En el año 2010 un terremoto en Haití mató un número indeterminado de personas que se calcula superaron los 200,000, mientras que produjo 250,000 heridos; un sismo de igual magnitud en Hokkaido, Japón, en el año 2003, dejó 400 heridos y ni un muerto. Lo que destruye no es tanto la naturaleza sino la forma en que nos relacionamos con ella. Es obvio, entonces, que a mayor cantidad de recursos, mayores posibilidades de salir airosos de estas catástrofes. Dicho de otro modo: los eventos naturales como terremotos, maremotos, huracanes, erupciones volcánicas, tornados, inundaciones, sequías, no son exactamente “desastres” naturales sino que, el desastre de modelo social que existe en tantos lugares del mundo -Guatemala es uno de ellos-, los convierte en catástrofes.
Es
como lo que está sucediendo con la naturaleza en términos globales: no hay “cambio
climático” en curso, sino catástrofe ecocida generada por los modelos de
producción y consumo reinantes. Es decir: no nos mata la madre naturaleza sino
la forma en que nos relacionamos con ella.
En
Japón, se podría aducir, hay una gran riqueza material acumulada, de ahí que un
movimiento telúrico puede ser procesado muy distintamente a Haití. Pero ¿qué
decir de Cuba? Con infinitamente menos recursos que otros países desarrollados,
el continuo paso de huracanes por su territorio no constituye una calamidad
nacional; por el contario, con un aceitado mecanismo de preparación para
desastres, lo que en nuestros países son catástrofes de proporciones descomunales
allí, donde un Estado realmente funciona, son eventos bien abordados que no terminan
nunca en infiernos.
En
nuestro país acaban de pasar dos desastres casi pegados uno al otro: las
depresiones tropicales Eta, y días después: Iota. Con alrededor de 150 personas
muertas y/o desaparecidas por las inundaciones, los daños ocasionados son
cuantiosos. Las comunidades afectadas -campesinos pobres de las regiones más
olvidadas del país- demorarán años en recuperarse. Como siempre, los gobiernos
de turno, más allá de pomposas y altisonantes declaraciones, no están a la
altura de las circunstancias. En este caso, la catástrofe de las inundaciones
se suma a la terrible crisis sanitaria producto de la pandemia de COVID-19 que
no ha cejado. El Estado, como siempre, de espaldas a las necesidades de las
poblaciones. Es ese mismo Estado el que, en muchos de los territorios ahora
afectados por las tormentas, ha reprimido y desalojado grupos que intentaban
recuperar sus territorios ancestrales, robados por los terratenientes de esas
zonas.
En
ese estado de vulnerabilidad, ¿qué pasará ante la nueva catástrofe que nos
golpee? Y esto no es puro negativismo agorero: sabemos que Guatemala está
hondamente expuesta a estos eventos: terremotos, huracanes, erupciones
volcánicas, sin hablar de otros “terremotos” sociales como la impunidad o la
violencia con su goteo diario de muertes. Mientras se dan estas catástrofes
sociales, el Congreso se aumenta su propio presupuesto quitándole fondos al
Procurador de Derechos Humanos.
La
pregunta anterior pretende poner en evidencia que estamos mal preparados para
afrontar lo que, lamentablemente, podrá seguir viniendo. Nuestro Estado está
muy debilitado. Pero no solo por los “políticos
corruptos que se roban todo”, tal como el discurso de la prensa hace años
nos pretende hacer creer; está debilitado por las políticas de privatización
que desde hace varias décadas estamos soportando. Un Estado debilitado en todos
los aspectos, sin recursos, con raquítica recaudación fiscal (la segunda más
baja en Latinoamérica), sin proyecto político como nación más allá de la rapiña
de cada administración puntual que lo maneja por cuatro años, no está nunca en
condiciones de gestionar adecuadamente las crisis que significan cualquiera de
estos eventos catastróficos.
En
China el Estado tiene proyectos de largo aliento ya pensando en el siglo XXII.
¿Por qué aquí no podemos tener un plan que supere el efímero paso de una
administración? Evidentemente porque hay intereses para que el Estado siga
siendo este botín de guerra, ineficiente y bobo, que no puede superar un
precario asistencialismo post desastres. Definitivamente, nos merecemos algo
mejor.
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