Rodríguez,
viejo zorro de la policía, detective con más de 30 años en su oficio, ni bien
vio el rótulo tuvo la corazonada. “Ella es”, se dijo.
Don Antonio de
la F., terrateniente de estirpe, heredero, según decía, de marqueses españoles
que se habían trasladado a estas tierras algunos siglos atrás, era un virtual
señor feudal. Aunque eso no estaba escrito en ningún documento, ejercía de
hecho un derecho de pernada con las jovencitas de su más extendida hacienda
-tenía varias tierras-. Dentro de “La Santa María”, como se llamaba la heredad
mayor, había un caserío que, en las épocas de corte de caña de azúcar con todos
los trabajadores estacionales que llegaban, pasaba de tres mil habitantes. Por
supuesto, no había allí estación de policía ni juzgado; la única ley era la
palabra del propietario… y su ejército de guardias privados que la hacía
cumplir.
El acaudalado
hacendado, que no vivía ahí sino que llegaba cada tanto en helicóptero o,
eventualmente, en vehículos -eran tres carros blindados, dos de ellos con
guardaespaldas- elegía entre las “doncellas” las más bonitas. Era casi
obligado: si señalaba una muchacha, la misma tenía que pasar por él. El
Medioevo no parecía haber terminado en ese país centroamericano.
Sus hijos
oficiales eran cuatro, todos con la misma mujer: una acaudalada hija de
terratenientes de ascendencia alemana. De los hijos naturales, los surgidos de
esas uniones por jus primae noctis, había perdido la cuenta; calculaba,
muy a la ligera, que no menos de treinta. Esa era la “normalidad” de este lugar
que don Antonio, burlonamente, gustaba llamar Feudalia.
Dorotea era,
por lejos, la joven más bonita de la hacienda. Con un rostro que combinaba
belleza angelical y traviesa picardía, y un cuerpo escultural que no parecía el
de una campesina sometida a duras faenas, el patrón la había elegido entre
todas sin pensarlo dos veces. Además, era tremendamente inteligente. En
reiteradas ocasiones le había propuesto llevarla a la capital y convertirla en
modelo publicitaria. Su hermosura perfectamente lo permitía. Dorotea, sin
embargo, rehusaba siempre. Ella prefería la vida rural. Con dieciocho años, aún
no había tenido hijos. El embarazo que cursaba ahora, aunque no lo sabía a
ciencia cierta, presumiblemente era de don Antonio.
Si bien en forma
pública ella siempre trataba de “usted” al potentado, en lo privado había sido
la única que, espontáneamente, osaba tutearlo. Eso le encantaba a don Antonio
-ni su esposa legal lo hacía-. Dadas sus características sado-masoquistas,
gustaba de ser golpeado por la joven. Sus aparatosas relaciones sexuales implicaban
algunos tormentos -pequeños, mezcla confusa de suplicio y placer, no llegaban a
la sangre- y sometimientos varios, siempre infringidos por Dorotea al
hacendado. Esa era la condición para que, en palabras del dizque descendiente
de marqueses, “haiga goce”.
Aprovechando
esa suerte de hechizo-poder que la bella campesina ejercía sobre su virtual amo
-al que despreciaba con todas sus fuerzas-, negándose sistemáticamente a ir a
trabajar de modelo a la capital, había conseguido que la pusiera como heredera
legítima de una gasolinera (una de las quince que poseía don Antonio) en un
pueblo cercano, cabecera municipal de L. El hijo en camino, había decidido
Dorotea, si era de su novio, lo criaría con todo su amor. Si era del “cerdo
repugnante” de don Antonio, lo sacrificaría. Como cosa que el potentado no
hacía nunca con ninguna de las campesinas a las que obligaba a tener sexo a su
antojo, con Dorotea dejaba siempre generosos regalos en efectivo. Con ese
dinero, la joven tenía pensado abrir una tienda de abarrotes generales y una
pequeña farmacia. Si bien tenía aprobada apenas la escuela primaria, era muy
emprendedora y, sin ningún lugar a dudas, muy lista. Tanto, que ahora estaba
tomando un curso de farmacia popular a través de programas de radios
comunitarias. Conocimientos mínimos, pero que en una aldea campesina podían
servir para complementar la herbolaria tradicional.
Luego de
numerosos ruegos, Dorotea consiguió que don Antonio le llevara los químicos
necesarios para preparar bótox, es decir: toxinas botulínicas, ese poderosísimo
veneno, el más letal para los humanos, que produce parálisis muscular y mata
casi al instante, pero que también, en dosis mínimas, sirve para tratamientos
cosméticos. El finquero no veía necesario que una mujer joven, tan hermosa y
sin arrugas comenzara a usar ese producto; pero, hipnotizado por su pitonisa, accedió.
Como la muchacha había comenzado a estudiar algo de farmacopea pensando, a
mediano plazo, en la instalación de una farmacia popular en el pueblo, cosa que
don Antonio veía con buenos ojos, no dudó en conseguir lo solicitado.
En los últimos
tiempos, desde el embarazo de su joven amante, las visitas del potentado a “La
Santa María” -una de sus seis propiedades rurales- se habían hecho más
frecuentes. En una de esas visitas, Dorotea le ofreció un fresco que “sabía
raro”, según manifestó don Antonio. Fue un viaje fulgurante, en
helicóptero. A primera hora de la mañana lo decidió, y al mediodía estaba
aterrizando en la hacienda. Tuvieron sexo apasionado, como siempre; esa vez más
“alocado” que nunca, por eso el obeso propietario transpiró mucho, aceptando de
buen grado la bebida ofrecida por la muchacha. A primera hora de la tarde ya
estaba nuevamente en su lujosa oficina en un pent house en la ciudad
capital.
La tarde del
siguiente día, moría de una parálisis respiratoria. Cuando lo supo, Dorotea
sonrió satisfecha. La dosis, extremadamente alta y de la que ella se las
ingenió para no probar una gota al compartir el fresco, terminó con ese “inmundo
cerdo explotador hijo de la gran puta”.
Cuando tiempo
después el Inspector Rodríguez -lo apodaban “El Sabueso”- vio el nombre de la
abarrotería en las inmediaciones de “La Santa María” no lo dudó: esa jovencita
había sido. De todos modos, nunca pudo demostrársele nada. La astuta muchacha
desapareció como por arte de magia todas las toxinas y los adminículos con que
había preparado el brebaje. Como la relación con el finquero era irregular,
semi secreta, ella no lloró su muerte. Por tanto, nada despertó suspicacias. De
todos modos, la intuición de Rodríguez estaba en lo cierto. De un personaje de
la importancia económica y política de don Antonio de la Fuente y Carbajal
Mendoza, marqués de Manzanares, principal financista del partido gobernante y
dueño de al menos diez grandes y prósperas empresas en el país, había que resolver
con claridad lo sucedido. El certificado de defunción consignó parálisis
respiratoria a causa de botulismo. No se pudo identificar nunca qué alimento le
había causado el deceso. Meses después de la muerte, Rodríguez, con
autorización de sus superiores, quiso visitar la hacienda, porque intuía que
ahí “había algo”. No obtuvo nada, y si lo obtuvo, seguramente se llevó el
secreto a la tumba.
El hijo de
Dorotea, según dijo la joven, murió de bebé por asfixia al haber ingerido una
piecita de algún juguete. Ese elemento, combinado con el nombre de la tienda,
hizo sacar la conclusión al avezado investigador: Dorotea, ahora propietaria de
una gasolinera, sonreía victoriosa en la puerta de su abarrotería: “ME 109
CITA”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario