiado coincidente, ¿verdad?
Bueno, por lo que se ve, había mucha gente que sabía lo que iba a
suceder. Yo, varios meses atrás, cuando veía que se venía encima el atentado,
hice algo que –ahora me doy cuenta– fue muy osado: al no encontrar todo el eco
que esperaba en mis jefes de la Agencia, acudí a Carlucci. Pensaba que, dada la
confianza que había y el aprecio que él me tenía, iba a sorprenderse con lo que
le contaba, e iba a reaccionar haciendo algo. Pero no sabía lo que me esperaba.
Él, como le dije hace un rato, es un alto ejecutivo del Grupo Carlyle,
por lo que sabía, o supongo que sabía, lo que se había tramado. Algún tiempo
después me di cuenta de todo; recuerdo que un año atrás, más o menos, había
leído un documento de una Fundación que apoya a los republicanos donde decía
que necesitamos «algún hecho catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl
Harbor». Ya estaba todo planificado, doctor, ¡todo!
¿Que no entiende? Pero si está clarito: un atentado terrible, la imagen
de un monstruo asesino como Osama Bin Laden que puede justificar cualquier
cosa, una buena campaña mediática, y las circunstancias están preparadas para
lo que viene después. Como dijo la Secretaria de Estado, Madeleine Albrigth:
«Mc Donald’s no puede expandirse sin Mc Douglas, el fabricante de los aviones
F-15.» Es decir: ya tenemos el nuevo Pearl Harbor para ir a buscar el petróleo
de Hussein; y de paso, en la operación, se gastan unos cuantos milloncitos en
los equipos que fabrican los amigos. ¿Entiende ahora, doctor?
Mire: en realidad no es ni mejor ni peor que tantas acciones en las que
me tocó intervenir. La diferencia, quizá, está en el volumen de dinero que se
mueve aquí; pero en lo sustancial no es muy distinto de lo que hice toda mi
vida, o de lo que siguen haciendo mis hermanos en el Bronx. El error de cálculo
que tuve fue pensar que la Agencia tiene más poder del que tiene. Hasta el
momento en que fui a ver a Carlucci pensaba que de verdad importábamos como
mecanismo de control, que éramos una policía especializada muy tenida en
cuenta. Pero me encontré con que no es así.
Cuando los que mandan de verdad –gente como los del Grupo Carlyle– nos
necesitan, nos llaman urgente. Pero nosotros no contamos en la fiesta. Ahora
que yo creía que estaba cumpliendo a la perfección mi trabajo de detective, que
habíamos descubierto un plan delictivo y lo podíamos detener a tiempo, veo que
los delincuentes no son los árabes terroristas, sino mis propios jefes. ¡Me
indignó, doctor! Sí, me indignó profundamente. Y no pude contener la cólera.
Recuerdo que ya me empecé a desesperar luego de la entrevista con Carlucci; me
recibió apenas unos minutos en su oficina, y hasta llegó a decirme que yo
estaba exagerando. ¡Se imagina! Alguien que fue director de la Agencia, que conoce
a cabalidad el trabajo, que sabe que en estas cosas ninguna exageración es
grande…. Ya desde ese momento algo me olió mal, y empecé a adentrarme un poco
más en el tema. Cuando tuve más claro de qué se trataba, no pude evitarlo y
generé esa entrevista con los periodistas franceses para contarles todo.
Mire, a esta altura de mi vida y habiendo trabajado tres décadas en la
CIA, ya no me puedo tomar en serio eso de la defensa de la patria. ¿Qué es la
patria, doctor? Se puede defender –como dijo la Albrigth– a Mc Donald’s; eso es
concreto. Y para eso están los F-15, y todos los arsenales que se le puedan
ocurrir. Y para eso estamos nosotros, los asesinos bien preparados de la
Agencia, fríos y calculadores. Pero ¿defender la patria? Alguna vez me lo creí
en serio, se lo juro. Yo combatí en Vietnam, y me sentía orgulloso de defender
la bandera patria. Pero ya estoy viejo, ya mentí mucho en mi vida, ya vi lo que
es el poder, y no puedo tomarme en serio todo eso, doctor. Está bien para
enseñárselo a los niños en la escuela, pero no a los 57 años de edad.
Además…. no me aguanté que se menospreciara de tal forma nuestro
trabajo, mi trabajo. Menos aún por uno de los nuestros, por un tipo que fue
jefe de la Agencia. ¡No lo soporté!, y decidí hablar.
Aquí están las consecuencias.
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