El uruguayo Pepe Mujica fue un buen presidente. Así lo marcan las encuestas. Pero, ¿qué significa ser un “buen presidente”? ¿Lo es, por ejemplo, Andrés Manuel López Obrador en México, quien luego ya de un tiempo en el gobierno no evidencia un notorio desgaste como pasa con otros dignatarios, o Nayib Bukele en El Salvador, aceptado ampliamente por el manejo que dio en su país a la pandemia de COVID-19? ¿Quizá Vladimir Putin en Rusia, que sigue teniendo un amplio margen de aceptación popular que le permite eternizarse en el Kremlin? Hoy por hoy, según la preferencia del electorado, tanto Angela Merkel en Alemania como Emmanuel Macron en Francia no gozan de la mayor popularidad. ¿Son “malos” mandatarios entonces? ¿Y qué decir de Salvador Allende en Chile, amado por muchos, pero desplazado del poder con un sangriento golpe de Estado que le costó su vida? ¿No era un “buen” presidente entonces? Del mismo modo puede preguntarse por Hugo Chávez, o más aún por su sucesor, Nicolás Maduro: ¿está “manteniendo” la Revolución Bolivariana o es el artífice del actual “desastre” venezolano?
Es creencia repetida hasta el cansancio
que los presidentes, los mandatarios en sentido amplio, en este engendro
confuso y perverso que se nos presenta como “democracia” en el marco de los
sistemas capitalistas (pretendidamente: gobierno del pueblo), son los que
mandan. Eso es lo que machaconamente nos dice la ideología dominante, repetida
hasta el cansancio a través de todos sus mecanismos de aculturación: escuela,
medios masivos de comunicación, iglesias, sentido común.
Esta idea, absolutamente cargada de una
ideología antipopular, mezquina y entronizadora del individualismo, ve la
historia como producto de “grandes hombres”. Vale la pena, al respecto, repasar
esa maravillosa poesía del dramaturgo alemán Bertolt Brecht “Preguntas de un obrero que lee”.
Allí, mofándose de esa creencia centrada en los “grandes” personajes, entre
otras cosas se pregunta: “César derrotó a los galos. ¿No llevaba siquiera
cocinero?”
La historia es una muy compleja
concatenación de hechos, siempre en movimiento, donde el conflicto, el choque
de elementos contrarios es lo que la dinamiza. De ahí que un pensador decimonónico,
hoy tratado (infructuosamente) de “pasado de moda” -en realidad, más vivo que
nunca: Carlos Marx- pudo decir que “la lucha de clases es el motor de la
historia”. Aunque cierto pensamiento conservador, de derecha, pueda
horrorizarse ante esa formulación y pretenda seguir viendo en esos “grandes
hombres” (¿no hay grandes mujeres también?) los factores que mueven la
humanidad -por lo que llama al “pacto social”, a la “negociación de las
diferencias”-, con los pies más sobre la tierra uno de los actuales super
archimillonarios del mundo: el financista estadounidense Warren Buffet (con
alrededor de 90,000 millones de dólares de patrimonio), dijo sin tapujos: “Por supuesto que hay luchas de clase, pero
es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos
ganando.” Y que no anide la más mínima duda: ¡Warren Buffet es de derecha,
no es un marxista! Pregunta complementaria, que debe dirigir toda nuestra
reflexión en el ámbito de lo sociopolítico: ¿son los millonarios quienes
producen sus millones, o son las grandes masas trabajadoras quienes los hacen? ¿De
dónde viene la riqueza? Lo dice Marx sin cortapisas en la Crítica del Programa
de Gotha, de 1875: “Como el trabajo es la
fuente de toda riqueza, nadie en la sociedad puede adquirir riqueza que no sea
producto del trabajo. Si, por tanto, no trabajó él mismo, es que vive del
trabajo ajeno y adquiere también su cultura a costa del trabajo de otros”.
Debe quedar claro de una buena vez por
todas que la historia no la hacen los personajes, no depende de “una persona”
en particular; la historia la hacen las grandes mayorías en su dinámica social.
Los personajes, como diría Hegel, son parte de un infinito teatro de
marionetas. Los personajes pueden contar: no es lo mismo un pusilánime pelele
como George Bush hijo (marioneta de otros poderes, sujeto con severos problemas
psicológicos personales) que un estadista como Vladimir Putin (con el que se
podrá coincidir o no, no importa, pero que tiene un peso decisivo en la Rusia
post soviética), o que Fidel Castro, por ejemplo, o que un líder carismático
como Mahatma Ghandi. Pepe Mujica, el “presidente más pobre del mundo”, como se
le ha dicho, es muy buena persona. Cuando fue mandatario de su Uruguay natal,
no andaba pavoneándose en banquetes de gala con ropa costosa ni relojes de oro
de afamadas marcas. ¿Cambió el país por eso? Sería ingenuo creer que sí.
Álvaro Arzú, hombre fuerte de la política
guatemalteca por varias décadas y conspicuo exponente de la oligarquía
nacional, acaudalado millonario que no necesitaba el sueldo de funcionario
público para vivir, no es lo mismo que el presidente Jimmy Morales, comediante
de segunda devenido gobernante por avatares del destino. Pero esos “hombres” no
deciden todo, en absoluto. Los mandatarios, en las democracias capitalistas,
son una expresión de los verdaderos factores de poder, quienes detentan la
propiedad de los medios de producción: tierras, empresas, banca. ¿Quién da las
órdenes a quién? Si nos quedamos con la idea -falsa y equivocada- de “grandes
hombres”, o de que los presidentes son, efectivamente, quienes mandan, no
entendemos lo que es la marcha de la historia.
Veamos algunos ejemplos para graficarlo:
un país pobre como Guatemala, una potencia económico-político-militar como
Estados Unidos, o un país socialista como Cuba.
En Guatemala regresó en el año 1986,
luego de años de sangrientas dictaduras militares, esto que se llama “democracia”.
Ya han pasado numerosos gobernantes desde entonces, “elegidos
democráticamente”: Vinicio Cerezo, Jorge Serrano Elías, Álvaro Arzú, Alfonso
Portillo, Oscar Berger, Álvaro Colom, Otto Pérez Molina, Jimmy Morales, más dos
que llegaron por mecanismos administrativos: Ramiro de León Carpio y Alejandro
Maldonado. ¿Algún cambio para las grandes mayorías populares? ¡Ninguno!: continúa
el 60% de población en condiciones terribles de abandono, sigue el
analfabetismo, el país sigue siendo un exportador neto de materias primas, la
clase dominante se mantiene como la oligarquía más rica de la región, la más
anticomunista y la menos modernizante. A inicios del 2020, antes que comenzara
la pandemia de coronavirus, llegó uno nuevo: Alejandro Giammattei; ¿podía
esperarse algo nuevo con él? Más allá de la esperanza, sana y razonable, que se
puede tener ante cualquier cambio de cara, la realidad lo indica: sigue la
pobreza, la exclusión de los pueblos originarios, el patriarcado, la corrupción
y la impunidad. La crisis sanitaria, manejada muy incompetentemente (más de
2,000 muertos con 17 millones de habitantes contra 88 en Cuba socialista, con
12 millones) potenció el calamitoso estado socioeconómico, que siguió siempre
sin mejoras, inalterable. El 60% de población en situación de pobreza, el 50%
de niñez desnutrida o el 15% de analfabetismo no lo corrige “una” persona, más
allá de la buena voluntad que pueda tener (y parece que ningún presidente la
tiene). Son los detentadores de otros poderes, que no necesitan sentarse en la
silla presidencial, los que deciden las cosas: la rancia oligarquía “de
linaje”, heredera de los privilegios coloniales, más un empresariado moderno
surgido en el siglo XX, al que habría que agregar una pléyade de “nuevos ricos”
hechos a la sombra del Estado contrainsurgente de las últimas décadas, y sobre
ellos, el representante del gobierno imperial de Estados Unidos, que hace del
subcontinente latinoamericano su zona de influencia “natural”.
Veamos otro ejemplo: Estados Unidos. Tomemos los últimos presidentes de estas décadas:
John Kennedy, Lindon Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, James Carter, Ronald
Reagan, George Bush padre, Bill Clinton, George Bush hijo, Barack Obama, Donald
Trump. ¿Qué cambió en lo sustancial para el ciudadano estadounidense medio
(Homero Simpson), o para nosotros en Latinoamérica, su virtual patio trasero?
Nada. Estados Unidos, no importa con qué gerente, siguió siendo una potencia
rapaz, belicista, imperialista. Desde la Casa Blanca nadie jamás pidió perdón
por el lanzamiento de dos bombas nucleares contra población civil en Japón ni
por el destrozo inmisericorde de Vietnam. La actitud imperial se mantiene
incólume con cualquiera de ellos. Quien toma las decisiones finales -en
general, en las sombras, sin que el gran público lo sepa, y mucho menos pudiendo
incidir en ello- son las grandes corporaciones ligadas a los principales rubros
económicos: el complejo militar-industrial (que inventa guerras a su
conveniencia, lo cual le genera muchísimos dólares por minuto de ganancia), las
compañías petroleras, los megabancos, la industria química, la narcoactividad
(que no es cierto que sea un negocio solo de narcotraficantes latinoamericanos:
¿quién la distribuye y lava los activos en el Norte?), y últimamente, los
negocios ligados a las nuevas tecnologías digitales.
Veamos el ejemplo de Cuba socialista:
murió el dirigente histórico de la revolución, el Comandante Fidel Castro, y ya
consolidado el proceso socialista, no hubo cambios como lo esperaba ansiosa la
derecha internacional y los furiosos “gusanos” anticomunistas de Miami. El
pueblo cubano, defensor de su revolución, es quien mantiene altivo el proceso.
Conclusión: pese a lo que la ideología
individualista presenta, debe quedar claro que la historia la hacen las masas,
las grandes mayorías, los pueblos en su movimiento. Los conductores son una
expresión de ese movimiento. Pepe Mujica era un “buen tipo”, bienintencionado
sin dudas; pero eso solo no alcanza para lograr cambios reales. En el
capitalismo, el presidente de turno (¿gerente?, ¿administrador?, ¿capataz?) no
es sino un mandatario de los grandes poderes económicos. Si lo olvidamos,
olvidamos que la historia es la dinámica de luchas de clases sociales
enfrentadas y chocando continuamente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario