Durante el siglo XVIII, cuando Europa se sentía el centro del mundo imponiendo su civilización a punta de cañonazos y bayonetas, se dio una curiosa historia que recién ahora sale a luz. Revisando viejos documentos ganados por el moho encontrados en el sótano de la antigua casona de la familia L., hoy día convertida en museo, en la medieval y hermosa ciudad de N., unos historiadores pudieron reconstruir esta llamativa curiosidad.
En esa casa nació, vivió y murió el gran matemático G.
L. Su vida estuvo enteramente dedicada al estudio y la investigación, legando a
la humanidad su archiconocido Teorema de L., que años después sirviera para
desarrollar buena parte de los viajes interplanetarios. Según pudo saberse a
partir de esas mohosas cartas ahora recuperadas, hay mucha tela que cortar en
su producción científica.
G. fue el hijo mayor de un acaudalado comerciante,
quien llegó a tener una gran prosperidad para mediados de ese siglo.
Oficialmente este mercader tuvo seis hijos, pero fuera del matrimonio parece
haber engendrado una cantidad indeterminada de otros vástagos, no inferior a
doce, quizá más. Uno de esos “hijos naturales” fue M. “Un bastardo”, como M.
solía designarse a sí mismo.
Resulta ser que G., como primogénito, heredó la mayor
parte de la fortuna de su padre. Pero por su afición a las matemáticas, solo se
quedó con la casona; la empresa algodonera la dejó en manos de sus hermanos. Él
se consagró a la investigación y la docencia; los números eran su obsesión.
Renta familiar nunca le faltó.
Resulta también que M., el “bastardo”, a los cuatro
años fue a parar a la familia como entenado. Era costumbre bastante común en
ese entonces que las familias acomodadas tuvieran ese gesto de buena voluntad,
adoptando un pupilo, un semi-hijastro, que corría distintas suertes. Nunca
sería como los hijos legítimos, pero en algunos casos obtenían algunos
beneficios; por ejemplo: se les alfabetizaba.
M. era tremendamente inteligente. Aunque había un gran
problema: era zurdo. Problema, porque se consideraba que esa condición era una
aberración, por lo que se obligaba a quienes la tenían a penosos esfuerzos para
lograr acostumbrarse a manejar su mano derecha. Era costumbre, por tanto,
amarrar el brazo izquierdo de los zurdos a su espalda, para forzarlos a no
utilizar esa mano, obligando al uso de la otra. Los efectos así obtenidos eran
diversos, habiéndose llegado al colmo, en más de alguna oportunidad, que una
persona zurda, no soportando ese castigo, terminara por suicidarse a corta edad.
M. no era de esos. Con paciencia, casi con
obstinación, llegó a manejar aceptablemente ambas manos. Claro que, en público,
se cuidaba muy bien de no dejar ver que utilizaba la izquierda. Dada su alta
capacidad natural, había llegado a tocar aceptablemente el violín, empleando la
derecha para el arco, sin recibir clases formales, solo viendo lo que
practicaban algunos de sus medio-hermanos. El profesor que llegaba cada semana,
el destacado S., concertista eximio, no podía creer que un autodidacta lograra
esos sonidos.
G., que ya de pequeño daba muestras de su capacidad
para los números, estableció una profunda amistad con M., a quien siempre vio y
trató como su hermanastro. De sus cinco hermanos legítimos (tres varones y dos
mujeres), no prefería a nadie como su ser más cercano, sino a M. Preguntado
muchas veces el porqué de esa relación, jamás dio una explicación convincente.
Hoy, gracias a esas cartas que se pudieron recuperar –en realidad era el diario
personal de G– pudo saberse que, en realidad, la única persona a la que amó,
fue M. Existía una rara, oscura relación entre ambos.
M., medianamente aceptado por la familia como uno más
–aunque las hermanas mujeres siempre lo despreciaron– no pasó de ser el
mandadero de la casa, un criado con ciertos mínimos privilegios. Más o menos
instruido, tocando el violín casi a escondidas, su suerte no fue distinta a la
de cualquier criada o criado de los muchos que había. Con estos últimos
compartía mesa y dormitorio. Además, como un suplicio perenne, era castigado si
se le veía utilizando la mano zurda para hacer alguna tarea que “la buena
educación” imponía debía hacerse con la diestra.
Lo curioso era la relación casi secreta que se había
establecido con G. M., de oídas, fue adentrándose en el mundo de las
matemáticas. Pitágoras, Euclides, Newton, Descartes pasaron a ser sus entrañables
amigos intelectuales. Con su medio hermano jugaban a veces para ver quién
resolvía más rápido una ecuación. G. estaba encantado con esos pasatiempos
secretos. En silencio, envidiaba la capacidad descollante de su hermanastro.
En secreto también, era su salvación cuando se trataba
de la mano izquierda. Dado que M. era tratado como criado, muchas veces debía
hacer pesados trabajos en la casa; en muchas ocasiones necesitaba hacer mucha
fuerza con las manos, levantar pesos, cargar objetos. Como no podía utilizar la
mano zurda, pues se exponía a castigos, se encontraba muchas veces en serias
dificultades. G., con una generosidad que no exhibía con sus hermanos oficiales,
le ayudaba gentil. No entendía por qué esa locura ilógica de forzarlo a
utilizar una mano que no era la más hábil.
Quizá esos favores fueron desarrollando en M. un
sentimiento de deuda para con su medio hermano. G. era el único de todo el
grupo familiar que no lo martirizaba con el uso obligado de la diestra. De
hecho, a veces jugaban pulseadas utilizando ambos sus manos izquierdas; era ese
un gesto de reconocimiento para con M., de algún modo premiando su condición de
zurdo.
G. estaba sorprendido por cómo su “bastardo” hermano
progresaba en las matemáticas. Muchas veces era M. quien lo ayudaba con algún
cálculo. Sin mayor preparación académica, con lo poco que le habían enseñado en
la casa, el expósito muchacho –su madre había muerto en el parto, y el padre no
lo reconocía como hijo legítimo– daba muestras de una inteligencia brillante,
tremendamente astuta, perspicaz.
Ninguno de los dos, ni G. ni M., contrajo matrimonio.
Ambos envejecieron juntos, habitando la vieja casona familiar, el uno
encumbrándose como profesor de Matemáticas en la Universidad de B., el otro
como su criado. El dueño de casa siempre le permitió utilizar libremente su
mano izquierda, aunque por razones inexplicables, ante los miembros de la
familia –por ejemplo, cada vez que había una reunión de todos los hermanos, ya
casados y con hijos en todos los casos, salvo G.– M. se cuidaba de utilizar
solo la diestra.
En términos oficiales, M. era un tímido que casi no
hablaba. Esa era la percepción que todos los integrantes de la familia tenían
de él. G. sabía que no era exactamente así: hablaba poco, pero cada vez que lo
hacía era para sentenciar algo con la mayor profundidad. Su inteligencia
numérica era despampanante. En el juego de ajedrez, que también había aprendido
como autodidacta, quedaba demostrado: muy pocas veces, en contadísimas
ocasiones, G. pudo llegar a hacer tablas con M. Eso ya era un éxito. M., con la
mayor modestia, solo sonreía benévolo al momento del triunfo.
De acuerdo a los empolvados papeles ahora
descubiertos, pudo reconstruirse algo de la historia. No queda del todo claro
qué los unía de esa forma, pero pareciera que existía una intensa ola amorosa
allí. No sería improbable que, incluso, haya habido sexo. Los manuscritos no
permiten aseverarlo con exactitud. Lo que sí quedó muy claro, según el diario
personal de G., es que su famoso teorema, de una complejidad altísima, el mismo
que lo llevara a la fama perpetuando su nombre en la historia, no fue creación propia
sino obra de M. “Es injusto que lleve mi
nombre. Debería llamarse el Teorema del bastardo zurdo”.
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