jueves, 6 de agosto de 2020

EL ECOCIDIO CONTINÚA, Y LA PANDEMIA NO CAMBIÓ ESA TENDENCIA

La actividad productiva del ser humano, imprescindible para su sobrevivencia, modifica el medio-ambiente, una característica distintiva básica que nos diferencia de todo el reino animal: nuestro trabajo va creando un mundo nuevo, “artificial”, podría decirse.

 

Desde la primera piedra afilada por el Homo Habilis hace dos millones y medio de años hasta las estaciones espaciales que circundan el planeta, ese proceso nunca se ha detenido, y no se vislumbran motivos para que suceda.

 

La productividad humana crece (siempre ha sido así) y, sumado a los cambios que experimenta el clima a lo largo de los años, los siglos o los milenios, el medio ambiente en que nos movemos como especie sufre modificaciones a las que debemos ir adecuándonos. Pero algo está sucediendo desde hace un par de siglos, que no puede explicarse solo por razones naturales. En estos últimos 200 años los cambios en el clima han sido abrumadoramente dramáticos. Todas las evidencias científicas así lo atestiguan.

 

Catástrofes derivadas de la obtención de recursos necesarios para la vida no son nuevas en nuestra historia; el agotamiento de selvas o de tierras cultivables por la sobrexplotación marcan el paso del ser humano por el planeta (pensemos en el agotamiento de la gran cultura maya en nuestras tierras, por ejemplo).

 

Sin embargo, desde que entra en escena el capitalismo con su Revolución Industrial, la producción cambió radicalmente: se empezó a producir no sólo para satisfacer necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro económico. En otros términos: se comenzaron a “inventar” necesidades, todo pasó a convertirse en mercancía. Todo, absolutamente todo, se comienza a hacer para el mercado: la salud, la educación, la espiritualidad, el sexo, la diversión, etc.

 

El cambio climático por efecto del calentamiento global es un proceso natural que comenzó hace 12,000 años, a partir del retiro de la última glaciación, tras la cual se pudo llegar a la agricultura y a la domesticación de los primeros animales, y como consecuencia de ello el ser humano de nómada se transformó en sedentario. Surgió así el establecimiento fijo de sociedades agrarias con una producción excedente, a partir de la cual nacen las aglomeraciones humanas basadas en la propiedad privada con clases antagónicas.

 

Desde entonces ya conocemos la historia: las clases poseedoras defienden a muerte (¡a muerte!) su propiedad, y la “violencia” deviene la “partera de la historia” (ningún cambio en las relaciones de poder ha sido -ni parece que pudiera ser- pacífico). Quien se siente poseedor, se resiste a ceder lo que considera propio.

 

En estos momentos cursamos el final del proceso de glaciación por el deshielo de los polos Norte y Sur y los glaciales en las cordilleras del Himalaya, los Andes y los Alpes. Pero a ello hay que sumar algo novedoso: en el actual calentamiento global hay una mano humana comprometida. La industria moderna, que se alimenta en muy buena medida de productos no renovables para su funcionamiento, ha causado daños irreparables a los ecosistemas. No pareciera que el actual ecocidio fuera consecuencia de ciclos naturales: el desmedido afán de ganancia ha llevado a la presente (y catastrófica) situación.

 

La cultura del consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible, aún más la basada en el petróleo. Al generarse artificialmente las necesidades, esa cadena no tiene fin. En función de ese modelo de desarrollo, el planeta está abocado a un serio riesgo, todo entra en la lógica de la depredación, todo pasa a ser botín. El planeta en su conjunto se constituye en materia prima para una industria cuyo único objetivo es vender, forzar a consumir a cualquier precio.

 

¿Realmente se quiere salvar el planeta? Pareciera que no. El alocado consumo de “necesidades inventadas” es lo que produce el colapso de la Madre Tierra, y nada más. El problema no lo constituye el “natural” cambio climático, el verdadero problema es el modelo capitalista en curso.

 

La progresiva falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo; la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, que ha aumentado por 13 la incidencia del cáncer de piel en estos últimos años; el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permafrost o permagel, son consecuencia de un esquema productivo devastador que no tiene sustentabilidad en el tiempo.

 

¿Cuánto más podrá resistirse esta rapiña de los recursos naturales? Las sociedades agrarias “primitivas”, o inclusive las tribus del neolítico que aún se mantienen, son mucho más moderadas en su equilibrio con el medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de recursos no renovables, puesto en marcha el capitalismo.

 

¿Para qué entonces esas periódicas reuniones monumentales donde se discute, supuestamente, el destino de la humanidad y de su casa común, el planeta Tierra, tal como la que ahora se vive en París? ¿Para qué toda esta parafernalia, insustancial en definitiva, que se mueve de un punto a otro del mundo cada tantos años: Montreal, Nairobi, Kyoto, Copenhague, Cochabamba, París? ¿Por qué la situación no mejora realmente? Porque no hay la mínima intención de cambio en las grandes corporaciones globales que manejan el mundo. Así de sencillo.

 

¿Para qué se reúnen entonces, con tanta pompa y bulla, estas Cumbres? Por un lado, para salvar al capitalismo en tanto sistema, dado que es el acusado principal del calentamiento global que se vive, y el sistema no se puede dejar venir abajo. Por otro lado -quizá el objetivo principal- para incidir en forma planetaria en las decisiones fundamentales que pesan en el mundo, para marcar las líneas de acción que deberán tomar los países dependientes (la gran mayoría) y la ONU.

 

En suma, para que las grandes corporaciones globales que mueven fortunas inconmensurables puedan seguir produciendo alocadamente y no pierdan ni un centavo buscando mecanismos alternativos para continuar con sus negocios. Por ejemplo: certificando el “derecho a contaminar”, distribuyendo entre todos los países miembros de Naciones Unidas cuotas de desarrollo (léase: contaminación tolerada), que luego el país, si no la utiliza, podrá venderla a uno industrialmente desarrollado.

 

O para cumplir con la “corrección política” de firmar Protocolos que luego nunca cumplen en sus procesos industriales, pues no hay fuerza real que los puede poner en cintura. Es evidente que dentro del marco del libre mercado no hay solución posible para estos problemas. Se necesita, entonces, pensar en nuevas salidas, nuevos modelos. ¿Qué hacemos?



 

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