Los tres hermanos eran terribles; pero más aún lo era Zuca, el mayor. Decían por allí que tanta crueldad era la venganza ante la muerte del menor, dos años atrás –Paulinho–, con ocasión de la memorable huelga en la plantación azucarera de su padre. Para ese entonces don Luis, viejo terrateniente que decía descender de marqueses portugueses, dueño de varios miles de hectáreas de caña en el estado de Bahía, ya casi no se ocupaba de los negocios debido a su precaria salud, habiéndolos dejado casi todos en manos de sus hijos, y de Zuca especialmente.
La huelga se prolongó por
espacio de dos meses; luego de la muerte de Paulinho –la cual nunca quedó muy
clara: parece ser que fue un balazo de los manifestantes una calurosísima
noche, en pleno febrero– la familia Guimarães da Silva se decidió a no negociar
con los huelguistas y emprendió la contraofensiva de una manera brutal.
Fue ahí donde los tres
hermanos ganaron su fama de despiadados; las muertes de los trabajadores se
contaron por centenas, y el incipiente sindicato fue totalmente desarticulado.
Aún hoy se dice que Zuca mató con sus propias manos y comió a más de un campesino,
lo cual le dio esa aura de monstruo sagrado, respetado, pero más que nada,
temido. Algunos, por supuesto en voz baja, lo llamaban el caníbal.
Desde
siempre, pero más aún después de la represión de la huelga, el clan Guimarães fue famoso por su ferocidad. El
viejo don Luis había sido por años la figura fuerte de Juazeiro, la
ciudad donde sus ancestros se asentaron varias generaciones atrás. Sus cuatro
hijos, todos varones, llevaron esa tradición a niveles inauditos; luego de su
muerte unos meses después de la huelga, –y quizá ante la ausencia de alguien
que pudiera ponerle límites– los tres sobrevivientes se tornaron unos pedantes
intolerables, violentos, desenfrenados. Era Zuca quien marcaba el ritmo.
Solteros
empedernidos, las mujeres de la localidad sentían un respeto reverencial por
ellos; pero no admiración. Era, en todo caso, una mezcla ambigua de fascinación
y terror. Aunque no habían reconocido a ninguno, los tres hermanos –y
especialmente Zuca–trajeron al mundo alrededor de dos docenas de hijos. Jamás
se preocuparon por ellos, y nunca aportaron un centavo para su mantenimiento.
Despreciaban visceralmente a los negros. Se decía –sin que se pudiera precisar
si era cierto o eso formaba parte del mito colectivo que se alimentaba cada
día– que los hermanos Guimarães
practicaban tiro con sus trabajadores de color, que eran la gran mayoría, por
cierto.
Todo
esto hacía que la población de Juazeiro los odiara profundamente. Si bien
siempre había sido la familia dominante del lugar, motivo por lo que desde
varias generaciones eran temidos, después de la huelga tanto el miedo como el
odio que inspiraban había crecido notoriamente. La actual generación era la versión
corregida y aumentada de todas las atrocidades históricas del clan, de su racismo,
de su desprecio. Aunque nadie se atrevía a enfrentarlos, todo el mundo guardaba
secretamente un espíritu de venganza que se agigantaba con cada nueva tropelía.
Y, de hecho, éstas nunca faltaban.
Para
informarse acerca de una posible futura inversión en árboles de cacao, Zuca y
Jair viajaron a San Salvador. En su estancia –de no más de una semana– tuvieron
ocasión de ir a una discoteca que los impresionó fuertemente. Se trataba de la
más moderna y lujosa en su tipo, enclavada en una gruta natural en las afueras
de la ciudad. Quienes la montaron no repararon en gastos, y hasta el más mínimo
detalle había sido calculado: lujoso diseño de cada sector, luces, equipos
sonoros, plataformas móviles. Todo era de primera calidad, bello, majestuoso.
La impresión que produjo en los hermanos Guimarães fue muy profunda. Tanto que inmediatamente pensaron repetir algo
similar en Juazeiro.
A
su retorno ya tenían concebida una serie de alternativas; convencer a Antonio
fue cuestión de horas. Al día siguiente del reencuentro familiar el plan de
instalación de una discoteca en su ciudad ya estaba en marcha.
En
las cercanías de Juazeiro, a escasos dos kilómetros, se encontraba el lugar
ideal (ideal según los hermanos, claro): la cueva de Queiroz. Era una gruta que
desde hacía no más de un año había sido convertida, junto con un predio de un
centenar de hectáreas, en área protegida federal. De momento no estaba explotada
turísticamente, pero la idea del Ministerio a cargo era poder llegar a ese
objetivo en un corto tiempo. Como de momento todo eso eran sólo planes, la reserva
propiamente dicha no contaba con ninguna protección policial. La cueva era un
santuario de murciélagos, en cuyo interior corría un río subterráneo de belleza
incomparable, enclavada en una región de exuberante bosque tropical.
Con
su pequeño ejército de guardaespaldas armados hasta los dientes, los hermanos Guimarães da Silva no demoraron mucho en
apropiarse del lugar. La impunidad con que acostumbraban manejarse se reveló
una vez más, y en poco tiempo la cueva comenzó a convertirse en una febril obra
en construcción. Excavadoras, camiones, trabajadores con cartuchos de dinamita
irrumpieron en el tranquilo paisaje de Juazeiro. También los guardias
con fusiles de asalto pasaron a ser comunes en la región. Los miles de
murciélagos muertos fueron sacados en no menos de cien bolsas; parece ser que
utilizaron veneno para su exterminio.
La
reacción popular no tardó en aparecer. Aunque con temor, dada la negra historia
de la familia como personajes intocables en la región, todo el mundo se sintió
hondamente indignado por esta nueva muestra de impunidad. Primero en voz baja,
luego en forma abierta, el malestar se fue transformando en clamor.
El
poder del clan de hacendados era enorme; de hecho influían sin miramientos en
las autoridades locales: alcalde, jefe de policía y cura párroco debían tener
la bendición de don Luis –y desde su muerte, de Zuca– para ejercer sus cargos.
El grupo de matones armados de los Guimarães
custodiaba sus intereses mejor que el más preparado ejército. De hecho, era un
verdadero ejército: lo conformaban unos cincuenta hombres, todos dispuestos a
matar cuando fuera necesario y amparados en la seguridad que les daba el
saberse protegidos por el señor feudal de la región.
El exterminio masivo de
los murciélagos en realidad fue el detonante; a la población de Juazeiro no era
eso, en definitiva, lo que más le importaba. Constituía un detalle más, otra
prueba de lo que era el ejercicio del poder llevado a sus grados extremos,
ilimitado. Lo que realmente ofendía era el abuso.
De todos modos las
primeras reacciones vinieron justamente desde el ámbito medioambientalista.
Desde la apertura del área protegida en las cercanías de la ciudad, el tema de
la defensa ecológica había pasado a ser algo más o menos cotidiano entre su
población. Aunque la municipalidad no tomaba mayores cartas en el asunto, dos
organizaciones no gubernamentales habían comenzado a desarrollar su trabajo de
sensibilización al respecto. Una de ellas, con sede en San Pablo, tenía incluso
un ambicioso proyecto institucional que iba más allá de la defensa de los
recursos naturales, poniendo el énfasis fundamental en la organización y
participación de las comunidades. La incidencia de ambas instancias se comenzó
a hacer sentir.
También se sintió la
respuesta de los Guimarães. Se dieron un par de escaramuzas bastante fuertes
por las que, en el lapso de una semana, ambas organizaciones ambientalistas
decidieron salir de Juazeiro. En un caso un trabajador de una de ellas –un
joven que venía a la comunidad desde San Salvador y se estaba empezando a
integrar al medio local– sufrió una brutal paliza que lo dejó hospitalizado por
un par de días. Las autoridades no dijeron ni una palabra al respecto.
Una semana después de la
retirada de "Vida Silvestre" –tal era el nombre de la segunda
institución en marcharse– el escándalo se difundió más allá de la pequeña
ciudad. Incluso llegaron medios de Brasilia, de San Pablo. La estrategia de
Zuca –porque era él quien en verdad manejaba todo– fue oportuna. Luego de una
cena entre el alcalde, el jefe de la policía, el cura y los tres hermanos, se organizó
un foro municipal donde estuvieron las "fuerzas vivas" de la
localidad, o sea, aquellas tres personas y los hermanos, más un "representante"
de la población: un trabajador de la hacienda (el negro Tancredo, analfabeto,
desdentado, con un respeto/terror reverencial por sus amos).
La presentación tuvo forma
de conferencia de prensa; el poder detentado localmente y la habilidad en los
contactos por parte de los Guimarães, o la gravedad de la situación, o ambas
cosas, hicieron que llegara la artillería pesada de la prensa nacional; e
incluso, de la internacional (corresponsales de Estados Unidos y de Alemania).
Fue tragicómico. Durante
la comparencia quien siempre puso las condiciones fue Zuca; Tancredo balbuceaba
torpemente el guión que se le había dado, y otro tanto hacía el alcalde, para
mostrar que "el progreso había
llegado a Juazeiro", y que la construcción de la discoteca –que
tendría por nombre nada más y nada menos que "El murciélago"– "es un importante aporte al comercio
local". Tan nervioso estaba el trabajador de la hacienda ante las
preguntas de los periodistas que, sudoroso, casi al borde del llanto, en un
momento dijo: "yo no sé mucho de
todo esto. Mejor pregúntenle al amito Zuca, que fue el que me trajo acá",
lo cual despertó ternura en algunos, pero indignación en los más.
Los hermanos se amparaban
en un vericueto legal por el que el área protegida, que aún no era parque
nacional, en estos momentos, y dada una irregularidad administrativa
involuntaria del personal técnico que llevaba el expediente, estaba ahora en un
limbo normativo. En síntesis: no era de nadie. Aprovechando esa circunstancia,
y con la justificación de promover el turismo –hasta llegaron a hablar de
turismo responsable y sostenible, para estar acorde a los
lenguajes en boga– se lanzaron a este proyecto de "desarrollo local".
El discurso oficial con
que se presentó el hecho ya consumado no dejaba muchos resquicios; quedaba
abierta la posibilidad de emprender la batalla legal, pero ¿quién se atrevía a
hacerlo?
Escudados en los
tecnicismos leguleyos, pero mucho más aún en los fusiles de sus guardaespaldas,
los tres hermanos siguieron adelante con su obra. Que, dicho sea de paso, no
era el único negocio; además de la histórica plantación azucarera tenían
también un obraje maderero, dos de las cuatro gasolineras de la ciudad de
Juazeiro, y ahora –ese había sido el motivo original del viaje a San Salvador
el mes pasado– incursionaban en las plantaciones de cacao. Lo de la discoteca
era algo adicional. Pero por diversas razones (era un toque de modernidad,
tenía un perfil seductor) los había apasionado desde un principio y no estaban
dispuestos a abandonar el proyecto por nada del mundo.
La muerte de un curioso
unos días después de la conferencia de prensa lo dejó más que claro.
Mientras la obra seguía
adelante, también crecía la indignación de la población. En dos meses la
discoteca estuvo lista, y también la denuncia preparada por un colectivo de
vecinos asesorados por un bufete de abogados de la Universidad estatal de San
Pablo. Una semana antes de su inauguración fue presentada en el Juzgado de
Delitos contra el Medio Ambiente en San Salvador, Bahía.
Entre otras cosas, pero justamente
poniendo un especial énfasis en esto, se alertaba sobre el inminente peligro
que representaba utilizar una cueva como la de Queiroz para implementar una
discoteca. Las razones técnicas que se esgrimían para vetar su funcionamiento
eran variadas, y todas de peso: el lugar era altamente peligroso para
desarrollar una actividad del género que se preveía, no había la ventilación
adecuada, y en especial destacaban las reverberaciones de las potentes ondas
sonoras de los equipos de música que, según el peritaje presentado, constituían
un severo peligro potencial como posible causa de derrumbes.
Cuando los hermanos
Guimarães da Silva conocieron el tenor de la denuncia presentada, además de
enfurecerse, rieron. Fundamentalmente rieron porque la encontraron
insustancial; según los dos ingenieros y el arquitecto contratados, nada de eso
podía suceder.
Faltando tres días para la
apertura, recibieron la comunicación del juez de San Salvador: no innovar, decía la medida. Es decir,
todo quedaba en suspenso hasta que las investigaciones pertinentes decidieran
si correspondía, o no, inaugurar la discoteca.
La discusión en torno a si
debían seguir adelante con el plan o acatar la medida legal no les tomó más de
quince minutos a los tres hermanos, asesorados por su abogado. –Nadie se los impediría– fue la consigna.
Dado que ya estaba en marcha la propaganda desde hacía dos semanas, optaron por
continuar con el proyecto trazado. No retiraron un solo cartel, no quitaron las
cuñas ni radiales ni televisivas. Ese día –era un viernes– se ofrecía entrada
gratuita para las mujeres y a mitad de precio para los varones; en todos los
casos la empresa obsequiaba un trago como cortesía de bienvenida.
En el medio de la
indignación popular de Juazeiro –y de otros lugares, visto que el asunto había
trascendido lo local– llegó el momento de la inauguración. Nunca se supo si la
orden enviada al comisario Figueira no le llegó –y en ese caso por qué– o,
sencillamente, no la acató. La directiva era clara: debía constituirse en el
centro de diversión y no permitir el ingreso de nadie. Pero ese viernes no hubo
ni un policía. El único personal que prestó seguridad fueron los ya conocidos
guardaespaldas de la familia; esa noche estrenaron todos floridas camisas cariocas,
bajo las cuales lucían sus sempiternas pistolas.
Como negocio fue exitoso.
Llegaron varios cientos de jóvenes; muchos de Juazeiro, pero una gran mayoría
de San Salvador; incluso había turistas extranjeros. Hubo un grupo de vecinos
que intentó disuadir de asistir a los jóvenes, pero no tuvieron mayor eco.
Dos horas después de
abiertas las puertas, la gruta estaba colmada de gente. Y las recomendaciones
presentadas en la denuncia se demostraron ciertas: el nivel de decibeles de la
música fue tan alto que sobrevino el derrumbe.
Los muertos superaron las
cien personas, pero la gravedad del accidente no fue sólo eso sino la angustia
por rescatar a los sobrevivientes dado la dificultad de trabajar en la gruta.
No se supo de dónde
aparecieron las armas –hasta una granada de fragmentación hubo– pero lo cierto
es que el pueblo enardecido acometió contra la casona de la familia Guimarães
da Silva. De los guardaespaldas, al ver la ira incontenible de la población que
portaba armas tan potentes como las suyas, algunos dieron batalla –fueron los
siete muertos que se contabilizaron luego esparcidos en el jardín–, pero la
gran mayoría prefirió huir.
Los cadáveres de los tres
hermanos fueron paseados por las calles de Juazeiro antes de ser quemados. Fui
difícil reconocer posteriormente cuál era cada uno; el más destrozado fue Zuca.
Manos anónimas pintaron en algún muro, en español: Fuenteovejuna, señor; Fuenteovejuna lo hizo.
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