Ponencia presentada en el IV Congreso Nacional de Psicología en Guatemala, organizado por el Colegio de Psicólogos y distintas universidades nacionales, el 31 de julio de 2020
Síntesis
Hoy
día vivimos una invasión de neurociencias. Todo el campo de lo psicológico hace
un tiempo que está dominado por esta tendencia “neuro”, con lo que ha ido
quedando de lado la dimensión social, histórica, “humanística” en sentido
amplio. Lo “neuro-científico” se presenta como expresión acabada de “la”
ciencia, como saber riguroso y sistemático, con lo que se pretende dejar a un
lado ese campo de lo histórico-social, lo que se tiene por “no científico”,
dudoso, por tanto, inexacto, casi rayano en la habladuría. De ahí a la
chabacanería, un paso. Las neurociencias, en tal sentido, intentan ser la
expresión más acabada de la seriedad.
En
esa apreciación se transmite un modelo de ciencia que, en términos
epistemológicos, ya está totalmente rebatido y superado: el “saber” no es solo
el que ofrece la medición, el laboratorio con el control de todas las
variables, la fría asepsia. Las modernas teorías físicas o matemáticas,
incluso, arquetipo primero del saber científico, hoy día apuntan también a la
indeterminación, al caos, a la incertidumbre (véase la física cuántica, o la
teoría de los fractales, por ejemplo, donde siempre hay algo misterioso en
juego). El criterio (o prejuicio) positivista de la hiper-medición como
criterio determinante no aplica para los complejos vericuetos de lo humano. Si
el macrocosmos social es tan “raro”, incierto, cambiante, mucho más lo es el
microcosmos de lo psicológico, de la subjetividad.
Reducir
las complejas, intrincadas, en numerosos casos incomprensibles reacciones
humanas -eso es lo que estudia la Psicología- a procesos neuronales, a
instancias físico-químicas, a asociaciones sinápticas en la corteza cerebral,
es cuestionable. Los fenómenos humanos, individuales o sociales, no se agotan
en explicaciones biológicas. Pero hoy, con una fuerza creciente, se asiste a un
posicionamiento de las llamadas “neurociencias” que se erigen como la llave
explicativa de la conducta humana. Tal explosión tiene causas bien
determinadas: habría una “normalidad” en juego, y por tanto una desadaptación.
Para esto último, para “corregir” esas disfuncionalidades, está esperando una
larga batería de psicofármacos listos para su consumo.
Dicho
de otro modo: las neurociencias responden al posicionamiento de la industria
farmacológica global que, amparándose en una pretendida cientificidad rigurosa
(resabios de un pensamiento decimonónico ya descartado por Freud en los inicios
de su producción intelectual) intenta hipermedicalizar el ámbito Psi, llenando
de psicofármacos aquello que, en realidad, no se arregla con “pastillas” sino
con significaciones humanas. Es decir: ¡buen negocio para los fabricantes de
pastillas!
Estas
neurociencias pretenden explicar todo lo humano, la tristeza y la felicidad,
las relaciones sociales, el poder, la violencia…. Y para eso están los
medicamentos como “solución”. Con esta exposición se pretende abrir una
discusión al respecto, porque entendemos que nuestro gremio, ganado cada vez
por este espejismo de la “ciencia exacta”, debe reflexionar críticamente al
respecto.
____________
ENSAYO
“Si usted quiere, puede”,
“Todo depende de usted”, “Ser exitoso es una cuestión de actitud”,
“No se estrese, maneje adecuadamente su ansiedad”, “¡Sea positivo!”,
“¡Eleve su autoestima!”. A lo que se podría agregar, necesariamente en
lengua inglesa: “Don’t worry! Be happy!”, tan representativo de los
tiempos que corren, cuando se habla insistentemente de “resolución pacífica de
conflictos” y rechazo a todo tipo de manifestación violenta. Expresiones como todas
estas se han hecho cosa habitual en nuestra vida cotidiana; una psicologización,
bastante cuestionable en términos epistemológicos o, mejor dicho: una
vulgarización de saberes que atañen a la subjetividad, recorre nuestro sentido
común, llenando de “tips” (hay que decirlo en inglés) el vocabulario
diario. Según nos dice (nos obliga) esta andanada de directrices, hay que ser resilientes,
políticamente correctos y buscar superarse continuamente, tener emociones
positivas y sonreírle a la vida con optimismo.
¿Qué significa esta proliferación
de “sanos consejos”, o “recetas para ser feliz y triunfar en la vida” que ahora
nos inunda? ¿Cómo entender este auge de “técnicas” que parecen servir para todo
(para individuos y para empresas, o sea: para estas grandes familias con
“colaboradores” y no “trabajadores”), tips que resuelven problemas y
marcan el camino hacia una pretendida aurora beatífica llena de éxito? Más allá
de toda esta parafernalia psicologista que se ofrece como llave para un mundo
libre de conflictos y problemas, conviene preguntarse si esto es posible (el
único paraíso es el paraíso perdido, se ha dicho por ahí), si realmente
podremos entrar al edén que todos estos dispositivos parecen ponernos a nuestra
disposición, o si hay aquí un puro espejismo insostenible (engañoso).
O más aún, debemos intentar averiguar
si este auge de “buenas prácticas” que nos promete una homeostasis sostenida se
agota en buenos deseos, o si hay allí agenda oculta, si existen otros intereses
tras todo esto, no explícitamente formulados. Rápidamente debemos preguntarnos,
al hacernos estos planteamientos, si no pecamos de “paranoicos”, para usar una
terminología del ámbito de la salud mental ya que estamos hablando de esto; es
decir, si no vemos fantasmas donde no los hay. “Conspiranoicos”, como se ha
dado en llamar últimamente. El análisis sopesado mostrará que no: hay engaño en
juego.
¿Qué significa esta avalancha de
“Psicología positiva”?, para usar un término tan a la moda actualmente. Si hay
una tal psicología “positiva”, evidentemente debe haber una “negativa”, de ahí
la necesidad de marcar la diferencia. Según la definiera Martin
Seligman[1] en
1999, la misma consiste en “el estudio científico de las experiencias
positivas, los rasgos individuales positivos, las instituciones que facilitan
su desarrollo y los programas que ayudan a mejorar la calidad de vida de los
individuos, mientras previene o reduce la incidencia de la psicopatología”.
Existe un enorme campo en esta siempre mal definida y problemática ciencia
llamada Psicología donde, en estos últimos tiempos, pudiera decirse que hay una
avanzada para borrar lo que tiene connotaciones negativas, apestosas.
Recordemos la frase de Freud -pareciera que en realidad nunca efectivamente
pronunciada- al acercarse a la costa neoyorkina para dictar sus famosas Cinco
Conferencias en la Clark University en 1909, cuando le habría dicho a su
acompañante Carl G. Jung: “no saben que les traemos la peste”.
Todo este esfuerzo de entronizar
la felicidad, lo “positivo”, podríamos decir “la buena onda”, en detrimento de
esa “peste” que abriría el Psicoanálisis, huele raro, despierta dudas. No está
de más mencionar -porque, sin dudas, hay una articulación en ello- que esa
cosmovisión triunfalista y glamorosa reniega radicalmente de la idea de
conflicto. No por casualidad en estas pasadas décadas de políticas neoliberales
a ultranza se enaltecieron los Métodos Alternativos de Resolución de
Conflictos; o sea, se dejó visceralmente de lado a Marx para pasar a Marc’s
(Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos). Del mismo modo se deja ¡visceralmente!
de lado la “peste” introducida por la revolución freudiana (el inconsciente) para
endiosar esa “ciencia” de la subjetividad (ahora rebautizada con el “muy
científico” prefijo neuro), especialmente preocupada por la superación
de lo “negativo” (¿léase “conflicto”?). O sea: glorificación del Yo, de la
conciencia, de la razón, de la “adaptación” a la “normalidad”, con la base
“rigurosa” que otorgan las neuro-ciencias.
Algo llama la atención en todo
esto: ¿por qué ese énfasis tan marcado en tapar, negar, superar lo conflictivo?
¿Por qué esa casi obsesiva necesidad de construir esa Felicidad con mayúscula,
esa machona insistencia en el optimismo, en el “Don’t worry, be happy!”?
¿Acaso la dimensión humana se marca solo por esa faceta? Las dos máscaras del
teatro, comedia y tragedia, parece que lo expresan mucho mejor. O lo dicho por
Antonio Gramsci, que con mucho tino llamaba a “actuar con el pesimismo de la
razón y el optimismo de la pasión”.
La tendencia que parece marcar
todo lo Psi contemporáneo es esa búsqueda casi desaforada de hacer a un lado lo
“molesto”. Ahora bien: ¿molesto para quién? Resuena ahí, tras esa declarada y
nunca oculta intención, una idea adaptacionista, normativizante. Habría una
“normalidad” determinada, y junto a ella “desviaciones” (enfermedades,
incomodidades, rarezas). Siguiendo esa cosmovisión, hay un patrón homeostático,
un equilibrio, una media normal. ¿Y el conflicto? Es un molesto cuerpo extraño,
hay que eliminarlo. La antigua idea de “instinto” (adaptación en el reino
animal) no ha desaparecido. Aunque lo humano supera con creces el instinto.
Estamos ante un planteo del más
rancio corte biológico positivista. En ese sentido las hoy tan “a la moda”
neurociencias brindan el soporte directo para ese paradigma de todo el campo
Psi. La “peste” del Psicoanálisis fue muy bien combatida en Estados Unidos, y
gracias a la inoculación de ese poderoso antídoto de la “normalidad”, los
países que son su caja de resonancia natural en lo concerniente a la Academia,
como es el caso de Guatemala, repiten similares patrones de Psicología
adaptacionista. Las neurociencias -“objetivas” por excelencia-, encumbradas en
lo más alto del pináculo de las “ciencias de la mente”, pasaron a ser entre
nosotros un elemento fundamental. Para ser “científicos” con todas las de la
ley, hay que adentrarse en ellas dejando de lado esas “oscuras cavilaciones”
subjetivas, supuestamente indemostrables. ¡El inconsciente no se puede medir en
laboratorio!
Los prejuicios epistemológicos
decimonónicos no parecen haberse retirado. En absoluto. De acuerdo a esos
anacrónicos planteos, solo es un saber riguroso aquél que pasa por el laboratorio.
En otros términos, se sigue equiparando lo humano a ratas experimentales, a los
perros de Pavlov. Ciencia, en tal sentido, es solo lo que se puede medir
fehacientemente. Lo demás no deja de ser charlatanería. Los manuales
experimentales de John Watson de principio del siglo XX no han variado en lo
sustancial en cuanto a compresión de qué somos (y qué hacer al respecto).
Evidentemente Freud sabía lo que
decía cuando llegaba al puerto de Nueva York: en el país modelo del
capitalismo, donde todo es mercancía para la compra-venta, donde el american way of life implica
necesariamente el final feliz, donde el ícono por antonomasia es el
“triunfador” de alguna fantasía hollywoodense, hablar de discordia es
sacrílego. Y justamente esa visión de lo humano dada por la Psicología de la
felicidad -para el caso, amparada en las neurociencias-, no puede tolerar el
disenso, la desarmonía, el conflicto.
El paradigma en cuestión puede
parecer trivial (o lo es), pero mueve toda la estructura que esa forma de hacer
Psicología puede llamar alegremente “ingeniería humana”. Como paradigmático
ejemplo, un reputado estudio en la materia[2] lo
permite ver con claridad: “La
activación prolongada de una región del cerebro llamada estriado ventral está
directamente relacionada con mantener emociones y recompensas positivas. La
buena noticia es que podemos controlar la activación del estriado ventral, lo
que significa que disfrutar las emociones más positivas está en nuestra mano.” De lo que concluye inmediatamente
que “las emociones positivas promueven
una mejor conexión social.” Por tanto, con “acciones positivas” todo va
mejor (suena a campaña publicitaria de alguna marca afamada, ¿verdad?).
La
cuestión es definir qué son esas acciones positivas, ese optimismo con el que
hay que enfrentar las cosas. ¿Olvidarse que hay conflicto? “El psicoanálisis no promete ni puede
prometer armonía alguna entre y para los hombres. Solo le cabe alertar acerca de
la inevitabilidad de una discordia eterna, de un malestar insalvable que, por
una parte, es inherente a la cultura y lo atormenta, pero que, por otra, es
motor fundamental de ella, de su posibilidad de vivir y sobrevivir,
riesgosamente, siempre más o menos próxima al límite de su autodestrucción. De
ahí que el calificativo más común para el psicoanálisis sea el de obra
pesimista. Pero la reacción es comprensible: la cultura no puede sobrevivir sin
ilusiones, los hombres necesitan creer imperiosamente en un futuro venturoso,
que los libere de las privaciones del presente”, dice bellamente Daniel
Gerber.
El
conflicto, la desavenencia, el desencuentro, el choque de contrarios, la
contradicción (todos elementos negativos que horrorizan a nuestra Psicología positiva)
son la esencia misma de la dinámica humana. A su turno, y de diversas maneras,
profundos pensadores de la tradición occidental lo han expresado, desde el
griego Heráclito de Éfeso en el siglo V antes de nuestra era (“La guerra es padre de todas las cosas”)
hasta Hegel en el siglo XIX (“La
dialéctica no es un método sino la forma de ser de la realidad”, “La historia es un altar sacrificial”),
desde Marx (“La violencia es la partera
de la historia”) hasta Freud (de ahí su formulación, ya con la teoría bien
solidificada, de una pulsión de muerte). Es decir: el manso paraíso libre de diferencias
no existe, es un mito, una ilusión.
Si
se quiere decir de otra forma: la “normalidad” entre los humanos (considerados
en su dinámica individual o colectiva) implica el desorden, algo que se escapa
de control, el elemento de la discordia. Hay siempre, forzosamente, un nivel de
incertidumbre, de malestar. Lo racional, el sujeto bienpensante hacedor de su
voluntad, el Yo como centro supremo de la vida psíquica, caen. “Nadie es dueño en su propia casa”, dirá Freud.
Lo interesante, lo que la Psicología de raigambre biologista no puede procesar
-y su filosofía concomitante tampoco-, es que ese supuesto “caos” tiene un
orden, una lógica. Lo aparentemente “irracional” no es tal. No es un cuerpo
extraño invasivo; tiene un porqué, admite una lectura sistemática. El
inconsciente se mueve por procesos claramente identificables: condensación y
desplazamiento, dirá Freud en los albores del Psicoanálisis. “Estructurado como un lenguaje siguiendo los
modelos de la metáfora y la metonimia”, agregará posteriormente Lacan
amparado en la ciencia lingüística. La dinámica social, del mismo modo, tiene
una lógica intrínseca, descubierta y formulada
a su manera por Hegel, o por Adam Smith, resituada revolucionariamente luego
por Marx: “El trabajo es la esencia
probatoria del ser humano, y la lucha de clases es el motor de la historia”.
Esa
es la pieza fundamental de estas dos grandes visiones de lo humano dadas por
estos dos grandes pensadores, continuamente vilipendiados y tenidos por
muertos: Marx y Freud. El presente texto no pretende ser un panegírico de
ellos, sino mostrar que son… cadáveres muy raros, eternamente insepultos, pues
su obra sigue produciendo mucho escozor. ¿Por qué? Porque ponen el conflicto en
el centro de lo humano. Y si hablamos de temas humanos: de la angustia, del
deseo, de la explotación, de las miserias varias, del malestar, no hay
experimento de laboratorio con control de todas las variables que pueda dar
cuenta de ellos. El estudio del cerebro no explica la complejidad de lo humano,
que es siempre social, pues no existe el “individuo” aislado. Eso es un artificio
didáctico para estudiar el cadáver en la mesa de disección. Y ese es el modelo
que siguen las neurociencias. Pero lo humano es más que un cadáver: es un ser
social, sexuado, deseante.
Las
neurociencias, con su pretendido sello de cientificidad indubitable -las
llamadas “ciencias duras” trasmiten esa ilusión-, más allá del supuesto rigor
que exhalan, quedan cortas, tremendamente cortas para entender las
complejidades humanas. Los experimentos de laboratorio son manipulaciones
tecnológicas: los conceptos fundamentales de las ciencias no salen de
observaciones con todas las variables controladas. La ilusión en juego es que
una medición rigurosa (la fría asepsia del laboratorio es su ícono fundacional)
otorga conocimientos rigurosos. Debe recordarse, sin embargo, que las elaboraciones
científicas (la ley de la inercia, o de la gravitación universal, la física
cuántica, la teoría del Big Bang, la relatividad o los fractales, así como el
inconsciente o la plusvalía, solo para poner algunos connotados ejemplos)
surgieron de la construcción conceptual, y no mirando atentamente por un
microscopio.
Las
neurociencias, en tanto pegadas a la tradición biomédica, no pueden superar la
noción de equilibrio, de homeostasis. En definitiva: de adaptación. Esa
categoría es válida en lo concerniente a la dimensión físico-química de la
materia viva. La dimensión que ahora nos interesa, de la que pretende hablar la
Psicología en tanto lectura de la subjetividad, no se explica por mecanismos
biológicos. Freud, neurólogo como era, desechó rápidamente un abordaje
neurofisiológico para acercarse al dolor psíquico. Su recomendación, dada desde
tempranas épocas y mantenida a lo largo de toda su vida, fue siempre que para
navegar en las profundidades de lo humano lo más pertinente era tener una
formación humanista. Lacan lo complementará invitando a estudiar Semiótica o
Topología. ¿Cómo explicar desde la homeostasis el deseo, siempre errático e insatisfecho,
o la guerra, o el racismo, o el patriarcado? El estudio del cerebro no explica
la transgresión, que es algo que nos define como especie. ¿Y el chiste, o el
poder? ¿Lo explican solo asociaciones neuronales?
El
prejuicio biologista es funcional, en definitiva, a una visión
psiquiátrico-normativista de la conducta humana. Eso es lo que hacen las
neurociencias. Su punto de llegada es un manual descriptivo de sintomatología
observable, empíricamente constatable, que arroja una cantidad (siempre
creciente) de “psicopatologías”. Curioso lo que sucede con esas “enfermedades”.
Años atrás la homosexualidad era considerada un trastorno psíquico, una
enfermedad, o un delito (en Gran Bretaña, por ejemplo, estuvo prohibida hasta
1967). Hoy día ya no lo es. ¿Y el rigor científico? ¿Qué conexión sináptica la
explica?
Del
mismo modo podríamos preguntar por las “epidemias” psicopatológicas de moda:
años atrás ni siquiera existía en los manuales el hoy día tan difundido
“trastorno bipolar”. En la actualidad es uno de los diagnósticos más
frecuentes. Y otro tanto se puede decir de lo que se llama Trastorno de
Hiperactividad -TDH- en la niñez. Anteriormente esto no existía. ¿Cómo es que
ahora resulta una “patología” tan frecuente? Esos cambios en la diagnosis hacen
pensar más en ¿modas? o, mejor aún, en estrategias mercadológicas impulsadas
por las grandes corporaciones farmacéuticas que, continuamente, van
descubriendo “nuevas” patologías. Sumamente curioso, porque eso no mejora
sustancialmente la práctica clínica, pero sí sirve para la acumulación de
capital en estas grandes empresas. Como dato nada insignificante: los
ansiolíticos -producto sumamente consumido en todo el mundo- están entre los
medicamentos de mayor venta. ¿Mejora eso la salud mental de las poblaciones?
Curioso
también esta proliferación de “enfermedades”, que obviamente necesitan de un
enorme arsenal psicofarmacológico para ser atendidas, aumentando ventas en
forma exponencial, en tanto el Psicoanálisis usa solo tres categorías para
abordar lo humano (neurosis, psicosis y psicopatías; alguna de esas “cosas”
somos todos, no hay “normalidad” por fuera de esas estructuras).
En
ese orden de ideas, las descripciones de síntomas observables que arrojan esos
estandarizados manuales (en Guatemala el más usual es el legado por la Academia
estadounidense, como no podía ser de otra forma, conocido por sus siglas en
inglés: DSM -Manual Diagnóstico y Estadísticos de los Trastornos Mentales-, hoy
en su versión número V), sirven como guía de acción (¿libros sagrados?) de la
práctica clínica en el ámbito Psi. Curioso que, a sideral distancia de lo
recomendado por el fundador del Psicoanálisis y por su más connotado seguidor,
Jacques Lacan, quienes llamaban a estudiar historia, filosofía, arte,
semiótica, humanidades en sentido amplio, lo que prima en la formación del
personal del campo Psi (psiquiatras y psicólogos, con algunos otros advenedizos
que venden “curas milagrosas”) es el sumergirse en las neurociencias. ¿Por qué
será que un manual como el DSM es libro de cabecera obligado de los psicólogos?
Si, como dirá Freud, la Psicología es siempre social[3], ¿por qué no priorizar eso
en vez de la visión biológico-individualista que prima actualmente en la
formación académica?
Sin
dudas, hay mucho que discutir allí. Hoy vemos un aluvión de “prácticas” Psi,
siempre amparadas en la idea de conciencia, razón, voluntad, fuerza del Yo. Así
tenemos desde coaching hasta counseling, terapias energéticas,
aromaterapias, libros de autoayuda y un sinfín de acciones que llaman a pensar
qué hay detrás de todo eso. Como mínimo, y para cerrar el presente texto a modo
de conclusión: 1) el terror a reconocer que el conflicto hace parte vital de
nuestra humana existencia, revelador de los límites infranqueables: muerte y
sexualidad, por lo que son infinitamente más tolerables toda esta suerte de
“apapachoterapias” que acarician buenamente al ego, y 2) el aluvión de bio-medicalización
que intenta copar el campo Psi es un gran negocio para los fabricantes de
psicofármacos.
Al
mundo de los psicólogos a quienes va dirigida la presente publicación se les
invita a reflexionar críticamente sobre todo lo dicho. El debate está abierto.
[1] Autor famoso en
este campo, creador del método PERMA para alcanzar la felicidad por medio de
cinco pasos: Positive Emotions (Emociones Positivas), Engagement
(Involucramiento), Relationship (Relaciones), Meaning
(Significado) y Accomplishment (Logro).
[2] The Neurodynamics of Affect in
the Laboratory Predicts Persistence of Real-World Emotional Responses, de Aaron S. Heller, Andrew S. Fox, Erik K. Wing, Kaitlyn M.
McQuisition, Nathan J. Vack y Richard J. Davidson. En Journal of Neuroscience,
22 July 2015, 35 (29) 10503-10509; DOI:
https://doi.org/10.1523/JNEUROSCI.0569-15.2015
[3] “En la vida anímica
individual, aparece integrado siempre, efectivamente, «el otro», como modelo,
objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al
mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio,
pero plenamente justificado”, en Psicología de las
masas y análisis del yo, 1921.
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