“En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada americana”.
Los militares latinoamericanos, como todo militar, se
han dedicado a la guerra; pero en muy buena medida a un tipo de guerra peculiar:
las guerras civiles. En el transcurso del pasado siglo casi no hubo guerras
interestatales en la región; la función de las fuerzas armadas se concentró en
la represión interna.
Como parte de la Guerra Fría prácticamente todos los
países latinoamericanos vivieron guerras internas insurgentes y contrainsurgentes.
Con distintas modalidades, en toda el área entre los 60 y los 90, tuvieron
lugar feroces procesos de militarización. A la proclama revolucionaria
siguieron invariablemente atroces acciones represivas.
La respuesta contrarrevolucionaria la dieron los
Estados con sus cuerpos armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en
evidencia dos cosas: por un lado, ratifica qué son en verdad las maquinarias
estatales ("violencia de clase organizada", según la definición
leninista), a favor de qué proyecto se establecen y perpetúan (obviamente no
del campo popular); y por otro lado, desnuda la estructura de los poderes: los
ejércitos reprimieron el proyecto revolucionario, pero ellos cumplieron su
mandato; el real poder que usó la fuerza para seguir manteniendo sus
privilegios no aparece en escena.
Hoy día, terminada
Pasadas las dictaduras militares, con distintas
modalidades, con suertes diversas también en los procesos emprendidos, los
países que sufrieron esos monstruosos conflictos armados iniciaron alguna
suerte de ajuste de cuentas con su historia. Más allá de los resultados de esos
procesos, desde el enjuiciamiento y condena a los comandantes argentinos hasta
la total impunidad y el retorno al poder por vía democrática en Bolivia o en
Guatemala, el común denominador ha sido y sigue siendo que los ejércitos
contrainsurgentes cargan con todo el peso político y la reprobación social
respecto a las guerras sucias transcurridas.
Sin ninguna duda, esas guerras fratricidas fueron sucias,
de más está decirlo. La tortura, la desaparición forzada de personas, la
violación sistemática de mujeres, el arrasamiento de poblaciones rurales enteras,
fueron parte de las estrategias de guerra seguidas por todos los cuerpos castrenses.
Hoy día, cuando pensamos en el fracaso de los proyectos revolucionarios latinoamericanos,
tenemos inmediatamente la imagen del verde olivo y las botas militares. ¿Pero
no estaban preparados para eso los ejércitos de esta región?
La doctrina militar de todos los ejércitos del área no
se elabora en Latinoamérica: para eso estaba
Hoy día se habla de revisar el pasado. Ello es
imprescindible, por cierto. El futuro se construye mirando el pasado; la basura
no puede esconderse debajo de la alfombra porque inexorablemente, siempre, lo
reprimido retorna. Pero esto abre una duda: revisar el pasado no debe ser
sólo el juicio y castigo a los responsables directos de los crímenes infames
que enlutaron las sociedades latinoamericanas las pasadas décadas.
Las fuerzas armadas cumplieron sus funciones, como sus
mismos comandantes se cansaron de repetir en cualquiera de los países donde
condujeron las guerras internas, y no tuvieron nada de qué arrepentirse. Por
supuesto que lo condenable es la extralimitación en que, como Estado,
incurrieron estas fuerzas. El Estado no puede reprimir a su población, pero ¿de
qué Estado hablamos? Es quimérico pensar que este aparato de Estado pertenece a
todos; las dictaduras militares lo demostraron. Cuando el andamiaje real del
poder de las clases dominantes es tocado, ahí se desnuda el carácter del
Estado, de las "democracias" parlamentarias.
Si pedimos juicio y castigo a los responsables de los
cientos de miles de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los
países latinoamericanos de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para
no olvidar la historia negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que el
enemigo no es el guardaespaldas
del amo: sigue siendo el amo.
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