El miedo paraliza. Eso no es nuevo, en absoluto. Todos lo sabemos desde tiempos inmemoriales, y quienes ejercen alguna cuota de poder, además de saberlo, lo utilizan. El miedo comporta algo de irracional, de primario; la lógica «bienpensante» pierde ahí la supremacía. Por ser un sentimiento primario, casi del orden del reflejo incondicionado (instintivo), nos acerca más al mundo biológico.
Alguien
asustado, no digamos ya aterrorizado, es presa de las reacciones más
viscerales, más impensadas, dejando totalmente a un lado las decisiones
razonadas, frías y llevadas por la lógica. Hacer uso de esas circunstancias, en
función de un proyecto hegemónico, es algo por demás conocido en la historia:
quien manda se aprovecha del miedo del otro para ejercer su poder. Eso es, a
todas luces, un mecanismo maquiavélico, perverso. Pero ¿quién dijo que la
perversión no es parte consustancial de lo humano?
Hoy
día, en nuestra hiper-tecnocrática sociedad, el manejo de las emociones, entre
ellas el miedo, es un elemento de importancia capital para el mantenimiento del
sistema. Obviamente, si alguien maneja y manipula ese miedo, no es el ciudadano
de a pie, el hombre-masa, como se le
ha dado en llamar. Es él quien lo sufre, el objeto de la manipulación; pero los
hilos del títere no los mueve precisamente él. Para ello está lo que la
academia estadounidense llama «ingeniería humana». «¡No queremos otra Venezuela en nuestro país!», repiten
constantemente los candidatos de derecha en cualquier nación latinoamericana.
Y, por supuesto, ganan las elecciones. El miedo a los extranjeros «que vienen a robarnos puestos de trabajo y
traen la delincuencia» permitió a Trump en Estados Unidos y a muchos
líderes europeos ganar sus respectivas elecciones, montándose en esos
fantasmas.
En esa lógica, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky,
miembro de importantes tanques de pensamiento de Estados Unidos y catedrático
en la Universidad Johns Hopkins, uno de los más conspicuos representantes de
esta derecha imperial que se siente dueña del mundo, pudo decir sin ambages: «En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo
marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que
caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y
atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes
para manipular las emociones y controlar la razón».
Esas
técnicas –cada vez más refinadas y eficaces, por cierto– responden, por su
parte, a un proyecto de dominación global. Representan lo que antes pueden
haber hecho el chamán, el brujo de la tribu o la santa iglesia católica apostólica
romana. La religión existe desde que «el
primer hipócrita encontró al primer imbécil», afirmaba Voltaire, asustándolo, habría que agregar: el que se porta mal arderá eternamente en el
infierno. La gente, sin dudas, lo creyó por siglos. Pero «El
infierno no existe; lo que existe es la desaparición de las almas pecadoras»,
aclaró el actual pontífice Francisco. Atemorizar con lo desconocido –el coco o el hombre de la bolsa que va a venir, con lo que se asusta a los
niños– son mecanismos tan viejos como el mundo. Sin dudas, dan resultados. «Las religiones no son más que un conjunto de
supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes»,
comentó por su parte el teólogo Giordano Bruno. Manipular el miedo de la
población da buenos resultados… para quien manipula, claro está. Hoy se encarga
de ello la industria mediática, nuestra «religión» moderna, con técnicas hiper
sofisticadas.
Mantener
poblaciones aterrorizadas es un buen negocio para quienes detentan el poder,
una gran invención preparada desde un proyecto hegemónico de dominación. El
agente aterrorizante puede variar (el diablo, el comunismo, los espíritus
maléficos, el fundamentalismo islámico, el hombre de la bolsa, las maras),
aunque el efecto conseguido es siempre similar: alguien con miedo, alguien
aterrorizado es muy fácilmente manipulable, se paraliza, se convierte en domesticable. Pero hoy –y es lo que
queremos resaltar– el manejo de ese miedo ha cobrado dimensiones tremendas. Los
seres humanos no solo vivimos asustados por los avatares naturales que no manejamos
–tal como siempre ha sido: la muerte, catástrofes de la naturaleza, la
incertidumbre ante el destino– sino que hoy lo padecemos, en forma creciente,
ante las «catástrofes humanas». Pero más aún, lo cual torna más patética la
situación, ese miedo está racionalmente inducido desde un determinado proyecto
de dominación. «Nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría»,
dijo Scalabrini Ortiz.
¿Por qué las poblaciones latinoamericanas, en
forma creciente, pareciera que viven secuestradas en sus propias casas,
defendidas con rejas y alambres de púas, con terror de andar por la calle,
pensando paranoicamente en el próximo asalto? Dato interesante: las agencias
privadas de seguridad, junto al negocio de las drogas ilegales y la venta de
teléfonos celulares, son los tres rubros que más han crecido en la región en estas
últimas décadas. «No
hay que ser sociólogo ni politólogo para darse cuenta la relación que existe
entre el muchacho marero al que se le manda a extorsionar un barrio y la
agencia de seguridad privada, de un diputado o un militar, que al día siguiente
viene a ofrecer sus servicios», decía con claridad meridiana un joven de una pandilla centroamericana.
El miedo actual que se vive en el mundo –ya sea en el Norte próspero o en el
Sur famélico– en muy buena medida está
inducido.
En
la actualidad ya no nos atemorizan los espíritus ni los demonios que andan
sueltos (las religiones, que lidian con todos ellos, están en retirada en un
mundo cada vez más tecnocrático). Hoy día no le tememos a los fantasmas. Le tememos (o
nos hacen temer) al terrorismo (en los países del Norte) o a la delincuencia
(en el Sur empobrecido).
Aunque
los motivos de nuestros terrores, si los analizamos con exhaustividad, no son
precisamente esos difusos nuevos espantos, sino la percepción que tenemos de ellos. Ahora bien: la percepción que
tenemos de ellos es la que nos construyen los medios masivos de comunicación. La casi totalidad de las
percepciones del mundo que vamos incorporando, nos las dan –nos las imponen, más correctamente
dicho– esos medios.
Pregúntese
el lector cómo es por dentro, por ejemplo, un submarino. En general todo el mundo dará aproximadamente la misma
respuesta: un panel de control, palancas, tableros con luces, marineros que
reciben órdenes, un capitán al mando de un periscopio, etc. ¿De dónde sale ese
«conocimiento»? De los cientos o miles de veces que hemos sido bombardeados con
esas imágenes.
¿De
dónde provienen nuestros paralizantes miedos ante el terrorismo o ante la
delincuencia desbocada? De las matrices mediáticas que ya se nos han impuesto.
¿Acaso todos los musulmanes son
sanguinarios terroristas listos a sacar una bomba de entre sus ropas?
¿Acaso todos los jóvenes de barriadas pobres son unos
delincuentes listos a amenazarnos con un cuchillo? Obviamente no. Pero eso son
los imaginarios que se nos han impuesto. «Una
mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en una verdad», dijo
Goebbels durante el nazismo. Efectivamente, es así: las modernas técnicas de
manipulación, cada vez más sutiles y refinadas, lo permiten.
El
pánico que se desató con la aparición del coronavirus al inicio del 2020, sin
negar que ese agente patógeno es dañino, tuvo mucho que ver con el manejo
mediático global que lo impulsó. El hambre o la siniestralidad laboral causan
más muertes que el COVID-19, pero las técnicas de manipulación de nuestros
miedos presentaron esta enfermedad como la peor plaga bíblica de la historia,
dejando fuera de foco los anteriores problemas. En síntesis: el miedo se puede inducir. El manejo de
las emociones, entre estas el miedo, es un elemento de importancia capital para
el mantenimiento del sistema. Al servicio de ello está lo que la academia
estadounidense llama «ingeniería humana». La citada declaración de Brzezinsky lo permite ver con palmaria evidencia.
Sin
dudas el mundo no es un lecho de rosas: hay muertos por doquier debido a
acciones violentas. Por supuesto que explotan bombas y hay asaltos a mano
armada; por supuesto que existen actos suicidas, en general llamados
«terroristas», y por supuesto también que hay delincuencia callejera, robos con
violencia y «áreas rojas» donde ni la policía entra. ¡Vaya novedad! Por minuto
mueren dos personas en el planeta por la detonación de un arma de fuego.
Obviamente no vivimos en un paraíso. Pero, según estudios consistentes,
diariamente fallecen en el mundo no menos de diez mil personas por falta de
alimentos, y más de dos mil por carencia de agua potable, en tanto que el
siempre mal definido e impreciso «terrorismo» suma en
promedio… 11 muertes diarias.
Tenemos
miedo a lo que se nos dice que debemos tenerle miedo. Y curiosamente, esos
temores parecen manipulados: en el Norte del mundo la gente vive paranoica con
el próximo acto terrorista, que seguramente será adjudicado a algún denominado
«grupo fundamentalista islámico». La muerte de una persona a manos, por
ejemplo, de un marido celoso o de un paranoico delirante, es ya presentada como
ataque terrorista, dando pie a una hiper-militarización de la vida cotidiana… y
a las guerras preventivas (que, curiosamente, se hacen siempre contra países
que tienen petróleo en su subsuelo. Qué casualidad, ¿verdad?).
En
el Sur, en los países empobrecidos y donde la vida es violada a diario por las
balas, el hambre o la falta de agua potable, se vive en estado paranoico ante
la presunción de una delincuencia que puede aparecer en cada esquina. Pero como
afirmó un dirigente comunitario de una barriada pobre de Guatemala: «Todo el tema de la mara [pandillas
juveniles] se ha inflado mucho por los
medios de comunicación; ellos tienen mucho que ver en este asunto, porque lo
sobredimensionan. En realidad, la situación no es tan absolutamente caótica
como se dice. Se puede caminar por la calle, pero el mensaje es que si caminás,
fijo te asaltan. Por tanto: mejor quedarse quietecito en la casa».
En
un punto u otro del planeta la consigna es esa: de la casa al trabajo y del
trabajo a la casa. Los espantos malos que andan por ahí (musulmanes terroristas
o delincuentes) nos acechan, nos hacen la vida imposible, nos van a devorar.
Lamentablemente, la ingeniería humana sabe lo que hace… ¡y consigue tenernos
quietecitos!
Mantener
poblaciones aterrorizadas es buen negocio (para quienes detentan el poder, claro).
Nunca tan oportunas como ahora las palabras de la lideresa boliviana Domitila
Barrios con respecto a todo esto: «Nuestro
enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia.
Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro». Alguien
especuló al inicio de la pandemia de COVID-19 que luego de las numerosas
manifestaciones de protesta que recorrían el mundo en el 2019, aparecen los
confinamientos, toques de queda y militarización de los espacios públicos con
el pánico fabuloso que se desató. No puede dejarse de considerar la
observación: el miedo que nos invadió –miedo que se indujo, podría decirse– nos
mantuvo encerrados. El «Quédese en su
casa» se impuso…, y las manifestaciones callejeras cesaron.
El
miedo es una reacción psicológicamente normal en determinadas situaciones;
puede ser patológico en ciertos casos (neurosis fóbicas, por ejemplo:
agorafobia, claustrofobia, zoofobia, etc.). Pero el miedo del que aquí hablamos
(contra el «musulmán malo» o el «delincuente que nos acecha detrás de cada
árbol») es una pura invención de la ingeniería humana, preparado desde un
proyecto de dominación. ¿Será hora de abrir los ojos?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario