Había una vez, muy lejos de aquí, en un lugar de L. de cuyo nombre no quiero acordarme, un pequeño país. Algunos decían que estaba embrujado, por las cosas insólitas que allí sucedían.… Pero eso nunca se pudo demostrar fehacientemente.
El
susodicho terruño no tenía especiales riquezas naturales, más allá de la
incomparable belleza de sus paisajes. No faltaba quien decía que allí se
encontraba el “lago más bello del mundo”. En el lugar no había oro ni plata; o
si había, era en pequeñas cantidades; por tanto, no llamaba a la voracidad de
los mineros. Sí existía un poco de petróleo. Y, ¡oh, sorpresa!, exportaba
petróleo crudo para luego comprar, de un país vecino, oro negro refinado. Es
decir: combustibles para sus vehículos. Curioso, ¿no? Lo mismo pasaba con su
cacao: exportaba el fruto, para luego comprar “exquisitos y delicados”
chocolates importados. En fin… otra curiosidad.
Pero
sí producía alimentos. Lo curioso es que su gente, aunque se mataba trabajando
en el campo en la producción de comida (granos básicos y hortalizas
fundamentalmente), comía muy mal. De acuerdo a esas mediciones que suelen hacer
los organismos especializados en medir la pobreza (¿para qué la medirán, si
después nunca hacen nada al respecto?), ese alegre país ocupaba el nada honroso
primer lugar en desnutrición infantil entre todas sus naciones hermanas, las de
la misma región. Y, para desgracia, el sexto lugar a nivel mundial. Parecía una
maldición, pues con todo lo que salía de sus tierras, su población pasaba
hambre… Por supuesto, pasar hambre en la niñez es una mala noticia, porque
hipoteca el futuro. Los niños mal alimentados de hoy difícilmente sean los
científicos de mañana. Según se dice, el 3% de su producto bruto interno –pese
a que las recomendaciones mundiales lo desestiman– lo aportaba el trabajo
infantil.
Los
principales cultivos eran la caña de azúcar, el maíz, la palma aceitera, el
café. Este último dependía mucho de los precios fijados en el mercado
internacional. Cosa curiosa también: producía café, mucho y de gran calidad
–“el mejor del mundo”, pregonaban–, pero el precio de ese producto se fijaba en
una bolsa de valores a miles de kilómetros de distancia. En fin… cosas que no
se entienden.
Los
otros cultivos, curiosamente también, se destinaban a elaborar etanol, es
decir: biocombustible para vehículos en un país de gente de piel muy blanca y
cabello muy amarillo (en el país de marras los cabellos eran más bien oscuros).
Lo increíble es que esa producción le quitaba posibilidad de tener más tierra
cultivable para sembrar alimentos. Se priorizaba el mercado externo y no el
hambre de la población. En fin…. Otra curiosidad.
Como
vemos, en ese país las cosas iban un poco al revés. O bastante. Porque –esto
era quizá lo más curioso– su población era mayoritariamente descendiente de
unos habitantes que habían llegado a esas tierras unos 4,000 años antes,
desarrollando en algún momento una portentosa cultura (arquitectura, matemáticas,
astronomía, agronomía, artes). Esta gente, parece, fue de las pocas
civilizaciones del mundo que llegó al concepto de cero, de conjunto vacío. Gran
cultura que luego cayó, dejando con el tiempo solo recuerdos de la grandeza
pasada. Pero lo que no se puede creer es que la gente que descendía de esos
grandes científicos y artistas… ¡se auto-consideraba tonta! Por ejemplo, siendo
de cabello negro, querían pintárselo de amarillo, como aquellos donde enviaban
el etanol. Claro, tiene explicación: esos blancos tenían mucho poder, y la
gente de este pequeño país los quería imitar. O… bueno…., era una mezcla rara:
los envidiaba, al tiempo que los odiaba. Y también les temía. En definitiva:
eran pocos los que se sentían orgullosos de sus raíces. Y muchos de ellos se
iban en condiciones infrahumanas hacia esos países, que consideraban
“paraísos”, a trabajar en precariedad, enviando luego dineros a sus familias.
En buena medida, ese paisisto vivía de esos envíos (15% del PBI).
Había
mucha violencia allí. A veces, por una nada se mataban (por una discusión sin
sentido en una cantina, por un leve accidente de tránsito). Eso tenía una explicación.
En el país, no mucho tiempo atrás, había habido una guerra civil monstruosa.
Tanta fue la matancinga y el odio que se acumuló en ese enfrentamiento que la
violencia no bajaba con los años. Había quien decía que eso se mantenía
artificialmente, porque así la gran mayoría seguía temblando, viviendo con
miedo. Y así, los que mandaban podían mandar más fácilmente. Pero eso no se
podía demostrar. Aunque todo indica que así era.
Lo
que sí es cierto es que como había mucha pobreza, aparecían muchos delincuentes.
Es decir: era una terrible combinación de falta de recursos e impunidad, lo
cual permitía –o estimulaba– que las cosas no fueran muy distintas a como había
sido en la guerra interna.
Algo
curioso: dos de las familias que más dinero tenían, habían hecho su fortuna
vendiendo bebidas embriagantes. Alguien tenía la teoría que eso era para
mantener dormida a la población, anestesiada, embobada. No estamos seguros de
ello, pero de lo que sí puede asegurarse es que todo se movía por influencias,
por compadrazgos. ¡Hasta un rector universitario, un candidato presidencial y
una fiscal general tenían sus títulos de doctorado falsos! La corrupción era
cosa seria. La gente esperaba milagros para que se compusieran las cosas… ¡pero
los milagros nunca llegaban! Bueno… los milagros no existen, claro.
Entonces:
¿adivinan de qué país se trata?
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