Partamos de la base de decir que no hay paraísos, nunca, en ningún lugar. No puede haberlos, porque la vida no es una película de Hollywood con final feliz (donde siempre, no olvidarlo, gana el “muchachito bueno”, que es rubio, dejando en el camino –cosa en la que no se insiste mucho– a los “malos”, que curiosamente son negros, indios, musulmanes o comunistas). El único paraíso es el perdido.
¿Por qué decir eso?
Porque el socialismo nació como una propuesta crítica al sistema capitalista:
no es un paraíso, pero aún con las dificultades reales que pueda exhibir –y,
sin dudas, las tiene– representa una la esperanza de algo mejor que el actual
sistema dominante, que sigue matando de hambre y con guerras a la inmensa
mayoría de la población mundial. Ante las terribles injusticias del modo de
producción surgido en Europa hace ya varios siglos, globalizado a partir de la
llegada europea a América y la posterior dominación de ese continente y del
África, un par de intelectuales críticos como Carlos Marx y Federico Engels
desarrollaron un esquema conceptual y una propuesta de acción para superar esas
inequidades. Así surgió el socialismo científico en la segunda mitad del siglo
XIX. Esa revolución teórica, que fue tratada de silenciar y vilipendiar por
todos los medios posibles, y que aún sigue siéndolo en la actualidad (lo cual
demuestra que no perdió vigencia) sirvió como guía para las primeras
revoluciones político-sociales de la historia: Rusia en 1917, China en 1949,
Cuba en 1959. Ese pensamiento radicalmente revolucionario continúa siendo una
guía de acción para el cambio social.
Cuba, una isla de
ensueño en el Mar Caribe, la “Perla de las Antillas”, lugar vacacional para
muchos estadounidenses durante muchas décadas del siglo XX –playa, casino y
lupanar de lujo– fue la primera revolución socialista en territorio americano.
A partir de 1959, expulsada la dictadura que manejaba el país, se comenzó a
construir una nueva sociedad. El ideario socialista se impuso, y los logros rápidamente
estuvieron a la vista. La isla revolucionaria exhibe hoy los mejores índices
socioeconómicos del Sur: salud, educación, seguridad
ciudadana, reconocidos incluso por Naciones Unidas, nada sospechosa
de ideas comunistas. “Hay 200 millones de
niños de la calle en el mundo; ninguno de ellos vive en Cuba”, dijo en su
momento Fidel Castro, líder histórico de la revolución. El capitalismo global,
liderado por Estados Unidos, ve en esos logros un peligro: el pobrerío del mundo podría seguir ese ejemplo. Por eso desde
Washington, por espacio de 60 años y por igual con administraciones
republicanas o demócratas, se buscó desestabilizar el socialismo cubano por
todos los medios posibles: atentados, bloqueo, sabotajes, infiltraciones. Sin
embargo, la revolución se mantiene.
Últimamente la Casa
Blanca, después de haber impulsado durante casi todo el siglo XX sangrientas
dictaduras en Latinoamérica, África y Asia dócilmente favorables a su hegemonía
planetaria, ha ideado nuevas formas de lucha política, supuestamente no violentas, tendientes a revertir procesos
que no son de su agrado. Se abandonaron las dictaduras militares porque les
resultaban muy caras a la Casa Blanca, económica y políticamente: “Invertimos en los ejércitos de
Latinoamérica, y aunque sabemos que ese dinero en términos militares está
tirado a la basura, esos ejércitos son nuestro mejor aliado político”, dijo
John Kennedy siendo senador, en 1959. Hoy día, la estrategia ha variado. Se
prefieren los “golpes suaves”, disfrazados de “explosiones cívico-democráticas”
a los tanques en las calles.
El ideólogo que le dio forma a este nuevo tipo de intervenciones
es Gene Sharp, escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros “La política de la acción no
violenta” y “De la dictadura a la democracia”, quien fuera nominado en
el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas del destino: inspirándose en los
métodos de lucha no-violenta de Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las bases
para que la CIA y otras agencias estatales norteamericanas (USAID, NED, algunas
Fundaciones de fachada) desarrollen sus intervenciones en distintas partes del
mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en
modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, deben seguir
este patrón:
Generación de protestas,
manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulándola) sobre
la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento
antigubernamental no violento. Así, un cambio de gobierno se enmascararía como resultado de una protesta popular espontánea.
Eso se complementa, como
parte de estos golpes de Estado “suaves”, con el trabajo disuasivo realizado
por la corporación mediática comercial, siempre alineada con los grandes
capitales y posiciones conservadoras pro sistema. Trabajar sobre la corrupción,
denunciando y magnificando hasta el hartazgo hechos corruptos por parte de los
funcionarios “díscolos”, consigue resultados: dado que es un tema sensible, o
incluso sensiblero, las poblaciones
responden siempre visceralmente. Eso se probó en Guatemala en el 2015, lográndose
sacar de en medio al por entonces binomio presidencial de Otto Pérez Molina y
Roxana Baldetti, implementándose luego en Brasil (mandando a la cárcel a Lula y
a Dilma Roussef por presuntos hechos de corrupción) y en Argentina (magnificando
exponencialmente malos manejos del kirchnerismo propiciando así el triunfo del
neoliberal Mauricio Macri).
En esa lógica de “golpes
blandos”, supuestamente amparados en una defensa de la democracia (democracia
de mercado, por supuesto, donde interesa solo el mercado y no la democracia),
también se puede apelar a perversos mecanismos como el decretar un gobierno
paralelo a la administración vigente. Eso es lo que, por ejemplo, se hizo en
Venezuela, desconociendo al legítimo presidente Nicolás Maduro, reconociendo en
su lugar a ese engendro impresentable de un “presidente alterno” como Juan
Guaidó. O lo que se intentó en Rusia, propiciando la candidatura de un agente
de la CIA como Alexei Navalny, disfrazado de oposición democrática al legítimo
mandatorio del Kremlin.
Esas estrategias, que dieron
lugar a las llamadas “revoluciones de
colores” en las ex repúblicas soviéticas y también en otros países, se intentan
repetir ahora en Cuba. Esas revoluciones de colores (revolución de las rosas en
Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en
Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán,
revolución Twitter en Moldavia, revolución azafrán en Birmania, revolución del
Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos
de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de
Venezuela, o las “Damas de blanco” en Cuba) están impulsadas por fuerzas
aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a
un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados
Unidos. Su discurso –guión ya muy estudiado y manoseado por la Casa Blanca
hasta el hartazgo– se basa en repetir altisonantes palabras como “democracia” y
“libertad”. Pero sabemos que esas palabras se tornan vacías: Ronald Reagan en
su momento –cuando la lucha antisoviética en Afganistán– recibió a los
talibanes en la casa presidencial tratándolos de “luchadores por la libertad”,
así como a la Contra nicaragüense que accionaba contra la Revolución Sandinista.
Inspirado de alguna manera en los
sucesos de la Plaza de Tiananmen, de China en 1989, el primer laboratorio que
sirvió a los estrategas estadounidenses para darle cuerpo y definición
conceptual a estas operaciones de clara intervención injerencista, siempre
disfrazados de revueltas populares pacíficas espontáneas, fue el derrocamiento
del primer mandatario serbio Slobodan Milosevic, en Serbia y Montenegro en el
año 2000.
Levantar la voz contra la
corrupción, como pareciera ser actualmente la nueva cruzada universal (Papeles de Panamá o Pandora
papers), o la manipulada reacción al desabastecimiento provocado por el infame
bloqueo que mantiene Estados Unidos desde hace seis décadas sobre la isla –similar
a lo que hace en Venezuela– busca provocar inestabilidad política. El guión
preparado indica que, ante la desesperación de la población, el paso siguiente
es la generación de protestas “espontáneas” que pidan la salida del gobierno.
En la república bolivariana
la estrategia contrarrevolucionaria de Estados Unidos quedó
plasmada en el Documento “Plan para intervenir a
Venezuela del Comando Sur de Estados Unidos: Operación Venezuela Freedom-2”, de
inicios del 2016, donde puede leerse como algunas de las acciones a seguir
–similares a las de cualquier “revolución de color”, o lo que se está manipulando
ahora en Cuba: “(…) c) Aislamiento
internacional y descalificación como sistema democrático, ya que no respeta la
autonomía y la separación de poderes. d) Generación de un clima propicio para
la aplicación de la Carta Democrática de la OEA”. Ese “clima propicio” se
logra mediante un embargo inhumano, que pone de rodillas a la población,
haciendo faltar productos de primera necesidad, medicamentos, gasolina, complicando
el día a día, esperándose así la reacción. El hambre, las necesidades insatisfechas,
el malestar cotidiano enciende más las protestas que las denuncias de
corrupción. Los embargos (Cuba, Venezuela, en su momento Nicaragua, cuando
construía su revolución sandinista en la década de los 80 del siglo pasado)
buscan eso: desesperar a la población.
En Cuba el plan consiste en
azuzar malestares populares –que por supuesto, los hay, como pasa en todos los
países, agravados en la isla por el infame bloqueo más largo de la historia,
que ha ido complicando cada vez más su economía– con la idea de exasperar a la
gente y así, a partir de sus “reacciones cívicas no violentas”, forzar un
cambio de gobierno. Es sabido que esas concentraciones mueven algo de
población, porque efectivamente hay malestar por las carencias en la vida
diaria, pero la prensa comercial las exalta en forma monumental, intentando
mostrar un gobierno de La Habana jaqueado y agónico. La realidad es muy otra. Pese a los tremendos problemas derivados
del bloqueo, pueblo y gobierno cubanos siguen su camino socialista, como lo
acaban de mostrar recientemente.
En Cuba no hay dictadura;
hay un ejemplo de dignidad y soberanía nacional que, para el capitalismo
global, significa un mal ejemplo, y por tanto, debe ser acallado.
https://www.youtube.com/watch?v=BBuE_PDYN8c
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