La actividad productiva del ser humano, imprescindible para su sobrevivencia, modifica el medio-ambiente, una característica distintiva básica que nos diferencia de todo el reino animal: nuestro trabajo va creando un mundo nuevo, “artificial”, podría decirse.
Desde la
primera piedra afilada por el Homo Habilis hace dos millones y medio de años
hasta las estaciones espaciales que circundan el planeta, ese proceso nunca se
ha detenido, y no se vislumbran motivos para que suceda.
La
productividad humana crece (siempre ha sido así) y, sumado a los cambios que
experimenta el clima a lo largo de los años, los siglos o los milenios, el
medio ambiente en que nos movemos como especie sufre modificaciones a las que
debemos ir adecuándonos. Pero algo está sucediendo desde hace un par de siglos,
que no puede explicarse solo por razones naturales. En estos últimos 200 años
los cambios en el clima han sido abrumadoramente dramáticos. Todas las
evidencias científicas así lo atestiguan.
Catástrofes
derivadas de la obtención de recursos necesarios para la vida no son nuevas en
nuestra historia; el agotamiento de selvas o de tierras cultivables por la sobrexplotación
marcan el paso del ser humano por el planeta (pensemos en el agotamiento de la
gran cultura maya en nuestras tierras, por ejemplo).
Sin embargo,
desde que entra en escena el capitalismo con su Revolución Industrial, la
producción cambió radicalmente: se empezó a producir no sólo para satisfacer
necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro económico. En
otros términos: se comenzaron a “inventar” necesidades, todo pasó a convertirse
en mercancía. Todo, absolutamente todo, se comienza a hacer para el mercado: la
salud, la educación, la espiritualidad, el sexo, la diversión, etc.
El cambio
climático por efecto del calentamiento global es un proceso natural que comenzó
hace 12,000 años, a partir del retiro de la última glaciación, tras la cual se
pudo llegar a la agricultura y a la domesticación de los primeros animales, y
como consecuencia de ello el ser humano de nómada se transformó en sedentario.
Surgió así el establecimiento fijo de sociedades agrarias con una producción excedente,
a partir de la cual nacen las aglomeraciones humanas basadas en la propiedad
privada con clases antagónicas.
Desde entonces
ya conocemos la historia: las clases poseedoras defienden a muerte (¡a muerte!)
su propiedad, y la “violencia” deviene la “partera de la historia” (ningún
cambio en las relaciones de poder ha sido -ni parece que pudiera ser-
pacífico). Quien se siente poseedor, se resiste a ceder lo que considera
propio.
En estos
momentos cursamos el final del proceso de glaciación por el deshielo de los
polos Norte y Sur y los glaciales en las cordilleras del Himalaya, los Andes y
los Alpes. Pero a ello hay que sumar algo novedoso: en el actual calentamiento
global hay una mano humana comprometida. La industria moderna, que se alimenta
en muy buena medida de productos no renovables para su funcionamiento, ha
causado daños irreparables a los ecosistemas. No pareciera que el actual
ecocidio fuera consecuencia de ciclos naturales: el desmedido afán de ganancia
ha llevado a la presente (y catastrófica) situación.
La cultura del
consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible, aún más la
basada en el petróleo. Al generarse artificialmente las necesidades, esa cadena
no tiene fin. En función de ese modelo de desarrollo, el planeta está abocado a
un serio riesgo, todo entra en la lógica de la depredación, todo pasa a ser
botín. El planeta en su conjunto se constituye en materia prima para una
industria cuyo único objetivo es vender, forzar a consumir a cualquier precio.
¿Realmente se quiere
salvar el planeta? Pareciera que no. El alocado consumo de “necesidades
inventadas” es lo que produce el colapso de la Madre Tierra, y nada más. El
problema no lo constituye el “natural” cambio climático, el verdadero problema
es el modelo capitalista en curso.
La progresiva
falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que
inundan el globo terráqueo; la desertificación, el calentamiento global, el
adelgazamiento de la capa de ozono, que ha aumentado por 13 la incidencia del
cáncer de piel en estos últimos años; el efecto invernadero negativo, el
derretimiento del permafrost o permagel, son consecuencia de un esquema
productivo devastador que no tiene sustentabilidad en el tiempo.
¿Cuánto más
podrá resistirse esta rapiña de los recursos naturales? Las sociedades agrarias
“primitivas”, o inclusive las tribus del neolítico que aún se mantienen, son
mucho más moderadas en su equilibrio con el medio ambiente que el modelo
industrialista consumidor de recursos no renovables, puesto en marcha el
capitalismo.
¿Para qué
entonces esas periódicas reuniones monumentales donde se discute,
supuestamente, el destino de la humanidad y de su casa común, el planeta
Tierra, tal como la que ahora se vive en París? ¿Para qué toda esta parafernalia,
insustancial en definitiva, que se mueve de un punto a otro del mundo cada
tantos años: Montreal, Nairobi, Kyoto, Copenhague, Cochabamba, París? ¿Por qué
la situación no mejora realmente? Porque no hay la mínima intención de cambio
en las grandes corporaciones globales que manejan el mundo. Así de sencillo.
¿Para qué se
reúnen entonces, con tanta pompa y bulla, estas Cumbres? Por un lado, para
salvar al capitalismo en tanto sistema, dado que es el acusado principal del
calentamiento global que se vive, y el sistema no se puede dejar venir abajo.
Por otro lado -quizá el objetivo principal- para incidir en forma planetaria en
las decisiones fundamentales que pesan en el mundo, para marcar las líneas de
acción que deberán tomar los países dependientes (la gran mayoría) y la ONU.
En suma, para
que las grandes corporaciones globales que mueven fortunas inconmensurables
puedan seguir produciendo alocadamente y no pierdan ni un centavo buscando
mecanismos alternativos para continuar con sus negocios. Por ejemplo:
certificando el “derecho a contaminar”, distribuyendo entre todos los países
miembros de Naciones Unidas cuotas de desarrollo (léase: contaminación
tolerada), que luego el país, si no la utiliza, podrá venderla a uno
industrialmente desarrollado.
O para cumplir
con la “corrección política” de firmar Protocolos que luego nunca cumplen en
sus procesos industriales, pues no hay fuerza real que los puede poner en
cintura. Es evidente que dentro del marco del libre mercado no hay solución
posible para estos problemas. Se necesita, entonces, pensar en nuevas salidas,
nuevos modelos. ¿Qué hacemos?
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