En Guatemala, pese a la riqueza existente, la mayoría de su población vive mal. Está entre los países del mundo con mayor nivel de desnutrición infantil pese a ser un productor neto de alimentos, y alrededor de dos tercios de su población económicamente activa trabaja en condiciones de precariedad, sin prestaciones sociales, librada a su suerte. El Estado brilla por su ausencia en la provisión de servicios básicos. Es raquítico, pues vive de magros impuestos, teniendo la segunda carga impositiva más baja del continente, después de Haití.
Desde hace un par de años la “corrupción” pasó a
ligarse casi automáticamente con el incumplimiento de deberes de los
funcionarios públicos y la pobreza reinante. La corrupción funciona desde largo
tiempo atrás en toda la sociedad, desde las raíces coloniales, como forma de
vida, como cultura. Puede encontrársela en los más diversos ámbitos, no sólo en
los agentes del Estado: desde la venta de tareas escolares o la redacción de
tesis universitarias hasta el cobro doble de viáticos por parte de un modesto
empleado, desde el “moco” que debe pagarse a un intermediario en muchas
transacciones comerciales hasta la exacción o chantajes (cobros compulsivos) en
cualquier de sus formas (de un médico a un paciente exigiendo más honorarios de
los que fija el seguro, la reventa de boletos para cualquier espectáculo a un
precio mayor que el oficial, la compra obligatoria de artículos innecesarios en
los colegios privados, la venta de puestos en cualquier fila, el aumento del
precio de un producto según la cara del cliente, o del pasaje de bus en horario
nocturno, el cotidiano incumplimiento de las normas de tránsito, los cobros
ocultos y disfrazados de muchas empresas como las telefónicas o las tarjetas de
créditos, etc., etc.).
¿No son también formas de corrupción el sempiterno
engaño masculino hacia las mujeres –una de cada tres mujeres con hijos es madre
soltera, producto del abandono del padre biológico–, el “cuello” al que se
apela para conseguir cualquier favor, el “robo hormiga” de muchos empleados en
sus empresas? ¿Y qué decir del acarreo de “seguidores” en las campañas
proselitistas o el día de las elecciones, y por el otro lado, la aceptación de
todos los regalos que ofrecen los candidatos de campaña, no importando el color
político? ¿No es corrupto también el declarado celibato violado luego por lo
bajo? Los jóvenes de “zonas rojas” le temen más a la policía que a los mareros;
¿por qué será? La lista de corruptelas es larga, muy larga, y quizá nadie que
habita el país puede quedar eximido: compra de discos “piratas”, “mordidas”
varias, infracciones de tránsito como hecho normal (de conductores y peatones;
¿cuántos de los que leen esto no han manejado con una copa de más encima?). La
proverbial llegada tarde (simpáticamente llamada “hora chapina”), ¿no es
también una forma de corrupción e impunidad? (cagarse en el otro).
La corrupción es uno más entre tantos males que
aquejan a Guatemala. La exclusión y el estado de empobrecimiento crónico de
grandes masas populares no se deben sólo al enriquecimiento ilícito de mafias corruptas
enquistadas en el poder político, como ahora pareciera denunciarse con fuerza
creciente. Si hay pobreza estructural y exclusión histórica, a lo que se suma
machismo patriarcal casi delirante o un racismo atroz que condena a alguien a
ser humillado por su pertenencia étnica (“seré
pobre pero no indio”, puede decir un no-indígena), ello no es sólo por los
funcionarios venales que hacen del Estado un botín de guerra. Sin con esto
querer ni remotamente defender al Pacto de Corruptos que se ha adueñado de las
estructuras estatales, debe enfatizarse que la corrupción puede ayudar, pero no
es la causa fundamental; es, en todo caso, herencia de un desastre
histórico-estructural que lleva ya siglos de maduración.
Si
de causas se trata, la situación va por otro lado. Una
investigación
realizada por la empresa Wealth-X,
asociada al banco suizo UBS, estudio citado
y analizado por la desaparecida publicación electrónica Nómada, mostraba que “hay 260 ultra-ricos guatemaltecos
que poseen un capital de US$30 mil millones, lo que representa el 56% del PIB. [Es decir
que] 0.001 por ciento de los 15 millones de guatemaltecos tienen más capital
que el resto de la sociedad. (…) Los $30 mil millones [de dólares] son Q231 mil millones [de quetzales]. Esto equivale a lo que el Estado de
Guatemala recauda cada cuatro años.”
Guatemala
no es un país pobre; es la primera economía centroamericana y la decimoprimera
de latinoamericana. En todo caso, es tremendamente inequitativo, que no es igual
que pobre. Un mínimo porcentaje (unas cuantas familias) concentran en forma
abrumadora la riqueza nacional, en tanto el 59% de la población total vive por
debajo del límite de pobreza (2 dólares diarios, según la ONU). Dos tercios de los
trabajadores, en promedio nacional, no cobran siquiera salario mínimo, de por
sí muy escaso. Y ese sueldo mínimo apenas cubre un tercio de la cesta básica.
Ahí radica el verdadero problema que hace del país uno de los más inequitativos
del mundo (y por tanto explosivo: un barril de pólvora listo para estallar en
cualquier momento). La corrupción es la guinda del pastel.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario