(Hallado en una nave espacial extraterrestre caída en el desierto de Gobi, China. Traducida a lenguas humanas por un grupo de 32 expertos de Naciones Unidas)
Continuando con nuestro viaje exploratorio
nos dirigimos hacia esa super nova en los confines de la Vía Láctea a la que
llaman Sol. De los ocho planetas que giran en torno a él sólo uno presenta agua
en estado líquido en su superficie. Y he ahí una clave importantísima para todo
lo que diremos en adelante: gracias a este elemento (combinación de dos átomos
de hidrógeno con uno de oxígeno) es posible la materia en estado viviente. Pero
es este elemento, al mismo tiempo, el que podrá llevar a la desaparición de
toda forma de vida dada la particularidad singularísima de una de las especies
que encontramos y la extraña relación que mantiene con la misma. Aunque no nos
anticipemos; seguiremos un orden estricto en este pequeño informe de bitácora.
Luego, ya regresados a nuestra galaxia, y con todo el tiempo necesario, procesaremos
adecuadamente todos los datos obtenidos y podremos presentar un informe
pormenorizado mucho más extenso.
La Tierra es el tercer planeta en
proximidad al Sol. Gira en torno a él en períodos regulares; esos desplazamientos
fueron medidos por esta especie a la que hacíamos alusión más arriba
–autodenominada “hombre”, o más correctamente “ser humano”–, para lo cual
usaron diversos sistemas de referencia. Lo curioso es que en la actualidad
emplean un código –al que llaman “calendario gregoriano”– que no es ni por
cerca el más exacto, habiendo desechado otras mediciones mucho más precisas,
hoy caídas en el olvido, como por ejemplo la desarrollada por unos individuos
que alcanzaron su punto máximo de progreso hace unos 1.000 años, llamados
mayas, ahora devenidos un pueblo derrotado y que subsiste en la indigencia.
Este planeta es muy nuevo en su
formación: 5.000 millones de años utilizando los códigos terrícolas. A partir
de la combinación de aminoácidos y el agregado de fuertes cargas eléctricas,
hace unos 2.500 millones de años surgieron las primeras formas de vida, en
forma unicelular, en el medio acuoso. La vida, como pudimos comprobar, siempre
estuvo ligada al agua. Esas formas evolucionaron con bastante rapidez por la
vía de la adaptación al medio y la selección natural, y en el momento de
redactar el presente informe pudimos constatar 16.758 especies distintas.
Básicamente se dividen en dos reinos: el vegetal –sin movimiento de
desplazamiento, fijados en forma perenne al suelo, con 10.146 especies– y el
animal –con la capacidad de desplazamiento y 6.612 especies–. En este último
gran reino existen dos grandes divisiones: los animales invertebrados y los
vertebrados. De estos últimos hay cinco familias: reptiles, aves, peces,
batracios y mamíferos. Son estos últimos los más recientes y los más
evolucionados en la escala zoológica. Presentan todos algún tipo de
inteligencia. Entre ellos sobresalen los primates como los más inteligentes, y
en especial esta especie con una buena capacidad de aprendizaje que se
autodenomina “ser humano”. Es, con las salvedades que luego haremos, la especie
más inteligente (y al mismo tiempo la más incomprensible, quizá a causa de esa
misma inteligencia).
Dada las características tan especiales
de estas criaturas, de aquí en más pondremos especial énfasis en su
descripción. Pero nos adelantamos a informar que todas sus particularidades nos
dejaron perplejos: de todas las especies estudiadas es la única que presenta
esa relación con su medio ambiente circundante –con el agua fundamentalmente– y
con otros congéneres de su especie. Es, para decirlo para decirlo de modo
rápido, profundamente autodestructiva.
El ser humano es el más reciente de
todos los animales que pisan la superficie terrestre. Descendiendo de los
primates, su primos hermanos más cercanos en la cadena biológica, puede
considerársela especie independiente desde el momento mismo en que comenzó su
largo, y por cierto no terminado, proceso de enfrentamiento con el medio
circundante. Es decir: cuando empezó a trabajar. De este hecho inaugural como
especie transcurrieron ya tres millones de años. Dato curioso: el primer
chispazo de inteligencia, la primera forma cultural de esta especie, fue nada
más y nada menos que un arma. Según pudimos reconstruir históricamente, algunos
individuos frotaron dos piedras hasta conseguir afilar una de ellas, con lo que
tuvieron un instrumento que aumentó su poder de ataque. Y ahí comenzó a
escribirse la historia humana: todo ha girado, y sigue girando, en torno a ese
“poder de ataque” que utilizó no sólo contra el medio natural sino –eso es lo
más curioso– contra sí mismo.
La especie humana es la única que pudo
desarrollar una forma cultural no biológica. Su identidad como especie viene
dada por ese barniz cultural no genético, que tiene que ver con su particular
inteligencia. Es por ella que en el curso de esos tres millones de años fue
dando lugar a formas culturales de lo más disímiles. De hecho es el único
animal que pudo moverse por toda la faz del planeta, adecuándose exitosamente a
todas y cada una de las circunstancias ecológicas que fue encontrando. Ningún
otro ser viviente ha tenido tanta adaptabilidad. Su genoma es igual para todos
sus especimenes; sus diferencias externas (color de la piel, color de sus
cabellos, color de sus ojos) es producto de la adaptación al medio. Pero he ahí
una de estas incongruencias a que nos referíamos: dado sus sistemas culturales,
esas diferencias accidentales deciden su suerte como seres sociales. Pudimos
constatar (entre risa y consternación) que hacen de esas menudas diferencias
circunstanciales –el color de la piel, por ejemplo– asuntos de la más grande
importancia. Los sistemas culturales que han construido a través del tiempo los
lleva a opinar que hay “superiores” e “inferiores” en función de esos detalles.
Incluso han desarrollado teorías que avalan y justifican esas diferencias.
Si bien es básicamente terrestre, pudo
moverse en los otros medios que presenta el planeta, adecuándose al agua y al
aire. Es el único animal que, merced a su cultura y no a condiciones físicas
naturales, se mueve en el agua –navegando por su superficie o bajo de ella– y
en el aire, al mismo tiempo que sobre tierra firme.
Esa capacidad de adaptación es notoria.
Merced a su cultura se comenzó a sentir la especie más importante de entre
todas, y en consecuencia, actuó como tal. Atacó a todas las demás, las venció,
las exterminó en algunos casos, las domesticó para su provecho en otros. Dada
su condición de omnívoro, es el único animal que se come a todas las otras especies,
animales y vegetales. Por otro lado, no tiene un depredador natural que se lo
coma a él.
Pero con estas consideraciones entramos
de lleno en lo medular de lo que queremos adelantar con este breve primer
informe: la cultura y el poder de ataque del que arriba anticipáramos algo.
En su corta historia como especie, una
vez erguido y transformado en ser bípedo habiendo abandonado para siempre la
vida arborícola de sus antepasados inmediatos, la “cultura” pasó a ser su nueva
naturaleza. Si algo define a estas criaturas es que muy poco tienen definido en
términos biológicos. Todo en ellos es producto de su historia cultural. Por
cierto, la variedad en las formas culturales que ha venido desarrollando en su
corta pero intensísima historia, es sumamente amplia. Su cultura se basa en la
oralidad. En estos momentos existen alrededor de 6.000 lenguas distintas. Todas
y cada una de las actividades que realiza vienen determinadas por sus sistemas
culturales. Su carga biológica se ha ido perdiendo al anudarse en forma
definitiva con lo cultural, con lo social. Así como lo graficábamos con sus
creencias con respecto al color de su piel y la supuesta superioridad de una
raza sobre otra (¡llegan al autoexterminio en nombre de estas cosas!), todo lo
que hace lo inscribe siempre en esta nueva naturaleza creada que es la cultura.
Funciones básicas como la alimentación y la reproducción quedan subsumidas por
esta esfera social. Distintamente a todas las otras especies animales, sus
instintos naturales están enredados con ese componente social, el cual va
cambiando con el curso del tiempo.
De todos los animales estudiados
(aclaramos que pusimos especial énfasis en la especie humana dejando algo de
lado a las otras) es el único donde pudimos encontrar conductas que pervierten
lo instintivo tornándose autodestructivas. Come, pero ahí encuentra una serie
de fenómenos que no son biológicos: hay individuos que comen muchísimo más de
lo necesario, mientras otros deciden no comer. Constatamos que muchas personas
(en general se da más entre las hembras) prefieren no comer, haciendo penosos
esfuerzos para mantenerse vivas con muy poca comida. Y lo que más nos llamó la
atención es que, como especie, no aseguran la sobrevivencia del conjunto. Por
razones puramente sociales, culturales, muchísimos individuos no disponen de
los recursos mínimos e indispensables para mantenerse con vida. Aclaramos: el
planeta Tierra produce esos recursos en cantidad suficiente para mantener con
vida a toda la materia viva que se encuentra en su superficie y en los espejos
de agua (dulce o salada). En cuanto al ser humano pudimos contar 6.300 millones
en el momento de redactar el presente informe, con una alta tasa de natalidad
–tres nacimientos de un nuevo ser cada segundo terrícola–, superando con creces
la cantidad de muertes. Y todos sus individuos podrían disponer con comodidad
las 2.500 calorías diarias necesarias para vivir. Pero son esas intrincadas
relaciones culturales, producto de su bastante incomprensible búsqueda de
“poder de dominación” de algunos sobre otros, las que impiden que todos coman
aceptablemente.
La principal causa de muerte de esta
especie es el hambre. Cada 7 segundos muere un ser a causa de la falta de
alimentos. Ahí está lo curioso de todo: sobran alimentos, no sólo los que la naturaleza
pone a su alcance en estado natural (pese a la enorme masa de individuos que
desde hace unos 100 años crece a un ritmo aceleradísimo), sino también los que
la especie elabora en forma artificial, con su industria, única entre todas las
especies animales existentes. Sobran alimentos, decíamos, pero la incorrecta
distribución de los mismos, merced a ese incontrolable afán de poderío, hace
que el hambre abunde y golpee sin clemencia a la mayor parte de la especie.
Algo que no pudimos terminar de entender,
y que estudiado más a fondo esperamos poder resolver en un breve tiempo, es
cómo a partir del aumento de comida disponible (de ello hace unos 12.000 años,
con el paso a la vida sedentaria a partir del descubrimiento de la agricultura)
las sociedades humanas, en vez de mejorar, se estratificaron en clases sociales
dividiéndose en los que disponen de más recursos y comen mejor, y en los menos
beneficiados (siendo entre éstos –por cierto las grandes mayorías de seres– donde
se da más la muerte por inanición). Cuanto más crece la capacidad productiva de
la especie, más se alejan los beneficiados de los desposeídos en el acceso a lo
producido. Esto, repetimos, no lo vimos en ninguna otra especie animal. Otras
sociedades menos inteligentes que pudimos constatar (hormigas, abejas,
cardúmenes de peces, rebaños de mamíferos) distribuyen en forma armónica y
equilibrada los recursos. Es por eso que no terminamos de entender aún cómo esa
inteligencia humana no puede resolver esta cuestión. Y por lo que vimos, las
sociedades viven en guerras monstruosas por esa injusticia distributiva.
Este punto refuerza lo dicho más arriba:
las tendencias agresivas, el afán de poderío, el poder de ataque, signa toda la
historia de la especie. Desde la primer arma –la primera piedra afilada– su
historia es una sucesión de armas para atacarse y dominarse recíprocamente; y
desde que pudimos constatar sociedades complejas hace unos cuantos milenios,
ese hambre de dominación ha servido para aumentar las diferencias entre clases
sociales y para ampliar su capacidad ofensiva. Hoy, producto de una muy
desarrollada industria que ningún otro animal dispone, tiene una capacidad
destructiva bastante importante, pudiendo hacer desparecer toda forma viviente
del planeta con las armas que llegó a crear. Pero justamente eso es lo que nos
dejó perplejos: conocen la fisión nuclear pero no pueden resolver el problema
del hambre.
Es más: los intereses de las clases
dominantes (que han ido variando en este tiempo de vida sedentaria) van
absolutamente en contra de equiparar el acceso a los recursos para todos. Y eso
nos lleva a una segunda constatación igualmente incomprensible: esta especie es
la única que vive autoagrediéndose en forma permanente.
De todas sus industrias –que no son
pocas por cierto– la más desarrollada, la que pone en movimiento lo más
avanzado de la inteligencia y la que genera mayores recursos simbólicos en
forma de lo que llaman dinero (mercancía universal que sintetiza la cantidad de
trabajo acumulado de que alguien puede disponer), es la producción de
instrumentos para la dominación, para matar a otros. La tarea principal de la
especie es la preparación para las guerras. La violencia marca totalmente la
historia de la especie.
Luego del hambre, la segunda causa de
muerte de los individuos que forman toda la humanidad, es la violencia.
Enfermedades naturales sigue habiendo muchas, pero en general, merced a esa
industria inteligente a la que hacíamos referencia, están muy controladas.
Mueren más personas por hambre y por causas violentas que por trastornos
bio-físico-químicos.
La violencia marca todas sus relaciones.
Como anticipábamos, las interacciones entre los miembros de la especie están
marcadas/determinadas por distintas formas de violencia. Lo veíamos con esas
creencias de superioridad de una cultura sobre otra. Para ejemplificarlo muy
rápidamente: aún hoy, pese al dominio industrioso de tantos aspectos de la
realidad material, siguen adorando íconos (“dioses” los llaman). En muchos
casos se matan en su nombre, o se desprecian unos a otros en nombre de su
adoración. Hay dioses “mejores” y “peores”; hay dioses “civilizados” y dioses
“primitivos”. Y lo curioso (tenemos infinidad de pruebas audiovisuales que lo
demuestran) es que pese a su inteligencia constructiva (grandes máquinas,
viajan fuera del planeta, bombardean el átomo, etc.) siguen adorando esos
íconos, y en muchos casos hacen la guerra invocándolos.
La violencia cultural los persigue;
todas sus relaciones como individuos o como colectivos tienen que ver con ese
especial modo de relacionamiento. Incluso la reproducción, como ya
anticipáramos. Con escasas excepciones, casi todas las especies vivientes
(vegetales y animales) se reproducen en forma sexuada. El caso del ser humano
no escapa a esta generalidad. Pero las diferencias entre sexos tampoco escapan
a esa cubierta cultural marcada por la violencia. Los machos se consideran
“mejores”, “más importantes” que las hembras (las mujeres). Los diferentes
sistemas culturales que han erigido se cimentan sobre esas construcciones
no-biológicas. Su sexualidad, si bien asienta en mecanismos físico-químicos,
está totalmente envuelta por lo cultural. Y es este el otro gran campo donde
vemos las incongruencias que presentan como especie. Se dividen en géneros, es
decir: construcciones culturales por las que los machos tienen atributos y
derechos específicos sobre las hembras, que siempre juegan un papel más sumiso
y pasivo. Todas las culturas han repetido esos moldes. La sexualidad no está
sólo al servicio de la reproducción; de hecho, los contactos sexuales no están
reglados por ciclos biológicos periódicos sino que permanece abierta todo el
tiempo. Pero justamente sobre ella recae todo el peso de las prohibiciones
culturales. En general hay un doble discurso bastante cómico sobre la misma: se
dice una cosa y se hace otra. Se condena la homosexualidad, pero la
bisexualidad no es infrecuente; se habla de monogamia, pero se mantienen
relaciones exogámicas en forma oculta; los machos (que, en realidad, son
“hombres” en función de estas pautas culturales que signan la edificación de las
sociedades) controlan a las hembras (llamadas “mujeres”). Tal es el grado de
control y sometimiento de los hombres sobre las mujeres que la especie toda es
designada, por medio de un perverso mecanismo metonímico, como “el hombre”,
sinónimo sin más de humanidad. Hay culturas que hacen de esta diferencia una
cuestión de fe confiriéndole así un estatuto divino.
Lo importante a destacar es que no hay
ninguna cultura superior (aunque algunos miembros de algunas de ellas así lo
crean). Hay, sin dudas, diferencias en el desarrollo técnico que cada una ha
obtenido, y desde hace aproximadamente 200 años la moderna tecnología que
desarrolló el así llamado Occidente ha tomado la delantera; pero lejos está de
poder decirse que esa cultura sea “mejor” que otras.
Hay siempre una cultura dominante. Eso
es incontrastable. Por milenios los seres humanos así han construido su
historia: una cultura se impone sobre otras y marca el rumbo. Lo hace, antes
que nada, en términos militares. Luego se justifica esa dominación con los más
absurdos argumentos. Todo lo cual nos
deja la pregunta –que trataremos de ir develando en el futuro– respecto al por
qué de esta manera de ser. ¿Por qué los seres humanos son tan autodestructivos?
Esa es su característica distintiva.
Viven matándose entre sí y a sí mismos: de hambre, con guerras, utilizando
sustancias que saben que son altamente nocivas (estupefacientes varios, alcohol
etílico, tabaco), despreciándose en nombre de diferencias culturales (los amos
sojuzgan a los esclavos, los hombres a las mujeres). Pero lo más curioso es que
atacan su propio medio ambiente, y en especial el agua, el elemento que les es
indispensable para la vida. El afán de poderío rige todos sus actos, aunque todavía
no terminamos de entender con exactitud por qué. Es esa tendencia la que está
llevándolos a un desastre ecológico de proporciones catastróficas. En vez de
buscar soluciones de consenso general a esos problemas planetarios, se
enfrascan en salidas pequeñas, mezquinas, basadas sólo en intereses de pequeños
grupos.
En los últimos años de su existencia
surgieron voces que entendieron esta tragicómica situación, intentado construir
otras alternativas. “Socialistas” se llaman a sí mismos. Cuando comenzaron a
implementar sus novedosas concepciones, a partir del año 1917 según su sistema
de medición del tiempo, si bien solucionaron algunos de los problemas
ancestrales de las sociedades (el hambre por ejemplo) no dejaron de evidenciar
que la lucha por el poder seguía estando presente e influyendo en cada paso.
Pero, sin dudas, abrieron la puerta a la esperanza por una sociedad más
equilibrada. Aún no la han conseguido, pero comenzaron a buscarla. Aunque, por
supuesto, el peso de la tradición es una carga excesivamente pesada, y la
transformación se hace por tanto algo muy difícil, muy lento. Luchar contra el
peso cultural (la idea de clase social, de superioridad del amo sobre el
esclavo, el machismo, el racismo, los nacionalismos) les cuesta infinitamente
más que transformar la naturaleza material. Pero parece que, aunque con grandes
dificultades, en ese cambio de rumbo cultural están.
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