Raúl era de los que siempre se equivocaba, de los que nunca pegan una. Cada cosa que hacía, al menos así lo sentía él, era un desastre. Muy en secreto sabía que así era su mundo, pero por todos los medios intentaba no mostrar esa imagen. Por el contrario, pretendía evidenciarse como triunfador.
Situación algo tragicómica: ante cada fracaso, ante
cada metida de pata –muy numerosas, por cierto– era proverbial su tonta sonrisa
y alguna explicación justificatoria, absurda en la mayoría de los casos. Le
habían recomendado varias veces ir al psicólogo, pero se rehusaba
terminantemente.
A los 13 años, motivado por algún amigo, había
comenzado a estudiar guitarra. Lo hizo con un discípulo de Abel Carlevaro en su
Montevideo natal. No era mal alumno; a decir de su maestro, pintaba para
posible concertista. En cuatro años de estudio intenso ya había adquirido un
muy buen nivel. Pero como todo le salía mal, jugando al fútbol se quebró un
dedo de la mano izquierda, y su carrera como concertista de guitarra se vio
truncada.
En realidad, no había todavía ninguna carrera; en todo
caso, ese era su anhelo, más motivado por lo que decía su profesor que por una
realidad palpable.
Este accidente a sus 17 años le ratificó lo que ya,
desde su niñez, venía manifestándose balbuceante: no había cosa que no le
saliera mal. Pero su tenacidad era a prueba de todo. Por tanto, como le
encantaba la música académica europea, más conocida como como música clásica,
tanto en Uruguay como en buena parte del mundo, optó por la dirección
orquestal.
Se presentó al Conservatorio Nacional con todas las
esperanzas. Una vez más recibió un baldazo de agua fría: para acceder a ese
curso necesitaba amplios conocimientos de piano, armonía y composición. No los
tenía, por lo que la batuta de director pasó al olvido. De esa época de
cercanía con el arte sonoro solo le quedó el gusto por la música clásica, la
barroca fundamentalmente.
Como no queremos entretener al lector con innumerables
relatos de fracasos, tropiezos y fiascos varios, solo digamos que su vida fue
un continuo tormento. Lo curioso es que, pese a todos los traspiés recibidos,
nunca se le borraba la sonrisa de oreja a oreja. Parecía más bien una mueca
–quizá lo era–, que encubría el profundo dolor que llevaba, una máscara. Había
una relación, como diría un matemático, directamente proporcional en su vida: a
mayor insatisfacción por los golpes sufridos, mayor sonrisa.
Los años fueron pasando, y nunca se despegó de su
madre. Su padre hacía años se había marchado. Era hijo único. Nadie como Raúl
cambiaba tanto de trabajo. Era muy llamativo eso: duraba poco en cada puesto,
pero siempre, rápidamente después de los despidos, conseguía uno nuevo. Hizo de
todo: empleado en una fotocopiadora, agente de seguridad en un banco, ayudante
de plomero, camarero, un breve paso por una radio como locutor, taxista,
acomodador en un teatro. De noviazgos, poco y nada. Ninguna relación estable,
seria. Algunas salidas ocasionales, sin mayor compromiso. Tampoco era un asiduo
visitante de prostíbulos. Su soltería comenzaba a arraigarse.
A los 30 años, viviendo siempre con su “viejita
adorada”, comenzó a pergeñar la idea. Fue descubriendo que todo el mundo le
devolvía su sonrisa plastificada, pero en verdad, no tenía amistades reales.
Eran, a lo sumo, acompañantes ocasionales, compañeros de ruta que él quería ver
como amigos. Aunque amigos sinceros, no había. Decidió ponerse a prueba, para
ver cuánta gente realmente lo estimaba.
El plan era macabro, bastante tétrico. En todo caso,
rayaba en la locura. Se haría pasar por muerto, viendo si aparecía alguien a su
funeral. Dedicó innumerables horas a informarse sobre el asunto y a planificar
con lujo de detalles la obra. Debía ser una gran escenificación, por lo que
todo debía quedar bajo control.
Contactó con dos empleados de una pequeña empresa
funeraria para arreglar el asunto. Después de haberse asesorado
convenientemente, estableció que tomaría una dosis de haloperidol –esa droga
que se le suministra a los pacientes de los hospitales psiquiátricos– para
mantener un estado cataléptico por varias horas. El efecto daría como
resultado, según lo que pudo averiguar, consultando a varios médicos incluso,
un aspecto cadavérico, con rigidez total, y hasta con una palidez cutánea que
podía hacer pensar sin dudas en una persona muerta.
La jugada era muy audaz. Por un lado, los efectos de
la droga no estaban totalmente asegurados: podía dejarlo catatónico, pero
también podía matarlo. Por otro lado, el montaje preparado con los funebreros no
era fácil. Debían dejarlo en un ataúd que le permitiera respirar, y todo tenía
que estar muy bien coordinado para poder despertar justo en el momento preciso.
Ese momento era el instante en que iban a depositarlo en la tumba.
Además, todo debía prepararse para hacer creer a su
familia –a su madre básicamente– que Raúl había fallecido en un accidente
automovilístico, y que por la forma en que había quedado desfigurado su cuerpo,
en el cajón solo se mostraba el rostro. El ficticio muerto, así, podría
escuchar lo que se decía durante el velorio.
Como buen melómano, la música clásica lo fascinaba. De
esa cuenta, más de alguna vez había dicho a sus allegados que el día en que
muriera, gustaría de ser llevado en el momento de su inhumación al compás de la
Oda a la Alegría, el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de van Beethoven. La
madre reía de la ocurrencia de acompañar su funeral con música. Lo veía como
una extravagancia de su hijo, una más de tantas.
La idea de Raúl consistía en permanecer como muerto
durante todo ese tiempo, y despertar al escuchar los sones de esa música. Daría
golpes en la caja ya cerrada, y ante el presumible espanto/sorpresa/asombro de
los acompañantes, los empleados oportunamente instruidos abrirían el ataúd.
Terminada la escena –increíble, fantástica, sorprendente– el joven renacido
narraría los entretelones de la historia.
Todo se cumplió según lo previsto. Por primera vez en
su vida sentía que podía hacer algo bien, que la vida no lo abofeteaba como era
lo habitual. Pero siempre quedan imponderables. En medio del canto triunfal de
la Novena Sinfonía cuando lo llevaban desde la carroza fúnebre hasta la tumba,
descubierta que fuera la tapa por los empleados contratados, el impacto fue
mayúsculo, inaudito. Tanto, que su madre y una tía murieron de un paro cardíaco
por la impresión. Los pocos, poquísimos asistentes, no sabían si reír, salir
corriendo o golpear a Raúl sintiéndose burlados. Ni siquiera fue noticia en la
prensa local: los editores decidieron que era de muy mal gusto informar sobre
un acto psicótico. Prácticamente nadie se enteró del hecho.
Su odio con sí mismo fue tan grande que dos días
después desapareció de Montevideo y nunca más se supo nada de él en la ciudad.
Según comentarios nunca confirmados con certeza, parece que ahora presta
servicio en la Legión Extranjera de Francia como mercenario incorporado.
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