EL CASO DE GUATEMALA
La impunidad: una constante histórica
“Comprender todo no significa perdonar todo”
Salir de una guerra no es sólo
firmar un acuerdo de paz y guardar las armas. En Guatemala eso sucedió hace ya 25
años, pero no se vive en paz. Lejos de eso, el clima de violencia y de zozobra
que atravesamos a diario nos confronta con una situación bélica. La muerte
sigue rondando altiva en cada rincón, y las causas estructurales que
encendieron la mecha de un alzamiento armado varias décadas atrás no han
desaparecido; por el contrario, podría decirse que se mantienen igual o más
fuertes que hace medio siglo: más de la mitad de la población continúa por
debajo del límite de la pobreza estipulado por Naciones Unidas y los índices
socio-económicos son alarmantes: desnutrición, analfabetismo, marginación,
falta de oportunidades, racismo y patriarcado están a la orden del día.
Guatemala vivió varias décadas de
guerra interna, y eso aún está presente como mensaje cultural en el colectivo: para
quienes la sufrieron, como recordatorio de las peores épocas; para quienes no
la vivieron directamente, como fantasma que ha dejado enseñanzas y,
básicamente, ruptura en la memoria histórica. “eso aquí no pasó”. ¡Pero pasó!
Borrar la historia es imposible. Y peor aún: es enfermizo, porque la historia
no se puede borrar. Somos la historia; querer negarlo trae inconmensurables
problemas.
En el marco de la Guerra Fría que
libraban las por ese entonces dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la
Unión Soviética, y desde la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional y
combate al enemigo interno, el país en su conjunto se vio atravesado por un
clima de desconfianza paranoica, de muerte y de terror que marcó todos los
rincones del quehacer nacional. Nadie podía escapar a esas dinámicas. Pero lo
peor es que el Estado, supuesto regulador de la vida nacional entre todos sus
habitantes, para el caso de esta guerra no funcionó, precisamente, como
regulador. Tomó parte activa en la contienda siendo principalísimo actor, pero
pasando por encima de toda norma, y poniéndose de lado de una de las partes
enfrentadas. Claramente: de la clase dominante, enfrentando no solo al
movimiento guerrillero sino a toda la población que le servía de base (campesinado
indígena sumamente pobre, indígena perteneciente a los pueblos mayas en su
mayor medida, mano de obra tremendamente barata para esa clase dominante).
Extremando las cosas, se podría
llegar a decir que la “guerra contra el comunismo” lo justificaba todo. Pero
entonces, si se sigue esa línea de argumentación, se desdibuja la esencia misma
del Estado: de regulador de la vida de todos pasó a ser un actor de la
contienda con las manos manchadas de sangre, por lo que la confianza en la
institucionalidad mínima que debería existir, desaparece. El Estado, paraguas
de todos sus habitantes que debería cobijar y defender por igual la dignidad de
todos sus ciudadanos, fue el gran incumplidor de esa tarea.
El Estado, en los años de la guerra,
se convirtió en un Estado terrorista que mató, secuestró, masacró, torturó,
siempre con fondos públicos, a parte de su población. He ahí la matriz de
cualquier crimen posterior y toda violencia asumida como normal: si quien debía
defender la vida y la dignidad de la vida de los guatemaltecos terminó
asesinando a sus propios ciudadanos, en general apelando a formas clandestinas,
la idea de reconciliación se torna muy difícil si no imposible. ¿Quién se
reconciliaría con quién? ¿Por qué y cómo reconciliarse entonces? Más allá de
una ley que establece la reconciliación, la dinámica real del día a día sigue
siendo de total tensión. La clase dominante sigue aprovechándose de ese
campesinado, y la situación de base no ha cambiado, pese a que se hayan firmado
Acuerdos de Paz.
Terminada la guerra, la vida sigue.
Como fue una guerra interna, las partes enfrentadas siguen viéndose la cara en
la cotidianeidad. La vida misma impone la convivencia. Pero eso no es lo mismo
que reconciliación. Quizá ésta es imposible en términos estrictamente masivos:
las mayorías viven, reaccionan, se enfurecen, son manipuladas, pero el término
“reconciliación” no les aplica en sentido estricto. La reconciliación tiene el
sello del discurso político, del acuerdo, de la negociación. Y eso, hoy por hoy
al menos, es producto de acuerdos cupulares. Estampar una firma en un papel no
es, estrictamente, “reconciliar” a las personas. La población que fue víctima
de esos atropellos por parte del Estado contrainsurgente: ¿con quién se debería
reconciliar: con ese mismo Estado? ¿Cómo? Además de violentada, las condiciones
de vida siguen tan mal como años atrás.
Los Acuerdos de Paz firmados en 1996
establecen determinadas medidas para lograr la pacificación de la sociedad. En
realidad, si algo se cumplió de esos pactos es la desmovilización militar de
ambos bandos enfrentados: las armas se depusieron en muy buena medida, las
fuerzas combatientes fueron desarmadas (el movimiento insurgente) o reducidas
(el ejército nacional). En estos 25 años no volvieron a darse combates. Pero no
hay paz. Muchos menos: reconciliación.
Lograr la “paz” –concepto tan
difícil y problemático como “reconciliación”– no es olvidar los crímenes
cometidos, no es dejar pasar los atropellos y las terribles violaciones a los
derechos humanos mínimos y elementales que se sufrieron durante la guerra. Está
más que probado que la abrumadora mayoría de violaciones fueron cometidas por
el Estado de Guatemala y no por las fuerzas insurgentes.
En ese marco, es difícil que la
población civil no combatiente que sufrió esos abusos quiera y pueda
reconciliarse. Podrá recibir, como de hecho ha venido sucediendo, alguna
compensación por los daños sufridos. De todos modos, un pago monetario no puede
resarcir –y mucho menos pacificar a quienes sufrieron– los perjuicios que trajo
el conflicto armado. Lograr la armonía social no es cuestión de “pagar” por los
muertos o por las partes dañadas del cuerpo (una pierna vale más que un dedo, y
dos piernas valen más que una sola). Eso puede ser un elemento importante en el
proceso político, necesario quizá, o imprescindible. Pero eso sólo no alcanza.
Lograr cierta –entiéndase bien: cierta, no toda– armonía social, consiste en
darle credibilidad a la justicia, a las instituciones que ordenan la vida. Es
devolver la confianza a los mecanismos sociales.
Si la impunidad sigue siendo lo
dominante, si el mensaje que circula por toda la población es de absoluto
desprecio por la legalidad, si se puede hacer cualquier cosa, violar nomas de
convivencia y saltarse cualquier pauta institucional sabidos que no habrá
consecuencias –¿qué otra cosa sino esto es la impunidad?– es imposible
construir una sociedad pacífica y armónica.
En Guatemala mucho de eso está
pasando. La impunidad campea soberbia, altanera. Se puede violentar cualquier
normativa sabiendo que no habrá castigo por ello. Eso, entonces, alimenta un
clima de violencia que no tiene fin. ¿Por qué a 25 años de terminada
formalmente la guerra el país vive un clima de guerra, con 13 homicidios
diarios y una cantidad de armas de fuego diseminadas entre la población, mayor
que durante el conflicto armado interno?
El clima de impunidad reinante lo
explica. El Ministerio Público, más allá de las buenas intenciones, reconoce
que la inmensa mayoría de los ilícitos cometidos, nunca son juzgados (¡hasta un
98% queda impune!, llegó a reconocer hace algunos años la ahora ex Fiscal
General, Claudia Paz y Paz). Ante eso: ¡se vale todo! Y la impunidad puede
presentar infinitas formas: pagar para obtener un documento público, no cumplir
ninguna norma de tránsito, mandar a matar contratando un matón a sueldo, no
pagar impuestos, orinar en la calle, no pasar la cuota alimentaria por parte
del padre separado, etc., etc. La idea en juego es siempre la misma: “me salto
las normas porque… no pasa nada si las salto”. Más allá de pomposas y
altisonantes declaraciones anticorrupción –en buena medida de candidatos
políticos en campaña– la realidad nos confronta con una corrupción e impunidad
alarmantes.
El manejo de la actual crisis
sanitaria lo evidenció una vez más, con muertos por COVID-19 al por mayor,
mientras el personal médico no cobraba sus sueldos y los créditos
internacionales tomados para combatir la pandemia desparecían como por arte de
magia, con hospitales colapsados y faltos del equipo mínimo (esto no es
problema del presidente de turno: es una constante histórica).
El intento de poner algún freno a la
corrupción, básicamente impulsado por el gobierno de Estados Unidos con su
anterior administración bajo la presidencia de Barack Obama, dio como resultado
una activa Comisión Internacional contra la Impunidad –CICIG– que, junto al
Ministerio Público, pudo desarmar varias organizaciones criminales. Pero tan
grande es la impunidad que el anterior gobierno de Jimmy Morales logró ponerle
freno a esas investigaciones, incluso creando una contra-comisión encargada de
investigar a quienes investigaban la corrupción. En otros términos: el reinado
de la impunidad continuó intocable. Como lo es con cualquier “administrador de
turno” (léase “presidente”, o gerente general del país, o capataz de la gran
finca que resulta la nación), porque el flagelo atraviesa la historia, siendo
la principal dinámica estructural para entender la vida republicana de estos
dos siglos desde la “independencia” de la Corona española.
La justicia tiene un valor simbólico
en las sociedades, en la dinámica humana. Se castiga lo que no debe hacerse, lo
prohibido, lo que va en contra del bien común. Así se educa a un niño (¿para
qué le diríamos, si no, que no se meta los dedos en la nariz, por ejemplo?) o
se hace funcionar a todo un país (¿para qué se pagan impuestos si no?). Los
distintos sistemas de justicia existentes en el mundo, cada uno con sus
características propias, buscan fijar las conductas permitidas y las
no-permitidas en cada sociedad. Dicho de otro modo: establecen las normas de
convivencia, lo que se puede y lo que no se puede. Si no hay castigo por los delitos
que se puedan cometer (incluso para la guerra hay normas: los Convenios de
Ginebra), si la impunidad permite todo, entonces estamos ante el caos, ante la
ley de la selva, del más fuerte.
En Guatemala algo de eso está
sucediendo: la justicia no existe. La impunidad se ha impuesto. Pero los
crímenes de guerra no pueden quedar impunes, porque con eso se alimenta el
círculo de la violencia, del resentimiento, de la venganza.
En el año 2013, luego de un proceso
judicial limpio y con incontrastables pruebas incriminatorias, el general José
Efraín Ríos Montt fue condenado por delitos de lesa humanidad a 80 años de
prisión inconmutables (se le acusó de genocidio, ente otras cosas). Por esa
impunidad a la que nos referimos, 48 horas después del veredicto dictado por un
tribunal, una maniobra leguleya le permitió saltar la sentencia y dejar su caso
en un cierto limbo legal, buscándose su amnistía total a partir de juegos
políticos palaciegos. Finalmente, el militar de marras murió sin haber pagado
su condena. El mensaje es claro: se premia la impunidad.
¿Por qué es importante lograr una
condena de hechos que ya están comprobados como delitos de lesa humanidad, por tanto,
imprescriptibles? Porque el respeto a la ley es lo único que puede servir para
construir una sociedad con alguna cuota de paz y armonía. El no respeto a la
ley, la impunidad, es la invitación a más violencia.
Para abundar en los motivos que sí
deben tenerse en cuenta para lograr una condena justa –cosa que ya se hizo en
el 2013– y justificar el por qué un Estado no puede ser terrorista, tal como lo
fue el de Guatemala durante varios años, amparado en la impunidad que da el
monopolio de la fuerza, presentamos a continuación este estudio sobre el tema
de las desapariciones forzadas de personas. Esa vergonzosa práctica, de la que
un Jefe de Estado no puede decir que no es responsable –y durante la época en
que Ríos Montt fue presidente de facto, las desapariciones tuvieron altas cotas
en el país– evidencia los motivos por los que toda esa aberración debe ser
castigada.
Extremando las cosas, si se
demuestra en juicio público, con toda la transparencia del caso, que alguien es
culpable de determinado delito, la legislación guatemalteca permite la pena de
muerte cuando las circunstancian lo ameritan. Pero de ningún modo el Estado, en
forma encubierta, puede desarrollar prácticas contrarias a la legalidad como
las desapariciones forzadas de personas, los asesinatos selectivos, la tortura,
las masacres de población civil no combatiente. Los responsables de tales
acciones deben ser debidamente juzgados y castigados porque eso es sano para el
colectivo. Caso contrario, queda abierta la puerta para la más absoluta
impunidad, es decir: el primado de la violencia total. El Estado, por tanto,
debe ser garantía para la vida de todos sus ciudadanos, y no quien la quite
arbitrariamente, enmascarado y apelando a la oscuridad tenebrosa. Por eso, y no
por motivos “revanchistas”, debe juzgarse a los responsables de prácticas
fijadas como delitos por toda la legislación existente en derechos humanos. Es
una cuestión de “salud mental”, de convivencia civilizada mínima e
indispensable que necesitan las sociedades.
La desaparición forzada de personas
como política de Estado
En Guatemala, como parte de la
guerra interna que desangró al país por espacio de casi cuatro décadas, se
produjo una cantidad muy elevada de desapariciones forzadas. Si se compara esa
realidad con otros contextos latinoamericanos donde también se dio el fenómeno
de guerras contrainsurgentes, el país presenta el triste récord en las
desapariciones del continente americano: 46%. (De Villagrán: 2004). Es, a la
vez, el país del mundo que tiene la mayor cantidad de desaparecidos per cápita;
presea, por cierto, nada honorable. Muchas de esas desapariciones tuvieron
lugar en la ciudad capital.[1]
¿Qué pasó con tantas personas
desaparecidas? Aquí es importante aclarar que en el término mismo de
“desaparición” hay un eufemismo interesado o, dicho de otro modo, un engaño:
las personas no desaparecieron, ¡fueron víctimas de una política sistemática de
desaparición! Por tanto: hay responsables directos tras todo esto.
Puntualmente, fueron capturadas ilegalmente, luego fueron ocultadas y, casi en
su totalidad, eliminadas. Esto no es lo mismo que “desaparecer”. La idea en
juego por parte del Estado contrainsurgente fue: 1) desarticular los
movimientos insurgentes, y 2) enviar mensajes claros a toda la población: “al
que se mete en babosadas… algo le puede pasar”[2].
Efectivamente, algo les pasó: “se los llevaron”.
¿Para qué buscarlos hoy? El presente
texto pretende ser un importante llamado a mantener viva la esperanza de llegar
a conocer, en algún momento, sobre su paradero y a tomar muy en serio las
palabras que reciben al visitante en el Museo del Horror de Auschwitz, el
antiguo campo de concentración nazi, hoy día Polonia, memoria viva de otro gran
drama de la humanidad durante el siglo XX: “olvidar es repetir”.
A más de dos décadas de terminado el
conflicto armado interno, las secuelas de ese cataclismo social aún se hacen
sentir. El clima de violencia que vivimos actualmente, además de las causas
históricas que se ligan con una estructura colonial que se viene perpetuando
desde hace siglos, tiene que ver directamente con el desprecio por la vida y la
violación sistemática de los derechos humanos que se agudizaron durante la
guerra interna.
Entre las prácticas deshumanizantes
que tuvieron lugar en esos oscuros años de la historia, la desaparición forzada
de personas fue un mecanismo que se mantiene presente en la conciencia de la
población, sirviendo como una pedagogía de la muerte y del silencio, que aún se
hace sentir. Los desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la
sociedad. La única manera de cerrar esas heridas no es negando lo sucedido,
echando un manto de olvido y dando vuelta la página: es entendiendo qué sucedió
buscando los remedios del caso. Remedios que, para la ocasión, significan:
juicio y castigo a los responsables de esos crímenes y reparación real de las
heridas sufridas (que no se limita a un cheque, lo cual puede ser algo así como
“comprar el silencio” de las víctimas).
El recuento de las víctimas de
desaparición forzada en el país arroja un total que, dependiendo de las fuentes
consultadas, oscila entre 32,000 y 50,000 personas (De Villagrán, 2004). En
toda América Latina, donde también fue común ese mecanismo de guerra
contrainsurgente en las décadas pasadas, el número de desaparecidos asciende a
108 mil personas (Ibídem), lo que indica que Guatemala tiene el porcentaje más
alto de desapariciones en América Latina.
La desaparición forzada de personas
es un delito de lesa humanidad; así lo consignaron por vez primera en la
historia los Juicios de Nüremberg[3],
en 1946, y posteriormente tanto la Asamblea General de Naciones Unidas, en
1992, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de
Estados Americanos (OEA), en 1994. Como tal, es un delito imprescriptible.
En Guatemala, al igual que en otros
Estados latinoamericanos que durante la Guerra Fría desarrollaron estrategias
de guerra contrainsurgente amparados en la Doctrina de Seguridad Nacional y
combate al enemigo interno, la desaparición forzada de personas jugó un papel
de suma importancia. Sirvió para inmovilizar a las poblaciones civiles,
aterrorizándolas, enviándoles mensajes de control y de inocultables llamados a
la desmovilización.
En concreto, y en el orden de lo
psicosocial, la desaparición forzada de personas es un acto de violencia
extrema, cometido por agentes del Estado o por personas autorizadas por éste,
que se constituye a partir de la captura ilegal, el ocultamiento deliberado de
una persona y la consecuente pérdida de su presencia física (o material), sin
que exista la posibilidad de establecer con certeza las circunstancias que
determinan su “no presencia física”. Las condiciones de persistencia e
incertidumbre que la acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura
con las consiguientes secuelas físicas y severas alteraciones a nivel del
psiquismo individual y colectivo. La práctica sistemática de la desaparición
forzada implica la alteración de los sistemas de relaciones sociales y el
implantamiento del terror. (De Villagrán, 2004:2).
En Guatemala, específicamente en la
ciudad capital, desde 1954 se presentaron casos aislados de desaparición
forzada de personas; el fenómeno creció paulatinamente durante las décadas de
los 60 y 70, llegando a su punto más alto al inicio de la década de los 80. En
ese momento, la represión se generalizó y la desaparición forzada se extendió
al área rural, que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto
armado.
En todos los casos, los operativos
urbanos tenían siempre el mismo patrón: los realizaban grupos de tarea
integrados por miembros activos de los diversos cuerpos del ejército, de los
cuerpos élites de la policía y/o por grupos irregulares adscritos a las fuerzas
de seguridad, compuestos por entre 4 y 15 hombres fuertemente armados, operando
siempre en la clandestinidad. Generalmente actuaban bajo el mando de un oficial
del ejército vestido de civil, dependiendo del lugar en que debía realizarse el
operativo y de las expectativas que se tuviera de capturar materiales o equipo.
Los miembros de estos grupos se movilizaban en vehículos particulares, en
general sin placas identificadoras. En todos los casos, actuaban con total
impunidad, la misma que existe hoy día, que se ha venido perpetuando en estos
años y que actos como la absolución de la condena al general Ríos Montt o la desvirtuación
de la CICIG desacreditando la lucha contra la corrupción terminan de coronar,
con una nueva Fiscal General absolutamente plegada a los mandatos de los
sectores de poder que vuelve a colocar al Ministerio Público como un ente
inoperante, favorecedor del Pacto de Corruptos que se ha enseñoreado en la
estructura estatal.
Una vez capturada y ocultada la
persona, su destino era totalmente incierto. Y en eso consistía justamente el
valor político-ideológico-cultural de este mecanismo: enviaba un mensaje
aterrorizador a la población. Está demostrado que la desaparición física de
alguien sin que se sepa fehacientemente qué sucedió con la víctima
posteriormente, produce alteraciones diversas en los allegados, que quedan en
una espera eterna. El mecanismo utilizado por las fuerzas de seguridad es
perverso: sirve para paralizar a la población dejando a los familiares y
allegados ante la imposibilidad de elaborar un duelo.
La desaparición de un
familiar/amigo/allegado es altamente nociva para la subjetividad de quien queda
en espera de saber lo acontecido. Los efectos psicológicos son diversos; entre
otros pueden citarse:
•
Alteraciones inmediatas
a la desaparición: en general, reacciones psicosomáticas de distinta
intensidad.
•
Alteraciones en el
mediano y largo plazo: trastornos psicosomáticos crónicos, trastornos
sensoperceptivos y cognitivos tales como dificultades de concentración,
inhibición de la actividad intelectual y disminución general del rendimiento.
•
Alteraciones
permanentes: diversos cuadros afectivos que pueden ir desde la anestesia
afectiva hasta la depresión profunda; trastornos de aprendizaje; trastornos
emocionales diversos (miedo, angustia, impotencia, aislamiento, irritabilidad,
pérdida de control, sentimiento de culpa, desconfianza generalizada);
alteraciones en la percepción (desubicación espacio-temporal).
•
Muchos otros, algunos no
descritos sistemáticamente (de hecho, aunque por supuesto eso no es una
constante, la clínica evidencia que en algunas ocasiones ha servido como
disparador de explosiones psicóticas, con delirios y/o alucinaciones).
En definitiva, la desaparición
forzada produce una variedad de síntomas emocionales y cognitivos que inhiben a
los directamente ligados con el desaparecido, produciendo una conducta de miedo
y consecuente apatía por los problemas colectivos.
Abordar la problemática creada por
las atrocidades sufridas implica una serie amplia de acciones: intervenciones
psicoterapéuticas puntuales en los casos en que así se requiera, propuestas
colectivas organizadas en demanda de esclarecimiento y aplicación de justicia,
recuperación y fortalecimiento de la conciencia histórica y ciudadana y la
demanda de respuestas consecuentes por parte del Estado.
Entre las recomendaciones dadas por
la Comisión para el Esclarecimiento Histórico se dice, en relación al capítulo
de “Desaparición forzada”: “Que el Gobierno y el Organismo Judicial inicien
a la mayor brevedad investigaciones sobre todas las desapariciones forzadas,
para aclarar el paradero de los desaparecidos” (CEH, 1998:32).
Dado que la estrategia
contrainsurgente de desaparición forzada de personas contempla la
clandestinidad y la secretividad, reconstruir lo acontecido implica investigar
hechos fragmentarios y dispersos que requieren de meticulosidad y paciencia,
tal como el armado de un rompecabezas. Pero la tarea se complica, porque aquí
siempre faltan piezas. Y faltan, sin dudas, por acción deliberada de quienes
produjeron la desaparición.
Hacer ese seguimiento no es fácil;
se trata de una búsqueda detectivesca donde casi no hay pistas. Algunas de las
estructuras y mecanismos funcionales a esa secretividad no han sido
desmantelados y, en muchos casos, aún se esconden al interior de los aparatos
del Estado, dificultando su inmediata remoción. Ninguna administración de las
que ha habido desde la Firma de la Paz ha querido/podido desarmar este complejo
entramado. La estrategia de las fuerzas estatales, orientada a no dejar pistas,
dificulta avanzar en estos intrincados laberintos. Y conforme pasa el tiempo,
todo tiende a “hacerse olvidar” (“aquí no ha pasado nada”), dejando estos
terribles ilícitos en un voluntario e interesado olvido que refuerza la ya
histórica impunidad.
Está claro que esas estrategias
funcionaron a la perfección. Como indicaba la Secretaría de la Paz durante el
período presidencial de Álvaro Colom en su análisis sobre la autenticidad del
Diario Militar: “Las estructuras militares en el contexto del conflicto
armado no actuaron de manera improvisada; siempre se dieron como parte de un
plan que definía las acciones a realizar y señalaba en qué momento debían
cumplirse y contra quiénes. Al relacionar lo que dice el Diario Militar y
examinar los documentos del Archivo Histórico de la Policía Nacional, se hace
evidente que las operaciones ejecutadas por las diferentes unidades policiales,
en especial la Brigada de Operaciones Especiales (BROE), DIT y Cuarto Cuerpo,
estaban subordinadas a órdenes emanadas del ejército. (…) Algunos de los
casos documentados con información proveniente del AHPN, evidencian que las
fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco habían estado elaborando, a lo
largo de varios años –en ocasiones hasta una década–, detallados expedientes de
las personas que, a su criterio, buscaban desestabilizar al régimen, con el fin
de proceder en el momento que consideraran oportuno y mediante operativos bien
planificados, a su captura y posterior eliminación” (Secretaría de la Paz,
2011:134).
Tanto la maquinaria de gobierno al
servicio de la estrategia contrainsurgente, como la clandestinidad en que
tuvieron lugar sus operaciones, pavimentaron el camino para que hoy se haga tan
difícil averiguar lo sucedido. Y mucho más, por supuesto, para hacer justicia.
Como una muestra, téngase en cuenta lo declarado por el encargado de Relaciones
Públicas de la Corte Suprema de Justicia en mayo de 1984 en relación a los
recursos de exhibición personal interpuestos por la Comisión de Derechos
Humanos de Guatemala (CDHG): “Sólo causan problemas a la Corte” (Prensa
Libre, 25 de mayo de 1984). Declaraciones como ésta permiten apreciar cómo el
sistema judicial funcionaba al servicio de la impunidad y no de la justicia.
Seguir manteniendo eso hoy día es continuar alimentando ese clima de impunidad
y, por tanto, llamar a más violencia, a más sufrimiento para la población
guatemalteca, a más odio y resentimiento.
Estudiar qué sucedió, saber cómo es
la historia, saber por qué estamos como estamos, es lo único que puede permitir
cambiar el curso de los acontecimientos y buscar algún remedio a lo sucedido.
Negar el pasado, disfrazarlo, intentar olvidarlo no impide que la historia siga
pesando. Las desapariciones de personas durante nuestra guerra interna deben
ser conocidas, analizadas, debidamente procesadas y sancionadas, porque sin
ningún lugar a dudas constituyen crímenes de lesa humanidad.
Las desapariciones forzadas en
Latinoamérica y en Guatemala
Es preciso enfatizar desde un inicio
que se usa el término “desaparición forzada” porque decir sólo “desapariciones”
induce a confusión, puesto que así se llama también a aquellas que no tienen
lugar por motivos políticos de contrainsurgencia. Hoy se escribe mucho sobre el
tema tratando de sepultar el problema no reconocido de las desapariciones
forzadas.
Si fueron “forzadas” es porque
alguien, un grupo de poder determinado, se encargó que así sucediera, lo cual
confirma la existencia de una política específica sobre el asunto. Y si hubo
tal cosa, hay responsables de carne y hueso. ¿Puede premiarse acaso con
impunidad el haber llevado a cabo esa criminal política? De ninguna manera. Por
eso es importante para la “salud mental” de la sociedad guatemalteca condenar
esos atropellos, para lograr que nunca más puedan volver a cometerse.
Entre algunas de las prácticas
deshumanizantes que tuvieron lugar en esos trágicos años de la historia
guatemalteca, la desaparición forzada de personas fue una estrategia que aún
está presente en la conciencia de la población, aterrorizando, sirviendo como
una pedagogía de la muerte y del silencio que todavía se hace sentir. Los
desaparecidos siguen siendo una de las heridas abiertas de la sociedad que el
final de las acciones bélicas, hace ya dos décadas y media, no ha podido
remediar. Valen al respecto las palabras de Lía Ricón:
“Siguiendo la cita freudiana, lo
primero que se perdió en la sociedad con desaparecidos es ‘el modo como se
reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos’. La pertenencia a una
cultura, a un grupo humano cohesionado por una ley, nos incluye en un discurso
que determina los modos de relación de los seres humanos, supuestamente en la
cultura en la que vivíamos estábamos sujetos a una ley y había un organismo que
se ocupaba de hacerla cumplir. (…) [Los] aspectos defensivos y
protectores se pierden en el terrorismo de Estado. (…) Se pasa
bruscamente a una estructura social con leyes que no están en los códigos, con
arbitrariedades por las que no hay a quien protestar.” (Ricón, 1992:78).
El recuento de las víctimas de
desaparición forzada en el país nunca podrá ser exacto por diversos motivos.
Hasta hoy, y a pesar de múltiples esfuerzos, no existe un ente que haya sido
capaz de centralizar la información y cada organización de búsqueda y/o de
defensa de los derechos humanos tiene cifras diferentes; por otro lado, hay
muchas personas que no se han acercado a estas organizaciones a denunciar la
desaparición de sus seres queridos por miedo y desconfianza.
En Guatemala los datos sobre
desapariciones forzadas arrojan un total que oscila entre 32 mil y 50 mil
personas. A ellas habría que sumar las personas desaparecidas en hechos no
registrados en los informes existentes, de los que no hay cuantificación.
También deberían agregarse las personas aparecidas en los procesos de
exhumación, que no habían sido reportadas.
Por todo ello se puede afirmar que
el número de víctimas del conflicto armado adolece de subregistros.
Investigadores como Patrick Ball, Paul Kobrak y Herbert Spirer, puntales
indispensables en este trabajo debido a su seriedad y competencia profesional,
lo dicen con claridad.
Según recuerdan estos autores: “En
octubre de 1993, algunas de las organizaciones… [GAM, CONAVIGUA, CERJ, CPR]
se unieron a otros grupos de derechos humanos para formar la Coordinadora
Nacional de Derechos Humanos de Guatemala (CONADEHGUA). En 1996, las
organizaciones de la Coordinadora decidieron conjuntar la información que cada
una de ellas tenía sobre violaciones a los derechos humanos. La tarea fue
delegada al Centro Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos
(CIIDH), por su experiencia en tratar el tema. Así, el Centro fue encomendado
para estructurar y analizar la información en una base de datos computarizada.
Esta designación se dio en el marco de las definiciones que CONADEHGUA
estableció para apoyar el trabajo de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH).
(…) [Pero] la base de datos del CIIDH no presenta un panorama completo de la
violencia en Guatemala.” (Ball, Kobrak y Spirer, 1999:32).
El Comité Internacional de la Cruz
Roja cuenta también con una base de datos disponible que se suma a los listados
dispersos ya existentes. La abundancia de datos dispersos impide un conteo
exacto, envolviendo el problema en una nebulosa que se presta a críticas y
manipulaciones mal intencionadas.
En toda América Latina, donde
también fue común esa estrategia de guerra contrainsurgente en las décadas
pasadas e igualmente existe subregistro, el número de desaparecidos se calcula
que asciende a 108 mil personas, lo que indica que Guatemala tiene el
porcentaje más alto de desapariciones de toda la región. Según algunos
analistas dicen, aquí se dio un “laboratorio de pruebas” para la estrategia
continental que impulsó el gobierno de Estados Unidos, aplicado luego en otros
contextos latinoamericanos, siempre en el marco de la guerra contrainsurgente
contra la “subversión comunista”.
En toda esta área geopolítica la
práctica de desaparición forzada de personas terminó por convertirse en una
estrategia estatal de la política contrainsurgente dominante, por supuesto no
declarada, pero eficaz. Numerosos países la utilizaron, por ejemplo: Argentina,
Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, El Salvador, Haití, Honduras, México,
Paraguay, Perú y Uruguay. Según estimaciones de organizaciones como FEDEFAM
(Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos),
Amnistía Internacional y diversos organismos de derechos humanos, en algo más
de veinte años (1966-1986) 90 mil personas en América Latina sufrieron
directamente los efectos de esta política.
De acuerdo a la Convención
Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, aprobada por la OEA en
Belem do Para, Brasil, en 1994, se considera Desaparición Forzada a la “privación
de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuera su forma, cometida
por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la
autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de
información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de
informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de
los recursos legales y de las garantías procesarles pertinentes.” (OEA,
1994).
Por su parte, el Comité
Internacional de la Cruz Roja, en una consideración más amplia, incluye dentro
de su programa “Missing” una idea que va más allá de la desaparición forzada, y
establece que “El término personas desaparecidas debía interpretarse en un
sentido más amplio. Las personas desaparecidas o dadas por desaparecidas son
aquellas de las que los familiares están sin noticias y/o que han sido dadas
por desaparecidas sobre la base de información fiable. Una persona puede ser
dada por desaparecida en muchas circunstancias, como el desplazamiento, sea
desplazados internos, sea de refugiados, la muerte en acción durante un
conflicto armado, o la desaparición forzada o involuntaria”. (CICR, 2006)
En la ciudad de Guatemala, con el
recrudecimiento de la represión hacia fines de las décadas de los 60 y los 70,
se produjo una enorme cantidad de desapariciones. En los 80, si bien el
fenómeno urbano no se extinguió, se desplazó en buena medida hacia el área
rural, que pasó a ser el principal teatro de operaciones del conflicto armado.
Los operativos rurales y los urbanos tenían diferentes patrones; en zonas
rurales, las desapariciones van más unidas a las políticas de masacre, donde en
un operativo se barría completamente con toda una población, asesinándola, y
eventualmente dejando algún testigo para que relate lo sucedido. Los operativos
urbanos se realizaban por fuerzas de tarea que se movían coordinadamente en varios
vehículos y hacían desaparecer personas en forma selectiva, previo estudio e
identificación al detalle de las víctimas.
Organismos como la CEH, que
estudiaron profundamente el tema de las desapariciones forzadas, dejaron
importantes recomendaciones encaminadas a procesar las secuelas dejadas por las
mismas. Entre otras cosas, se invita a recuperar la memoria histórica y
dignificar a las víctimas. Tal recomendación sólo muy parcialmente ha sido
tenida en cuenta; por parte del Estado no ha habido investigaciones profundas.
Han sido básicamente los esfuerzos de algunos familiares de desaparecidos(as),
de manera aislada o a través de las organizaciones de búsqueda creadas
específicamente con ese fin, quienes han tomado la iniciativa logrando pequeños
avances. Falta aún la investigación sistemática promovida desde el Estado
guatemalteco que permita conocer el paradero de quienes fueron desaparecidos,
contribuyendo a sanar las heridas aún abiertas. Pero como van las cosas, ya
casi olvidados los Acuerdos de Paz, y minada ya la institucionalidad que se
derivó de ellos, cada vez se torna más difícil esperar que el Estado actúe como
debería hacerlo.
El fenómeno de la desaparición
forzada de personas en Guatemala, dada su masividad y la impunidad con que se
realizó, puede entenderse sólo en función de una matriz histórica de violación
sistemática de los derechos humanos, de una cultura de impunidad y de una
apología de la violencia y de la muerte que viene marcando a la sociedad desde
hace siglos. Por eso, y no por un espíritu revanchista, condenar todo lo
actuado durante la guerra, es un imperativo ético. Dejar las cosas en el olvido
es fomentar la impunidad, y por tanto llamar a nueva violencia.
Es evidente entonces que el
ejercicio de esta terrible práctica no es producto azaroso ni circunstancial,
sino que forma parte de una muy estructurada política pública. De ahí que,
tanto las desapariciones forzadas de personas como todo el arsenal de recursos
utilizados en esta guerra sucia, si no son debidamente analizadas, conocidas,
revertidas, condenadas como prácticas contrarias a las más elementales normas
de convivencia y solidaridad, perpetúan sus efectos en el tiempo creando un
clima de zozobra y tensión social que hace la vida un calvario.
En Guatemala, hoy por hoy, además de
la crisis sanitaria que vino a complicar todo y a profundizar las asimetrías
previamente existentes, en muy buena medida la vida cotidiana tiene mucho de
calvario, con los climas de desconfianza paranoica que se viven, alimentados
generosamente por la explosión de delincuencia que nos envuelve, con la cultura
de violencia que lo permea todo y con los grados de impunidad tan profundos que
moldean la experiencia del diario vivir. Todo indicaría que luego del incesante
bombardeo mediático sufrido con la pandemia y el acrecentamiento exponencial
del miedo, las matrices paranoicas puedan dispararse en lo que se ha dado en
llamar “la nueva normalidad”. La desconfianza en el otro, posible portador de
un virus presentado como “monstruoso”, probablemente acentúe ese carácter de
desconfianza ya reinante. Es por eso que luchar contra la impunidad tiene un
efecto especialmente reparador, es un camino a la sana convivencia, a la
recuperación de la salud mental que se ha venido deteriorando con la guerra
interna y luego con los niveles de criminalidad tan grandes que nos asolan,
creando un clima de miedo generalizado.
El destino de los
detenidos-desaparecidos
La desaparición forzada de personas
no se hacía tanto por razones prácticas para obtener información del “enemigo”
sino que tenía, ante todo, otras características. Entre ellas: es un mensaje
político, una forma de control social para paralizar a una población. Envía un
terrible recordatorio de lo que espera a quien tome un compromiso
político-social, que levante la voz, que ose tener una actitud crítica contra
el estado de cosas.
Cuando ingresaba al circuito de la
desaparición, el mundo perdía todo contacto con él. Durante la detención
clandestina era imposible seguir las pistas de la persona secuestrada. Ningún
recurso de exhibición personal lograba adelantar alguna información, alguna
pista conducente a saber qué había sucedido. Era como que “la tierra se los
había tragado”. Lo poco que se podía llegar a reconstruir era producto de las
escasas y fragmentarias informaciones que circulaban boca a boca entre
allegados al desaparecido (familiares, compañeros de la organización, amigos).
Cuando se encontraban cadáveres de
personas no identificadas tanto en la vía pública como en “botaderos”
específicos (zonas descampadas, en general en las afueras de las ciudades), los
mismos presentaban laceraciones que complicaban o impedían la identificación
(rostro desfigurado, piel de las yemas de los dedos quemada o manos cortadas, cuerpos
completamente calcinados). Es más que obvio que allí había una política en
juego con personas responsables. ¿Por qué dejar eso en la impunidad entonces?
Es difícil, cuando no imposible,
reconstruir con fidelidad los hechos que se sucedieron luego de cada
desaparición forzada. Lo cierto es que, pasadas ya cuatro décadas de ese
momento, son pocos los casos de personas que han reaparecido vivas. Y no
siempre aparecieron los cadáveres de quienes desaparecieron. Todo indica,
obviamente, que en su gran mayoría fueron ejecutados extrajudicialmente.
Incluso el Archivo Histórico de la Policía Nacional ayuda relativamente poco en
saber con exactitud qué sucedió: hay muy poca, casi ninguna información al
respecto.
Por otro lado, los archivos del
ejército nunca fueron puestos a disposición de la población, y como van las
cosas, seguramente nunca se pondrán, por lo que todo apunta a que se pretende
seguir alimentando la impunidad, el silencio, el mensaje aterrorizante: “el que
se mete en babosadas (¿el que piensa y es crítico?) corre riesgo”.
Las ejecuciones clandestinas
(homicidios, lisa y llanamente, realizados en el más total anonimato) no están
asentadas en ningún lado. El secretismo extremo las rodeaba y las sigue
rodeando al día de hoy para completar la idea de que una desaparición forzada
implica la inexistencia o negación del sujeto.
Lo que en la actualidad puede
saberse a partir de algunos casos estudiados es que, si los desaparecidos no
morían en los centros de tortura, eran ejecutados con lujo de violencia, con
armas punzocortantes, ahorcados o asesinados con armas de fuego. En algunos
casos, los cadáveres con signos de haber sufrido violencia extrema antes de la
muerte, con violaciones sexuales en muchos casos con las mujeres, eran abandonados,
como arriba dijimos, en la vía pública o en ciertos sitios en la periferia de
la ciudad.
Ahora bien: si según los cálculos
existentes (conservadores para más de alguno) se dieron 45 mil desapariciones
forzadas, ¿dónde fueron a parar todos esos cuerpos? Evidentemente hubo una
política sistemática de ocultamiento de tanta matanza. En algunos casos, los
menos, esos cadáveres aparecían botados; pero en su gran mayoría, no están. ¿Se
los tragó la tierra?
En cierta forma: sí. El mismo
mecanismo de represión alentado desde el Estado contrainsurgente buscó borrar
toda evidencia de lo sucedido. Por lo pronto, una gran cantidad de cadáveres de
desparecidos no está, lo que hace presumir que esos cuerpos fueron arrojados al
mar, o eventualmente en el cráter de algún volcán (esa parece haber sido una
práctica común en la Nicaragua de la dictadura somocista). Si efectivamente eso
comenzó a hacerse en algún momento, el arrojarlos al mar desde aviones o
helicópteros (práctica también común en Argentina), cuando la política se
masificó y la cantidad de cadáveres se hizo enorme, por razones de costo
operativo se prefirió hacer lo más barato: botarlos en fosas comunes
clandestinas. O igualmente, más tarde, aparecían en lugares descampados en
torno a las ciudades, careciendo siempre de documentos de identificación, por
lo que debían ser trasladados a las morgues como “no identificados”, para
posteriormente ser enterrados en cementerios públicos como XX.
Oficialmente, por tanto, no había
responsables. Era como que no hubiese sucedido. De todos modos hoy, ya varios
años después de terminada la guerra, la realización de exhumaciones ha dado
como resultado el hallazgo de una buena cantidad de restos de personas
desaparecidas, lo cual indica que sí, efectivamente, hubo planes bien trazados
para llevar adelante esa política. Las autoridades estatales, aunque lo
nieguen, sabían de todo esto.
El informe de la Comisión para el
Esclarecimiento Histórico comenta que uno de los aspectos que caracterizó las
aprehensiones de las víctimas, de modo especial en las áreas urbanas, fue el
ocultamiento de la identidad de los autores en el momento de practicarlas. Son
numerosos los testimonios recibidos por la CEH donde se reiteraba que “los
responsables actuaban disfrazados, encapuchados o cubriéndose los rostros con
pañuelos. Queda así descrita una forma de actuación, por parte de los agentes
del Estado, realizada no sólo con el propósito de garantizar la impunidad del
hecho, sino que además constituye uno de los primeros elementos que perseguían:
borrar el rastro del detenido.” (CEH, 1998:118)
Ante esta absoluta y cerrada
secretividad, ante tamaña política de impunidad, es muy difícil realizar una
búsqueda efectiva de esos miles de cuerpos desaparecidos. Lo fue en el momento
mismo en que sucedían los hechos, cuando arrecia la represión entre fines de
los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado. Y lo sigue siendo ahora. El
Archivo Histórico de la Policía Nacional es un instrumento útil en esta
búsqueda, pero no garantiza resultados contundentes, aunque posibilita hacer
importantes seguimientos. De hecho, dados los manejos políticos que se fueron
sucediendo, el mismo perdió su operatividad.
En mayo de 1999 apareció el
posteriormente denominado Diario Militar, importantísimo eslabón para conocer
los patrones y las dinámicas existentes al interior de un centro clandestino de
detención. A partir del contenido del Diario, se sabe que, aunque clandestinos,
existían registros pormenorizados de la captura y el destino de los
desaparecidos y que había un control detallado de su filiación política. Como
información relevante que puede otorgar ese documento, hace saber que se les
mantenía vivos por poco tiempo y registra (por medio de códigos) las diferentes
causas de muerte. “Se fue con Pancho”, “Le dieron agua”, los
códigos “300” o “120V” eran sinónimo de “capturado asesinado”. En
relación a los pocos sobrevivientes, indica que algunos fueron trasladados a
bases militares del interior de la República y a otros centros de detención
clandestina, siendo contados los casos en que los prisioneros fueron liberados.
Curiosamente, según el Diario, sólo se consigna haber dado seguimiento a
algunas personas que fueron liberadas.
La CEH afirma que “los cadáveres
de las víctimas eran arrojados a ríos, lagos, al mar, sepultados en cementerios
clandestinos, o se les desfiguraba para impedir su identificación, mutilando
sus partes, arrojándoles ácidos, quemando o enterrando los cuerpos o sus
despojos” (CEH, 1998:217). Así, dentro del informe, se llega a realizar la
afirmación siguiente: “Los crematorios y cementerios clandestinos eran por
lo tanto parte integrante de los centros de interrogatorio, en la medida que
era preciso deshacerse de las personas torturadas y posteriormente ejecutadas.
La disposición de cadáveres, sobre todo en la escala masiva en que se mataba,
era una medida de seguridad de contrainsurgencia para tratar de evitar que se
conociesen los suplicios y asesinatos realizados en los centros de
interrogatorio” (CEH, 1998:220).
En la ciudad de Guatemala el
cementerio La Verbena (público) ha cumplido desde hace largo tiempo la tarea de
enterrar a las personas no identificadas; durante los años del conflicto armado
esto se intensificó, pues la cantidad de cadáveres abandonados creció en forma
exponencial. Al día de hoy se estima en varios miles la cantidad de
desaparecidos enterrados como XX en ese cementerio. Buena parte de esos
cuerpos, o quizá la gran mayoría, podría corresponder a los desaparecidos de
décadas atrás. La recuperación de la memoria histórica posible de hacerse a
partir del Archivo Histórico de la Policía Nacional podría llevarnos al
cementerio de La Verbena como destino final de más de alguna, o muchas, de las
personas que se siguen buscando.
Según los estudios que sobre este
cementerio ha venido realizando uno de los equipos de antropología forense que
ha trabajado por más largo tiempo en el país, la Fundación de Antropología
Forense de Guatemala –FAFG–, se podría pensar que muchas de las personas
desaparecidas fueron enterradas también como XX en distintos cementerios
municipales.
Si bien hace años que existen
denuncias de las desapariciones y que varias organizaciones de familiares de
víctimas y defensoras de los derechos humanos vienen trabajando en el
esclarecimiento de qué pasó, la política contrainsurgente que llevó a cabo el
Estado ha buscado –y sigue buscando– la mayor de las secretividades en el
asunto, por lo que esa búsqueda se entorpece, cuando no queda prácticamente
bloqueada. Las investigaciones antropológico-forenses pueden ser una
inestimable ayuda en la iniciativa.
Conclusiones
•
Teniendo en cuenta que
la desaparición forzada de personas fue una de las estrategias de control
político-social implementada durante el conflicto armado interno –junto a las
masacres con la política de “tierra arrasada” desarrollada básicamente en áreas
rurales, más la guerra psicológico-ideológica de gran envergadura que tuvo
lugar a nivel nacional por todos los medios masivos de comunicación– dejar todo
eso librado a una cuestionable Ley de Reconciliación Nacional que olvidaría
esas atrocidades para, perdonando todo, mirar hacia un “futuro nuevo” (como si
ello fuera posible acaso sin atender a la reparación de esos daños), es un
despropósito. En tal sentido tiene un valor altamente reparador para la
sociedad dañada en sus cimientos con todo esto el juicio (emblemático si se
quiere) de algún o algunos responsables de tanto sufrimiento.
•
Enjuiciar limpiamente –como
ya se hizo en el año 2013– y condenar a una figura icónica de estos planes
represivos del Estado tal como representaba el general José Efraín Ríos Montt,
lejos de ser una “venganza” política como pretenden algunos sectores de
pensamiento conservador, tiene un alto poder reparador y justiciero, pues puede
volver a dar credibilidad en la institucionalidad estatal y en el sistema de
justicia (hondamente dañados el día de hoy), a la par que funciona como
reparación y dignificación de las víctimas civiles de la guerra interna.
•
La desaparición forzada
de personas respondió a una estrategia estatal perfectamente organizada. Más
aún, obedeció a un plan continental donde, salvando algunas pequeñas
diferencias locales, los patrones de actuación se repitieron en todos los
países del área con casi similar organización, lo que permite concluir que no
se trató de algo sólo coyuntural y reactivo, sino que fue un plan bien
orquestado que buscó efectos profundos a largo plazo (“Plan Cóndor”, orquestado
y dirigido por la CIA, operativizado por las distintas fuerzas armadas de los
países latinoamericanos). Las consecuencias de la estrategia de desaparición
forzada de personas son diversas, pero en todos los casos resultan nocivas para
las grandes mayorías populares. Los principales beneficiados de esta política
de “guerra irregular” o “guerra sucia” son los sectores dominantes, que por su
intermedio pudieron repeler los proyectos de transformación social que cobraron
auge con distintas expresiones de lucha popular en las décadas de los 70 y los
80 del pasado siglo. Incluso los brazos operativos que hicieron el trabajo
propiamente dicho: fuerzas de seguridad del Estado y grupos conexos
(paramilitares, parapoliciales), si bien acrecentaron su cuota de poder (tanto
político como económico, constituyéndose en un poder sobredimensionado dentro
de la lógica del Estado al que servían y ganando porciones dentro de la
acumulación de riqueza en el concierto nacional junto a los grupos dominantes
tradicionales), finalizada la guerra interna terminaron desacreditados.
•
En orden a enjuiciar y
castigar a los responsables directos de todas las atrocidades cometidas durante
la guerra interna, debe quedar claro que los ejecutores directos (altos
oficiales del ejército nacional) tienen una alta cuota de responsabilidad en lo
sucedido, pero que con ellos no termina el problema sino que a su vez, tras
ellos, deben conocerse los verdaderos factores de poder para quienes llevaron
adelante esas políticas de represión de la protesta popular.
•
Los efectos de estas
estrategias tienen distintas aristas: a) fueron letales para 45 mil ciudadanos
guatemaltecos, de quienes nunca más se supo nada y que todo indica murieron al
poco tiempo de su desaparición. b) Fueron terriblemente conmocionantes para los
familiares y allegados directos de las personas desaparecidas, en quienes se
alteraron procesos de duelo normal ante el desaparecido, quedando en una
situación de espera eterna, sabiendo por un lado que lo más probable es que su
ser querido esté muerto, pero albergando secretamente confusos sentimientos de
verlo reaparecer, todo lo cual produce un cuadro de confusión psicológica que
no cesa con el paso del tiempo. c) Creó una cultura de silencio y sumisión
profundamente enraizada en el colectivo social, donde se instalaron y
apropiaron mensajes de aceptación pasiva de la represión, terminando por
justificar las desapariciones con argumentos deshumanizantes, inhibidores de la
protesta social y provocadores de ruptura y falta de solidaridad en los tejidos
sociales, promoviendo actitudes individualistas: “si se los llevaron, por algo
sería”.
•
Las consecuencias
colectivas de desinterés por lo político, de relajamiento de lazos sociales y
salidas individuales provocadas por las estrategias de desaparición forzada de
personas pavimentaron la posibilidad de establecer, algunos años después de
implementadas las campañas de desapariciones, planes económicos leoninos para
las mayorías sin mayores reacciones populares (políticas neoliberales de
achicamiento del Estado y entronización del mercado, golpeando muy duramente
sobre las condiciones laborales de la población trabajadora). Se trató,
entonces, de una planificada estrategia de guerra que con el empleo sistemático
de acciones que sirvieron como “propaganda”, como promoción de un mensaje
(freno al “comunismo internacional que quería adueñarse de estas tierras”),
estaban orientadas a direccionar conductas colectivas en la búsqueda de
objetivos de control social. Ya desaparecidas, las personas corrieron suertes
muy diversas. En algunos casos se dieron procesos de “conversión”, es decir:
militantes del campo popular y revolucionario que fueran secuestrados por su
ideario contestatario, luego de ser sometidos a procesos de tortura abandonaron
sus posiciones de lucha pasando a sumarse a las fuerzas de la represión. Ello
debe entenderse en el marco de complejos procesos psicológicos. Es difícil
hacer una equilibrada ponderación de esos casos: ¿hasta dónde llegan los
mecanismos de adaptación y sobrevivencia y hasta dónde se pueden saltar
barreras éticas? El presente texto, que no ahonda en esas temáticas, sólo
indica que esa fue una posibilidad entre otras a la que se enfrentaron los
desaparecidos y, de hecho, se comprobó en una cantidad de casos.
•
Todo indica que la
inmensa mayoría de las personas desaparecidas fueron asesinadas. Por lo pronto,
algunas, muy pocas, aparecieron muertas al corto tiempo de su desaparición. Eso
era parte de la estrategia montada: dejar ver algunos cadáveres, en general con
signos de terribles torturas y con tiro de gracia, lo cual enviaba un elocuente
mensaje al colectivo social: “quien se mete en cuestiones políticas adversas al
estado de cosas, así le va”. El mensaje logró su objetivo: contribuyó a
desmovilizar toda la sociedad, que por aquellos años se encontraba en cierta
efervescencia político-social. Pero de la inmensa mayoría de desaparecidos/as
no hay ninguna información. Todas las hipótesis que se puedan tejer al respecto
llevan a lo mismo: los desaparecidos no fueron mantenidos vivos, siendo casi
imposible (por no decir absolutamente imposible) que estén hoy aún en situación
de detención clandestina, ni tampoco salieron al exilio fuera del país. Por lo
tanto, las conjeturas indican que fueron ajusticiados en forma ilegal. Lisa y
llanamente: asesinados en su gran mayoría.
•
La búsqueda de las
personas desaparecidas se torna extremadamente difícil por una sumatoria de
razones, amparadas todas en la estrategia de base que fue el centro de esa
política: fue una práctica extrajudicial mantenida en el más cerrado
hermetismo. A partir de ello prácticamente no hay pistas valederas: existen muy
pocos archivos que puedan ayudar en la tarea (el de la Policía Nacional es el
más organizado, aportando valiosas informaciones, pero no alcanzando de todos
modos para resolver todos los casos). Archivos militares no se han abierto, y
nada indica que se vaya a hacer. La cantidad de cadáveres no identificados
encontrados en la época más álgida de la represión (1975-1985) fueron inhumados
como XX, y recién tardíamente, décadas después, comienzan a ser estudiados, no
asegurándose la posibilidad de identificación en todos los casos. Las fuerzas
que llevaron a cabo estos trabajos se cuidaron muy esmeradamente de no dejar
huellas, o dejarlas muy fragmentariamente, confundiendo así más aún la
posibilidad de seguirlas. La secretividad que marcó todo este capítulo de la
historia nacional no ha desaparecido: ello, entonces, sigue haciendo
tremendamente problemático buscar personas desaparecidas con reales
posibilidades de éxito, por la falta de registros y testigos.
•
Las fuerzas estatales
negaron siempre sistemáticamente la comisión de desapariciones, más allá de
toda la inconmensurable prueba empírica que las desmiente. Eso crea una
situación de polaridad absoluta que aleja toda posibilidad de procesos reconciliatorios
en el seno de la sociedad. Tomando como modelo experiencias de otros países,
podría indicarse que una vía posible para comenzar a cambiar la polaridad post
guerra es ofrecer una amnistía general a quienes llevaron adelante las
políticas represivas a cambio de información precisa sobre el paradero de los
desaparecidos.
•
La puesta en práctica de
la anterior recomendación no va a resolver los problemas estructurales que
siguen afectando a la sociedad guatemalteca y que prendieron la guerra en la década
de los 60, pero puede ser un importante camino para explorar vías novedosas que
bajen algo de la conflictividad social presente o, al menos, los niveles de
dolor que siguen padeciendo los sectores más afectados por el conflicto armado.
•
Hoy quizá se vaya
tornando cada vez más difícil seguir encontrando pistas concretas que lleven a
resolver casos de desapariciones forzadas en forma terminante. Se podrán
encontrar, quizá, algunas osamentas que, con las tecnologías que se dispone en
la actualidad (pruebas de ADN), se logren identificar. De todos modos, aunque
sea relativamente poco lo que pueda identificarse en las fosas clandestinas que
se exhumen, es siempre útil mantener estas búsquedas, porque ello alimenta una
memoria histórica que no se debe dejar morir, en el entendido que “olvidar la
historia abre la posibilidad de su repetición”.
_____________________
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Madrid, Julio 14 / N° 10.
[1]
Los datos con que se alimenta la presente investigación
muchas veces difieren entre sí. Esto se debe a que las fuentes consultadas, muy
diversas, por cierto, se desarrollaron durante los mismos años de la represión,
con las dificultades que eso pudo haber traído, a lo que se suma la falta de
una unificación y sistematización rigurosa de todas ellas.
[2]
Frase popular interpretada como: “al que cuestiona, al que
protesta o al que se mete en política le puede ir muy mal”.
[3]
En los procesos de Nüremberg se enjuició el Decreto “Noche y
Niebla”, puesto en marcha por el régimen nazi en 1941, el cual estipulaba que
las personas que amenazaran la seguridad alemana en los territorios ocupados
fuesen transportadas a Alemania, donde sería ejecutadas, y para lograr el
efecto intimidatorio deseado, se prohibía entregar información alguna sobre su
paradero. (Documento L-90 Volumen 7 de las actas de los procesos de Nüremberg).
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