https://www.youtube.com/watch?v=CjDz-r65xUU
Los
aplausos inundaban la sala de conciertos. El marqués von Reutemann estaba
rebosante de alegría, orgulloso. Era el primer concierto que Paganini ofrecía
en Leipzig, y lo hacía justamente en su palacio.
La velada había sido exquisita, y el
broche de oro de la presentación del italiano daba un toque de fascinación a
esa noche de ensueño. Sin embargo, entre los oyentes –más aún entre las mujeres–
se reforzaba la idea presentada por el marqués días atrás, cuando anunciara que
Paganini iba a acompañarlos en breve.
–Es cierto, sin dudas–, comentó tras
su descomunal abanico con aplicaciones de nácar la condesa von Stück, bella,
elegante como sólo ella sabía serlo. Por cierto que el abanico era
absolutamente innecesario: era noviembre y nevaba copiosamente.
–Se
lo ve en todo, no hay dudas. No sólo en la forma de tocar. También en la
mirada. Yo sentía que me iba a hipnotizar–, reflexionaba el mariscal von
Zimermann, con el pecho galardonado como pocas veces se lo había visto.
Como sucedía en estas distinguidas
galas, no todos los asistentes eran miembros de la aristocracia. En este caso
acompañaba a los nobles el ya famoso profesor Petrouskas. De origen griego,
mundano e incansable viajero, dominador a la perfección de no menos de seis
lenguas, desde hacía varios años había tomado a Paganini como su objeto de
estudio. Sus ligazones con el Vaticano no quedaban del todo claras.
–¿Y
qué le pareció, profesor?–, preguntó cortés la condesa von Stück.
–Era
lo que me esperaba. Fascinante, por supuesto, tremendamente fascinante–,
respondió Petrouskas.
El
final espectacular había sido la Danza de las Brujas, ejecutada con una
maestría técnica y una fuerza expresiva tan desbordantes que había arrancado
lágrimas de emoción a más de un presente. Costaba creer que un humano lograse
esas proezas con un violín. Los bravo se prolongaron por espacio de
varios minutos, con calidez siempre creciente.
Von Reutemann fue el primero en
estrecharle la mano. La mirada de Niccolò seguía imperturbable como siempre,
serena y al mismo tiempo aterrorizante. El esfuerzo de la ejecución, pese al
frío que se sentía, lo había bañado en sudor. Su enigmática sonrisa no podía
ser descifrada: ¿satisfacción?, ¿sorna?, ¿una suficiencia por encima de los
simples mortales, aún ante la más rancia nobleza alemana?
El
profesor Petrouskas se acercó luego de los primeros saludos. Ya se conocían.
Hacía al menos dos años que se daba esta elegante persecución, sutil y bien
disfrazada.
–¡Otra vez este pesado! ¿Qué querrá?–,
pensó Niccolò. Obviamente aceptó la felicitación, estrechando su mano tras la
impostada sonrisa.
–Bravissimo, maestro, bravissimo. Una
volta ancora: complimenti!–, dijo Petrouskas en perfecto italiano. Paganini
agradeció casi maquinalmente.
No
hubo asistente al palacio que no saludara al virtuoso. Todos, igualmente,
cambiaban alguna palabra de felicitación con él, en general en francés.
El
marqués Ludwig von Reutemann sabía de la empresa de Petrouskas; en parte por
decisión propia, porque le interesaba la investigación, en parte respondiendo a
las presiones del Obispo Stollen, había aceptado su presencia en la velada:
también a él le llamaba poderosamente la atención lo que se venía comentando
insistentemente sobre Paganini. Organizar un concierto en su palacio podía
contribuir a despejar la duda. El mismo marqués había comentado previamente,
con sus más allegados, la habladuría en boga.
–¿Pacto con el demonio? No sé, no lo
termino de creer. ¿Y no puede ser que ejecute así por propio mérito?–, razonaba
el conde von Sauber.
–¡Imposible! Absolutamente imposible.
Yo he estudiado el violín varios años– se apresuró a intervenir el duque de
Legrand, elegantísimo parisino que manejaba un perfecto alemán, propietario de
tierras en la Baviera –y puedo aseguraros con total certeza que un ser humano
no está en condiciones de llegar jamás a ese grado de dominio de un
instrumento. Se necesita de una fuerza superior para lograr eso que hemos visto
hace un rato–. La convicción con que presentaba sus argumentos no dejaba lugar
a dudas: había pacto con el demonio.
Niccolò,
por lo pronto, conversaba con varios admiradores, mujeres fundamentalmente. Las
preguntas que algunos osaban dirigirle respecto a cómo era posible ese dominio,
las rehusaba gentilmente. Sólo manifestaba que había un gran esfuerzo tras todo
esto. Una persona más atrevida, – la condesa von Stück – impresionada por lo
que había contado en días recientes el ahora anfitrión, directa y espontánea
como era, le preguntó:
–Maestro: ¿usted qué dice del
demonio? ¿Será cierto que inspira a algunos autores?–
Paganini sonrió. –¿Y por qué lo
dice, mi querida madame? ¿Le parece que podría ser cierto?–
–No lo sé. Se dicen tantas cosas
..... ¿usted no lo cree?–
–En realidad no tengo tiempo de
pensarlo. Paso todo el santo día ensayando. Es de lo único que puedo hablarle
con seguridad, mi querida–. La expresión de Niccolò era una mezcla extraña de
burla y embarazo.
La
condesa lo notó. Tiempo después, cuando escribía su diario, hizo alusión a este
diálogo, y manifestó que eso tuvo un valor incalculable en su vida. A partir de
ahí –"esa mirada glacial que todavía hoy me persigue" escribiría
luego– pasó a ser una persona retraída, silenciosa, totalmente distinta a cómo
había sido hasta ese entonces. Incluso dejó de atender su aspecto físico.
Otro
tanto diría también el marqués von Reutemann. No podía explicar de qué manera
se había dado el cambio, pero era palmario que se dio. Si bien era un comprometido
y militante católico, lejos estaba de sentirse un devoto penitente que se
infligiera castigos e impusiera ayunos. Era, como todos los aristócratas de su
tiempo, un sibarita que, sin descuidar el ámbito espiritual, sabía gozar de los
placeres mundanos. A partir de aquella noche se transformó en un fervoroso
ciervo que casi no asistía a eventos de la alta sociedad. Pasaba sus días en
penitencia, desatendía su aspecto personal y apenas si comía. También hacía
alusión, igual que la condesa von Stück, a "esa mirada insondable,
impenetrable, que lo había petrificado".
De todo
esto tuvo conocimiento el profesor Petrouskas. En realidad, coleccionar todas
estas pruebas era su trabajo. Si bien no se presentaba nunca públicamente con
su verdadera identidad, era un investigador laico del Tribunal del Santo Oficio
de la Inquisición, con relaciones directas tanto con España como con Roma. Su
misión consistía en poder demostrar fehacientemente los vínculos de Paganini
con Lucifer. Era imposible que un mortal encantase de esa manera a la gente con
la música; debía haber algo diabólico en juego. Demostrarlo era su tarea.
Cada tanto se veían a la cara.
Petrouskas no lo evitaba; quería, sutilmente, hacerle saber a su perseguido que
había quien desconfiaba de él, quien sabía algo de su vida privada, de sus
andanzas secretas. Prácticamente no había presentación pública de Paganini que
se perdiese. Siempre –era parte de la estrategia– se hacía ver ante Niccolò.
Por cierto él ya lo tenía más que identificado.
Nunca
pasaban de un intercambio de saludos, de felicitaciones. Más de una vez
Paganini estuvo tentado de ir más allá, de preguntarle el por qué de esa
persecución. Pero nunca se decidía a hacerlo. De alguna manera también, toda la
escena se le antojaba divertida, y le gustaba el juego.
La
próxima cita fue en la Opera de Viena. La agenda de Paganini era más que
apretada; viajaba continuamente, teniendo ya arregladas presentaciones para
seis meses por delante como mínimo. En este caso era una velada teatral, con
todo el lujo que la situación exigía. Viena imperial, espléndida, majestuosa,
era el centro musical de Europa. Triunfar en ese medio aparecía como la presea
máxima para cualquier músico. Por supuesto, una vez más Paganini dejó atónitos
a todos sus oyentes. También a Petrouskas. Terminado el Concierto N° 1 para
violín y orquesta con que se cerró la función, por no menos de cinco
minutos el público no dejó de aplaudir ininterrumpidamente. Debió ejecutar tres
obras más fuera de programa. La fascinación de sus ejecuciones no se podía
creer.
En
la sala de gala, donde los artistas recibían las felicitaciones del público
luego de las presentaciones, volvieron a encontrarse frente a frente.
–¿Sabe que nunca he tenido un
admirador tan fiel como usted?–, dijo con cierta sorna Niccolò cuando se
estrechaban la mano.
–¿Por
qué lo dice?–, preguntó notoriamente turbado Petrouskas.
–Pareciera como que me quisiera
declarar algo, y no se atreviera. Lo veo en todos mis conciertos, y siempre
pienso que alguna vez se va atrever a decírmelo. Pero parece que espero en
vano–.
Visiblemente
aturdido por la reacción de Paganini, el pobre Petrouskas no sabía qué decir.
Tartamudeó, cambió de color. El impacto fue grande.
–No se ponga así, hombre. Lo invito a
cenar luego de los saludos. Y le ruego que acepte–, agregó cortésmente Niccolò.
La alteración siguió en aumento. No se
esperaba en ningún modo esas palabras, pero infinitamente menos aún una
invitación. Pensó que podría aceptar, pero si la jerarquía eclesiástica lo
sabía hubiese sido catastrófico.
–Vade
retro!–, murmuró Petrouskas tragándose la saliva. No encontraba qué excusa
poner, cómo reaccionar. Visiblemente ofuscado balbuceó algo ininteligible.
–¡Por dios, ni que hubiera visto al
demonio!–, agregó Paganini, no sin cierta picardía y expresión malévola. –Todo
tiene su costo mi querido amigo. Recuérdelo–.
Atendiendo
los numerosos saludos que se le ofrecían, se fueron separando paulatinamente.
Cuando Niccolò lo buscó nuevamente con la mirada, Petrouskas ya había
desaparecido. Finalmente no cenaron juntos.
La fama legendaria de Paganini iba en
aumento. Para cada concierto se agotaban las entradas con mucha antelación
cuando era en una sala de teatro; y si la velada tenía lugar en algún palacio
nobiliario, asistía una cantidad inusual de gente, como no ocurría si no era él
el centro de atención. Sus interpretaciones dejaban asombrados a todos. –No es
de humanos tocar así. Eso es magia–.
Por
un tiempo el profesor Petrouskas dudó de poder continuar con su empresa. Lo
consultó con sus superiores; incluso el mismo Papa tomó cartas en el asunto. La
decisión fue apuntalarlo en su trabajo, que por cierto fue bien considerado en
la curia. Este apoyo lo reconfortó. Unos meses después retomó la faena, con más
ahínco todavía.
El próximo encuentro –que según
estimaba el Petrouskas debía ser definitivo, dado que se había tramado un
ambicioso plan que tendría que conducir al desenmascaramiento público de este
satánico poseso– tuvo lugar en tierra italiana. En la Scala de Milán, más
precisamente.
Ya
llevaba escritas más de mil páginas, donde documentaba detalladamente los
hallazgos encontrados, las pruebas con que se contaba hasta ese momento, los
posibles cargos que se podrían presentar. En un elegante latín comenzaba por
presentar pormenorizadamente cómo se entreveían las ligazones con el demonio,
cómo había tenido lugar el pacto, y se establecía al mismo tiempo las posibles
soluciones. Se hablaba de exorcizar.
Llegó el día de la actuación: era un
jueves 14 de febrero. El lleno era total. Petrouskas ocupaba un palco, junto a
otras personalidades del mundillo cultural milanés. Sus asistentes –ocho en
total– estaban esparcidos por todo el teatro. Los había en la platea, en los
palcos, en las tertulias. El plan consistía en obstaculizar el concierto, molestar
a Paganini durante la ejecución, lograr distraerlo (tosiendo fundamentalmente),
para hacer fracasar la presentación. Si eso se repetía varias veces, en
distintas salas, la reputación del demonio podía descender. Ante el fracaso,
Paganini se vería forzado a pedir auxilio, y allí entraría victoriosa la Santa
Iglesia, pronta para brindar el requerido apoyo a cambio de una confesión sin
condiciones y un arrepentimiento profundo.
Puntualmente
a las ocho de la noche abrió la gala. A poco de empezar –abrió con el Moto
perpetuo, ejecutado con una precisión tan extraordinaria que el propio
Petrouskas no podía concebir– debían comenzar las toses. Pero no comenzaron.
Pasaban los minutos, y ni una sola interrupción. El profesor no pudo soportar
más la situación, y se dirigió a su asistente más cercano, estratégicamente
ubicado a un par de palcos del suyo. Sonaba en ese momento el Capriccio N°
24 en la menor. Cuando lo vio, percibió inmediatamente el gesto de
hipnotizado que lo tenía embobado. Le hizo alguna seña, pero fue inútil. El
hechizo de la música, de Paganini, de toda la escena, no tenía parangón. Con la
boca abierta y los ojos semi cerrados, Alberto –así se llamaba el muchacho
contratado– parecía víctima de un maleficio. No respondió a los gestos de
Petrouskas.
El
profesor comenzó a desesperarse; no sólo el plan no estaba saliendo como se
había concebido sino que los encargados de llevarlo a cabo parecían estar del
lado del perseguido. Esto era demasiado para él. No pudo contenerse, y comenzó
a gritar en la sala, desesperado. En breves instantes los encargados de la
seguridad del teatro lo arrastraban fuera. El concierto siguió adelante, y ese
breve inconveniente no impidió que Paganini volviese a ser, una vez más, el
ídolo del público.
De
la suerte de Petrouskas poco se supo posteriormente. Según lo que pudo
reconstruirse fragmentariamente, esa fatídica noche fue llevado a la estación
de policía, y como luego su estado mental iba cada vez peor, posteriormente se
lo trasladó al manicomio de Milán. Un mes después, en circunstancias más que
misteriosas, apareció sin ojos y sin lengua en el pabellón de enfermos crónicos
peligrosos .... muerto.
En sus manuscritos, del que no citaremos aquí más que una mínima parte, podía leerse entre las últimas anotaciones: "Todo esto permite afirmar con absoluta certeza que Niccolò Paganini, contrariamente a lo que se creía, no ha hecho ningún pacto con el demonio. Paganini es el demonio mismo".
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