La dictadura del general M. ya llevaba nueve años y no daba miras de terminar. Por el contrario, estos últimos meses había arreciado. Ahora se vivía, además del estado de sitio, con riguroso toque de queda. A las nueve de la noche las ciudades quedaban desiertas y solo patrullas militares podían verse. Muchas veces el propio general M. acompañaba en las rondas, con ropa de fajina y muy poca escolta.
Alberto –Tito para toda la
barriada pobre donde vivía, aprendiz de mecánico– acababa de cumplir los
dieciséis. Su primera noviecita, Irma, lo tenía loco. En un arrebato de amor le
había prometido sacarla del tugurio en que habitaban. Todas las noches la
visitaba cuando anochecía, a veces flores en mano. Aquel día se le había hecho
tarde y la visita terminó cuando empezaba el toque de queda. Pese a los ruegos
de Irma, prefirió partir.
Cuando la patrulla vio una
sombra desplazándose por los callejones del barrio, antro de malhechores y
subversivos ateos y apátridas peligrosos para el sistema, el mismo general M.
dio la voz de alto. Tito prefirió correr. Se internó por los interminables recovecos
donde se había criado y que conocía a la perfección. Dos soldados y el general
lo persiguieron. Los soldados se perdieron, pero M. creyó encontrar la pista y
se dejó llevar por su olfato de perseguidor. No se había equivocado: oculto
tras unos depósitos de basura Tito temblaba sin saber qué hacer.
El tropezón del general fue
providencial. La nueve milímetros escapó de su mano y cayó junto al joven.
Tiritando de miedo, con los ojos cerrados, Tito no sabe cómo pudo hacer
puntería. Lo cierto es que el balazo certero entró por la frente del militar.
Con la inesperada muerte
del general M. empezó un proceso de alzamiento popular, indetenible,
impetuoso, que acabó forzando a la dictadura a convocar elecciones que ganó la
izquierda. Tito es hoy un reputado héroe y está estudiando ingeniería mecánica.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario