domingo, 24 de abril de 2022

LA VENGANZA

            Los tres hermanos eran terribles; pero más aún lo era Zuca, el mayor. Decían por allí que tanta crueldad era la venganza ante la muerte del menor, dos años atrás –Paulinho–, con ocasión de la memorable huelga en la plantación azucarera de su padre. Para ese entonces don Luis, viejo terrateniente que decía descender de marqueses portugueses, dueño de varios miles de hectáreas de caña en el estado de Bahía, ya casi no se ocupaba de los negocios debido a su precaria salud, habiéndolos dejado casi todos en manos de sus hijos, y de Zuca especialmente.

 

            La huelga se prolongó por espacio de dos meses; luego de la muerte de Paulinho –la cual nunca quedó muy clara: parece ser que fue un balazo de los manifestantes una calurosísima noche, en pleno febrero– la familia Guimarães da Silva se decidió a no negociar con los huelguistas y emprendió la contraofensiva de una manera brutal.

 

            Fue ahí donde los tres hermanos ganaron su fama de despiadados; las muertes de los trabajadores se contaron por centenas, y el incipiente sindicato fue totalmente desarticulado. Aún hoy se dice que Zuca mató con sus propias manos y comió a más de un campesino, lo cual le dio esa aura de monstruo sagrado, respetado, pero más que nada, temido. Algunos, por supuesto en voz baja, lo llamaban el caníbal.

 

            Desde siempre, pero más aún después de la represión de la huelga, el clan Guimarães fue famoso por su ferocidad. El viejo don Luis había sido por años la figura fuerte de Juazeiro, la ciudad donde sus ancestros se asentaron varias generaciones atrás. Sus cuatro hijos, todos varones, llevaron esa tradición a niveles inauditos; luego de su muerte unos meses después de la huelga, –y quizá ante la ausencia de alguien que pudiera ponerle límites– los tres sobrevivientes se tornaron unos pedantes intolerables, violentos, desenfrenados. Era Zuca quien marcaba el ritmo.

 

            Solteros empedernidos, las mujeres de la localidad sentían un respeto reverencial por ellos; pero no admiración. Era, en todo caso, una mezcla ambigua de fascinación y terror. Aunque no habían reconocido a ninguno, los tres hermanos –y especialmente Zuca–trajeron al mundo alrededor de dos docenas de hijos. Jamás se preocuparon por ellos, y nunca aportaron un centavo para su mantenimiento. Despreciaban visceralmente a los negros. Se decía –sin que se pudiera precisar si era cierto o eso formaba parte del mito colectivo que se alimentaba cada día– que los hermanos Guimarães practicaban tiro con sus trabajadores de color, que eran la gran mayoría, por cierto.

 

            Todo esto hacía que la población de Juazeiro los odiara profundamente. Si bien siempre había sido la familia dominante del lugar, motivo por lo que desde varias generaciones eran temidos, después de la huelga tanto el miedo como el odio que inspiraban había crecido notoriamente. La actual generación era la versión corregida y aumentada de todas las atrocidades históricas del clan, de su racismo, de su desprecio. Aunque nadie se atrevía a enfrentarlos, todo el mundo guardaba secretamente un espíritu de venganza que se agigantaba con cada nueva tropelía. Y, de hecho, éstas nunca faltaban.

 

            Para informarse acerca de una posible futura inversión en árboles de cacao, Zuca y Jair viajaron a San Salvador. En su estancia –de no más de una semana– tuvieron ocasión de ir a una discoteca que los impresionó fuertemente. Se trataba de la más moderna y lujosa en su tipo, enclavada en una gruta natural en las afueras de la ciudad. Quienes la montaron no repararon en gastos, y hasta el más mínimo detalle había sido calculado: lujoso diseño de cada sector, luces, equipos sonoros, plataformas móviles. Todo era de primera calidad, bello, majestuoso. La impresión que produjo en los hermanos Guimarães fue muy profunda. Tanto que inmediatamente pensaron repetir algo similar en Juazeiro.

 

            A su retorno ya tenían concebida una serie de alternativas; convencer a Antonio fue cuestión de horas. Al día siguiente del reencuentro familiar el plan de instalación de una discoteca en su ciudad ya estaba en marcha.

 

            En las cercanías de Juazeiro, a escasos dos kilómetros, se encontraba el lugar ideal (ideal según los hermanos, claro): la cueva de Queiroz. Era una gruta que desde hacía no más de un año había sido convertida, junto con un predio de un centenar de hectáreas, en área protegida federal. De momento no estaba explotada turísticamente, pero la idea del Ministerio a cargo era poder llegar a ese objetivo en un corto tiempo. Como de momento todo eso eran sólo planes, la reserva propiamente dicha no contaba con ninguna protección policial. La cueva era un santuario de murciélagos, en cuyo interior corría un río subterráneo de belleza incomparable, enclavada en una región de exuberante bosque tropical.

 

            Con su pequeño ejército de guardaespaldas armados hasta los dientes, los hermanos Guimarães da Silva no demoraron mucho en apropiarse del lugar. La impunidad con que acostumbraban manejarse se reveló una vez más, y en poco tiempo la cueva comenzó a convertirse en una febril obra en construcción. Excavadoras, camiones, trabajadores con cartuchos de dinamita irrumpieron en el tranquilo paisaje de Juazeiro. También los guardias con fusiles de asalto pasaron a ser comunes en la región. Los miles de murciélagos muertos fueron sacados en no menos de cien bolsas; parece ser que utilizaron veneno para su exterminio.

 

            La reacción popular no tardó en aparecer. Aunque con temor, dada la negra historia de la familia como personajes intocables en la región, todo el mundo se sintió hondamente indignado por esta nueva muestra de impunidad. Primero en voz baja, luego en forma abierta, el malestar se fue transformando en clamor.

 

            El poder del clan de hacendados era enorme; de hecho influían sin miramientos en las autoridades locales: alcalde, jefe de policía y cura párroco debían tener la bendición de don Luis –y desde su muerte, de Zuca– para ejercer sus cargos. El grupo de matones armados de los Guimarães custodiaba sus intereses mejor que el más preparado ejército. De hecho, era un verdadero ejército: lo conformaban unos cincuenta hombres, todos dispuestos a matar cuando fuera necesario y amparados en la seguridad que les daba el saberse protegidos por el señor feudal de la región.

 

            El exterminio masivo de los murciélagos en realidad fue el detonante; a la población de Juazeiro no era eso, en definitiva, lo que más le importaba. Constituía un detalle más, otra prueba de lo que era el ejercicio del poder llevado a sus grados extremos, ilimitado. Lo que realmente ofendía era el abuso.

 

            De todos modos las primeras reacciones vinieron justamente desde el ámbito medioambientalista. Desde la apertura del área protegida en las cercanías de la ciudad, el tema de la defensa ecológica había pasado a ser algo más o menos cotidiano entre su población. Aunque la municipalidad no tomaba mayores cartas en el asunto, dos organizaciones no gubernamentales habían comenzado a desarrollar su trabajo de sensibilización al respecto. Una de ellas, con sede en San Pablo, tenía incluso un ambicioso proyecto institucional que iba más allá de la defensa de los recursos naturales, poniendo el énfasis fundamental en la organización y participación de las comunidades. La incidencia de ambas instancias se comenzó a hacer sentir.

 

            También se sintió la respuesta de los Guimarães. Se dieron un par de escaramuzas bastante fuertes por las que, en el lapso de una semana, ambas organizaciones ambientalistas decidieron salir de Juazeiro. En un caso un trabajador de una de ellas –un joven que venía a la comunidad desde San Salvador y se estaba empezando a integrar al medio local– sufrió una brutal paliza que lo dejó hospitalizado por un par de días. Las autoridades no dijeron ni una palabra al respecto.

 

            Una semana después de la retirada de "Vida Silvestre" –tal era el nombre de la segunda institución en marcharse– el escándalo se difundió más allá de la pequeña ciudad. Incluso llegaron medios de Brasilia, de San Pablo. La estrategia de Zuca –porque era él quien en verdad manejaba todo– fue oportuna. Luego de una cena entre el alcalde, el jefe de la policía, el cura y los tres hermanos, se organizó un foro municipal donde estuvieron las "fuerzas vivas" de la localidad, o sea, aquellas tres personas y los hermanos, más un "representante" de la población: un trabajador de la hacienda (el negro Tancredo, analfabeto, desdentado, con un respeto/terror reverencial por sus amos).

 

            La presentación tuvo forma de conferencia de prensa; el poder detentado localmente y la habilidad en los contactos por parte de los Guimarães, o la gravedad de la situación, o ambas cosas, hicieron que llegara la artillería pesada de la prensa nacional; e incluso, de la internacional (corresponsales de Estados Unidos y de Alemania).

 

            Fue tragicómico. Durante la comparencia quien siempre puso las condiciones fue Zuca; Tancredo balbuceaba torpemente el guión que se le había dado, y otro tanto hacía el alcalde, para mostrar que "el progreso había llegado a Juazeiro", y que la construcción de la discoteca –que tendría por nombre nada más y nada menos que "El murciélago"– "es un importante aporte al comercio local". Tan nervioso estaba el trabajador de la hacienda ante las preguntas de los periodistas que, sudoroso, casi al borde del llanto, en un momento dijo: "yo no sé mucho de todo esto. Mejor pregúntenle al amito Zuca, que fue el que me trajo acá", lo cual despertó ternura en algunos, pero indignación en los más.

 

            Los hermanos se amparaban en un vericueto legal por el que el área protegida, que aún no era parque nacional, en estos momentos, y dada una irregularidad administrativa involuntaria del personal técnico que llevaba el expediente, estaba ahora en un limbo normativo. En síntesis: no era de nadie. Aprovechando esa circunstancia, y con la justificación de promover el turismo –hasta llegaron a hablar de turismo responsable y sostenible, para estar acorde a los lenguajes en boga– se lanzaron a este proyecto de "desarrollo local".

 

            El discurso oficial con que se presentó el hecho ya consumado no dejaba muchos resquicios; quedaba abierta la posibilidad de emprender la batalla legal, pero ¿quién se atrevía a hacerlo?

 

            Escudados en los tecnicismos leguleyos, pero mucho más aún en los fusiles de sus guardaespaldas, los tres hermanos siguieron adelante con su obra. Que, dicho sea de paso, no era el único negocio; además de la histórica plantación azucarera tenían también un obraje maderero, dos de las cuatro gasolineras de la ciudad de Juazeiro, y ahora –ese había sido el motivo original del viaje a San Salvador el mes pasado– incursionaban en las plantaciones de cacao. Lo de la discoteca era algo adicional. Pero por diversas razones (era un toque de modernidad, tenía un perfil seductor) los había apasionado desde un principio y no estaban dispuestos a abandonar el proyecto por nada del mundo.

 

            La muerte de un curioso unos días después de la conferencia de prensa lo dejó más que claro.

 

            Mientras la obra seguía adelante, también crecía la indignación de la población. En dos meses la discoteca estuvo lista, y también la denuncia preparada por un colectivo de vecinos asesorados por un bufete de abogados de la Universidad estatal de San Pablo. Una semana antes de su inauguración fue presentada en el Juzgado de Delitos contra el Medio Ambiente en San Salvador, Bahía.

 

            Entre otras cosas, pero justamente poniendo un especial énfasis en esto, se alertaba sobre el inminente peligro que representaba utilizar una cueva como la de Queiroz para implementar una discoteca. Las razones técnicas que se esgrimían para vetar su funcionamiento eran variadas, y todas de peso: el lugar era altamente peligroso para desarrollar una actividad del género que se preveía, no había la ventilación adecuada, y en especial destacaban las reverberaciones de las potentes ondas sonoras de los equipos de música que, según el peritaje presentado, constituían un severo peligro potencial como posible causa de derrumbes.

 

            Cuando los hermanos Guimarães da Silva conocieron el tenor de la denuncia presentada, además de enfurecerse, rieron. Fundamentalmente rieron porque la encontraron insustancial; según los dos ingenieros y el arquitecto contratados, nada de eso podía suceder.

 

            Faltando tres días para la apertura, recibieron la comunicación del juez de San Salvador: no innovar, decía la medida. Es decir, todo quedaba en suspenso hasta que las investigaciones pertinentes decidieran si correspondía, o no, inaugurar la discoteca.

 

            La discusión en torno a si debían seguir adelante con el plan o acatar la medida legal no les tomó más de quince minutos a los tres hermanos, asesorados por su abogado. –Nadie se los impediría– fue la consigna. Dado que ya estaba en marcha la propaganda desde hacía dos semanas, optaron por continuar con el proyecto trazado. No retiraron un solo cartel, no quitaron las cuñas ni radiales ni televisivas. Ese día –era un viernes– se ofrecía entrada gratuita para las mujeres y a mitad de precio para los varones; en todos los casos la empresa obsequiaba un trago como cortesía de bienvenida.

 

            En el medio de la indignación popular de Juazeiro –y de otros lugares, visto que el asunto había trascendido lo local– llegó el momento de la inauguración. Nunca se supo si la orden enviada al comisario Figueira no le llegó –y en ese caso por qué– o, sencillamente, no la acató. La directiva era clara: debía constituirse en el centro de diversión y no permitir el ingreso de nadie. Pero ese viernes no hubo ni un policía. El único personal que prestó seguridad fueron los ya conocidos guardaespaldas de la familia; esa noche estrenaron todos floridas camisas cariocas, bajo las cuales lucían sus sempiternas pistolas.

 

            Como negocio fue exitoso. Llegaron varios cientos de jóvenes; muchos de Juazeiro, pero una gran mayoría de San Salvador; incluso había turistas extranjeros. Hubo un grupo de vecinos que intentó disuadir de asistir a los jóvenes, pero no tuvieron mayor eco.

 

            Dos horas después de abiertas las puertas, la gruta estaba colmada de gente. Y las recomendaciones presentadas en la denuncia se demostraron ciertas: el nivel de decibeles de la música fue tan alto que sobrevino el derrumbe.

 

            Los muertos superaron las cien personas, pero la gravedad del accidente no fue sólo eso sino la angustia por rescatar a los sobrevivientes dado la dificultad de trabajar en la gruta.

 

            No se supo de dónde aparecieron las armas –hasta una granada de fragmentación hubo– pero lo cierto es que el pueblo enardecido acometió contra la casona de la familia Guimarães da Silva. De los guardaespaldas, al ver la ira incontenible de la población que portaba armas tan potentes como las suyas, algunos dieron batalla –fueron los siete muertos que se contabilizaron luego esparcidos en el jardín–, pero la gran mayoría prefirió huir.

 

            Los cadáveres de los tres hermanos fueron paseados por las calles de Juazeiro antes de ser quemados. Fui difícil reconocer posteriormente cuál era cada uno; el más destrozado fue Zuca. Manos anónimas pintaron en algún muro, en español: Fuenteovejuna, señor; Fuenteovejuna lo hizo.



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