sábado, 9 de abril de 2022

PAGANINI

https://www.youtube.com/watch?v=CjDz-r65xUU

 

Los aplausos inundaban la sala de conciertos. El marqués von Reutemann estaba rebosante de alegría, orgulloso. Era el primer concierto que Paganini ofrecía en Leipzig, y lo hacía justamente en su palacio.

La velada había sido exquisita, y el broche de oro de la presentación del italiano daba un toque de fascinación a esa noche de ensueño. Sin embargo, entre los oyentes –más aún entre las mujeres– se reforzaba la idea presentada por el marqués días atrás, cuando anunciara que Paganini iba a acompañarlos en breve.

–Es cierto, sin dudas–, comentó tras su descomunal abanico con aplicaciones de nácar la condesa von Stück, bella, elegante como sólo ella sabía serlo. Por cierto que el abanico era absolutamente innecesario: era noviembre y nevaba copiosamente.

–Se lo ve en todo, no hay dudas. No sólo en la forma de tocar. También en la mirada. Yo sentía que me iba a hipnotizar–, reflexionaba el mariscal von Zimermann, con el pecho galardonado como pocas veces se lo había visto.

Como sucedía en estas distinguidas galas, no todos los asistentes eran miembros de la aristocracia. En este caso acompañaba a los nobles el ya famoso profesor Petrouskas. De origen griego, mundano e incansable viajero, dominador a la perfección de no menos de seis lenguas, desde hacía varios años había tomado a Paganini como su objeto de estudio. Sus ligazones con el Vaticano no quedaban del todo claras.

–¿Y qué le pareció, profesor?–, preguntó cortés la condesa von Stück.

–Era lo que me esperaba. Fascinante, por supuesto, tremendamente fascinante–, respondió Petrouskas.

El final espectacular había sido la Danza de las Brujas, ejecutada con una maestría técnica y una fuerza expresiva tan desbordantes que había arrancado lágrimas de emoción a más de un presente. Costaba creer que un humano lograse esas proezas con un violín. Los bravo se prolongaron por espacio de varios minutos, con calidez siempre creciente.

Von Reutemann fue el primero en estrecharle la mano. La mirada de Niccolò seguía imperturbable como siempre, serena y al mismo tiempo aterrorizante. El esfuerzo de la ejecución, pese al frío que se sentía, lo había bañado en sudor. Su enigmática sonrisa no podía ser descifrada: ¿satisfacción?, ¿sorna?, ¿una suficiencia por encima de los simples mortales, aún ante la más rancia nobleza alemana?  

El profesor Petrouskas se acercó luego de los primeros saludos. Ya se conocían. Hacía al menos dos años que se daba esta elegante persecución, sutil y bien disfrazada.

–¡Otra vez este pesado! ¿Qué querrá?–, pensó Niccolò. Obviamente aceptó la felicitación, estrechando su mano tras la impostada sonrisa.

–Bravissimo, maestro, bravissimo. Una volta ancora: complimenti!–, dijo Petrouskas en perfecto italiano. Paganini agradeció casi maquinalmente.

No hubo asistente al palacio que no saludara al virtuoso. Todos, igualmente, cambiaban alguna palabra de felicitación con él, en general en francés.

El marqués Ludwig von Reutemann sabía de la empresa de Petrouskas; en parte por decisión propia, porque le interesaba la investigación, en parte respondiendo a las presiones del Obispo Stollen, había aceptado su presencia en la velada: también a él le llamaba poderosamente la atención lo que se venía comentando insistentemente sobre Paganini. Organizar un concierto en su palacio podía contribuir a despejar la duda. El mismo marqués había comentado previamente, con sus más allegados, la habladuría en boga.

–¿Pacto con el demonio? No sé, no lo termino de creer. ¿Y no puede ser que ejecute así por propio mérito?–, razonaba el conde von Sauber.

–¡Imposible! Absolutamente imposible. Yo he estudiado el violín varios años– se apresuró a intervenir el duque de Legrand, elegantísimo parisino que manejaba un perfecto alemán, propietario de tierras en la Baviera –y puedo aseguraros con total certeza que un ser humano no está en condiciones de llegar jamás a ese grado de dominio de un instrumento. Se necesita de una fuerza superior para lograr eso que hemos visto hace un rato–. La convicción con que presentaba sus argumentos no dejaba lugar a dudas: había pacto con el demonio.

Niccolò, por lo pronto, conversaba con varios admiradores, mujeres fundamentalmente. Las preguntas que algunos osaban dirigirle respecto a cómo era posible ese dominio, las rehusaba gentilmente. Sólo manifestaba que había un gran esfuerzo tras todo esto. Una persona más atrevida, – la condesa von Stück – impresionada por lo que había contado en días recientes el ahora anfitrión, directa y espontánea como era, le preguntó:

            Maestro: ¿usted qué dice del demonio? ¿Será cierto que inspira a algunos autores?

            Paganini sonrió. –¿Y por qué lo dice, mi querida madame? ¿Le parece que podría ser cierto?–

            –No lo sé. Se dicen tantas cosas ..... ¿usted no lo cree?–

            –En realidad no tengo tiempo de pensarlo. Paso todo el santo día ensayando. Es de lo único que puedo hablarle con seguridad, mi querida–. La expresión de Niccolò era una mezcla extraña de burla y embarazo.

            La condesa lo notó. Tiempo después, cuando escribía su diario, hizo alusión a este diálogo, y manifestó que eso tuvo un valor incalculable en su vida. A partir de ahí –"esa mirada glacial que todavía hoy me persigue" escribiría luego– pasó a ser una persona retraída, silenciosa, totalmente distinta a cómo había sido hasta ese entonces. Incluso dejó de atender su aspecto físico.

            Otro tanto diría también el marqués von Reutemann. No podía explicar de qué manera se había dado el cambio, pero era palmario que se dio. Si bien era un comprometido y militante católico, lejos estaba de sentirse un devoto penitente que se infligiera castigos e impusiera ayunos. Era, como todos los aristócratas de su tiempo, un sibarita que, sin descuidar el ámbito espiritual, sabía gozar de los placeres mundanos. A partir de aquella noche se transformó en un fervoroso ciervo que casi no asistía a eventos de la alta sociedad. Pasaba sus días en penitencia, desatendía su aspecto personal y apenas si comía. También hacía alusión, igual que la condesa von Stück, a "esa mirada insondable, impenetrable, que lo había petrificado".

            De todo esto tuvo conocimiento el profesor Petrouskas. En realidad, coleccionar todas estas pruebas era su trabajo. Si bien no se presentaba nunca públicamente con su verdadera identidad, era un investigador laico del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, con relaciones directas tanto con España como con Roma. Su misión consistía en poder demostrar fehacientemente los vínculos de Paganini con Lucifer. Era imposible que un mortal encantase de esa manera a la gente con la música; debía haber algo diabólico en juego. Demostrarlo era su tarea.

            Cada tanto se veían a la cara. Petrouskas no lo evitaba; quería, sutilmente, hacerle saber a su perseguido que había quien desconfiaba de él, quien sabía algo de su vida privada, de sus andanzas secretas. Prácticamente no había presentación pública de Paganini que se perdiese. Siempre –era parte de la estrategia– se hacía ver ante Niccolò. Por cierto él ya lo tenía más que identificado.

Nunca pasaban de un intercambio de saludos, de felicitaciones. Más de una vez Paganini estuvo tentado de ir más allá, de preguntarle el por qué de esa persecución. Pero nunca se decidía a hacerlo. De alguna manera también, toda la escena se le antojaba divertida, y le gustaba el juego.

La próxima cita fue en la Opera de Viena. La agenda de Paganini era más que apretada; viajaba continuamente, teniendo ya arregladas presentaciones para seis meses por delante como mínimo. En este caso era una velada teatral, con todo el lujo que la situación exigía. Viena imperial, espléndida, majestuosa, era el centro musical de Europa. Triunfar en ese medio aparecía como la presea máxima para cualquier músico. Por supuesto, una vez más Paganini dejó atónitos a todos sus oyentes. También a Petrouskas. Terminado el Concierto N° 1 para violín y orquesta con que se cerró la función, por no menos de cinco minutos el público no dejó de aplaudir ininterrumpidamente. Debió ejecutar tres obras más fuera de programa. La fascinación de sus ejecuciones no se podía creer.

En la sala de gala, donde los artistas recibían las felicitaciones del público luego de las presentaciones, volvieron a encontrarse frente a frente.

–¿Sabe que nunca he tenido un admirador tan fiel como usted?–, dijo con cierta sorna Niccolò cuando se estrechaban la mano.

–¿Por qué lo dice?–, preguntó notoriamente turbado Petrouskas.

–Pareciera como que me quisiera declarar algo, y no se atreviera. Lo veo en todos mis conciertos, y siempre pienso que alguna vez se va atrever a decírmelo. Pero parece que espero en vano–.

Visiblemente aturdido por la reacción de Paganini, el pobre Petrouskas no sabía qué decir. Tartamudeó, cambió de color. El impacto fue grande.

–No se ponga así, hombre. Lo invito a cenar luego de los saludos. Y le ruego que acepte–, agregó cortésmente Niccolò.

La alteración siguió en aumento. No se esperaba en ningún modo esas palabras, pero infinitamente menos aún una invitación. Pensó que podría aceptar, pero si la jerarquía eclesiástica lo sabía hubiese sido catastrófico.

–Vade retro!–, murmuró Petrouskas tragándose la saliva. No encontraba qué excusa poner, cómo reaccionar. Visiblemente ofuscado balbuceó algo ininteligible.

–¡Por dios, ni que hubiera visto al demonio!–, agregó Paganini, no sin cierta picardía y expresión malévola. –Todo tiene su costo mi querido amigo. Recuérdelo–.

Atendiendo los numerosos saludos que se le ofrecían, se fueron separando paulatinamente. Cuando Niccolò lo buscó nuevamente con la mirada, Petrouskas ya había desaparecido. Finalmente no cenaron juntos.

La fama legendaria de Paganini iba en aumento. Para cada concierto se agotaban las entradas con mucha antelación cuando era en una sala de teatro; y si la velada tenía lugar en algún palacio nobiliario, asistía una cantidad inusual de gente, como no ocurría si no era él el centro de atención. Sus interpretaciones dejaban asombrados a todos. –No es de humanos tocar así. Eso es magia–.

Por un tiempo el profesor Petrouskas dudó de poder continuar con su empresa. Lo consultó con sus superiores; incluso el mismo Papa tomó cartas en el asunto. La decisión fue apuntalarlo en su trabajo, que por cierto fue bien considerado en la curia. Este apoyo lo reconfortó. Unos meses después retomó la faena, con más ahínco todavía.

El próximo encuentro –que según estimaba el Petrouskas debía ser definitivo, dado que se había tramado un ambicioso plan que tendría que conducir al desenmascaramiento público de este satánico poseso– tuvo lugar en tierra italiana. En la Scala de Milán, más precisamente.

Ya llevaba escritas más de mil páginas, donde documentaba detalladamente los hallazgos encontrados, las pruebas con que se contaba hasta ese momento, los posibles cargos que se podrían presentar. En un elegante latín comenzaba por presentar pormenorizadamente cómo se entreveían las ligazones con el demonio, cómo había tenido lugar el pacto, y se establecía al mismo tiempo las posibles soluciones. Se hablaba de exorcizar.

Llegó el día de la actuación: era un jueves 14 de febrero. El lleno era total. Petrouskas ocupaba un palco, junto a otras personalidades del mundillo cultural milanés. Sus asistentes –ocho en total– estaban esparcidos por todo el teatro. Los había en la platea, en los palcos, en las tertulias. El plan consistía en obstaculizar el concierto, molestar a Paganini durante la ejecución, lograr distraerlo (tosiendo fundamentalmente), para hacer fracasar la presentación. Si eso se repetía varias veces, en distintas salas, la reputación del demonio podía descender. Ante el fracaso, Paganini se vería forzado a pedir auxilio, y allí entraría victoriosa la Santa Iglesia, pronta para brindar el requerido apoyo a cambio de una confesión sin condiciones y un arrepentimiento profundo. 

Puntualmente a las ocho de la noche abrió la gala. A poco de empezar –abrió con el Moto perpetuo, ejecutado con una precisión tan extraordinaria que el propio Petrouskas no podía concebir– debían comenzar las toses. Pero no comenzaron. Pasaban los minutos, y ni una sola interrupción. El profesor no pudo soportar más la situación, y se dirigió a su asistente más cercano, estratégicamente ubicado a un par de palcos del suyo. Sonaba en ese momento el Capriccio N° 24 en la menor. Cuando lo vio, percibió inmediatamente el gesto de hipnotizado que lo tenía embobado. Le hizo alguna seña, pero fue inútil. El hechizo de la música, de Paganini, de toda la escena, no tenía parangón. Con la boca abierta y los ojos semi cerrados, Alberto –así se llamaba el muchacho contratado– parecía víctima de un maleficio. No respondió a los gestos de Petrouskas.

El profesor comenzó a desesperarse; no sólo el plan no estaba saliendo como se había concebido sino que los encargados de llevarlo a cabo parecían estar del lado del perseguido. Esto era demasiado para él. No pudo contenerse, y comenzó a gritar en la sala, desesperado. En breves instantes los encargados de la seguridad del teatro lo arrastraban fuera. El concierto siguió adelante, y ese breve inconveniente no impidió que Paganini volviese a ser, una vez más, el ídolo del público.

De la suerte de Petrouskas poco se supo posteriormente. Según lo que pudo reconstruirse fragmentariamente, esa fatídica noche fue llevado a la estación de policía, y como luego su estado mental iba cada vez peor, posteriormente se lo trasladó al manicomio de Milán. Un mes después, en circunstancias más que misteriosas, apareció sin ojos y sin lengua en el pabellón de enfermos crónicos peligrosos .... muerto.

En sus manuscritos, del que no citaremos aquí más que una mínima parte, podía leerse entre las últimas anotaciones: "Todo esto permite afirmar con absoluta certeza que Niccolò Paganini, contrariamente a lo que se creía, no ha hecho ningún pacto con el demonio. Paganini es el demonio mismo".

 


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