miércoles, 30 de junio de 2021

NO ME ATRAPARÁN

La ciudad de Bangkok estaba estupefacta. Si bien siempre había habido crímenes violentos -como en cualquier parte del mundo-, lo que ahora se estaba viendo superaba todos los límites. 

 

La policía se encontraba desconcertada, mientras que los medios de comunicación hacían su gran negocio con las noticias sensacionalistas. Entretanto, la población no salía de su asombro. O de su terror.

 

A quien más preocupaba lo que estaba sucediendo era al grupo de las mujeres. En especial, las mujeres jóvenes; y más en particular aún, a las trabajadoras sexuales. 

 

En los cuatro primeros meses del año ya iban 32 mujeres asesinadas. Era un promedio de 2 por semana. Algo increíble, inaudito. La mitad de ellas eran sexoservidoras. Todas, sin importar su condición, tenían no más de 30 años. El promedio rondaba los 24. También había estudiantes, trabajadoras, amas de casa.

 

De las cosas más sorprendentes, era la forma en que aparecían los cuerpos: siempre brutalmente agredidos, con muestras de haber sido sometidos a los más espantosos tormentos -en muchos casos descuartizados-, nunca presentaban evidencias de ataque sexual. Jamás un rastro de semen, jamás un desgarro vaginal o anal. Eso despistaba a todos.

 

Sobrepasada como se sentía, la policía local decidió apelar a la ayuda del FBI estadounidense. Después de los rápidos arreglos diplomáticos, llegaron algunos investigadores del país americano. Para ellos, al igual que para los tailandeses, el desconcierto era total. 

 

Había un patrón que se repetía en todas las muertes, aunque las pistas no estaban nada claras. Todo indicaba que se trataba del mismo hechor: un maniático asesino serial. Eso explicaba todo, pero al mismo tiempo, no explicaba nada. 

 

¿Por qué esa saña enfermiza en cada asesinato? ¿Por qué muchas veces el desmembramiento -extremidades cercenadas, lengua cortada, ojos fuera de sus órbitas- pero nunca una violación? Lo bizarro -y sádico- del asunto abría interminables conjeturas. 

 

La policía de Bangkok, con ayuda de los asesores externos, intentó trazar un perfil psicológico del presunto asesino. Era tremendamente difícil. No podía entenderse por qué, más allá de lo monstruosamente sanguinario, ninguna víctima sufría vejaciones sexuales. ¿Un psicópata homosexual? ¿Una estrategia de distracción para desorientar? ¿Quizá un críptico mensaje en clave, de momento indescifrable? La sensación dominante en las autoridades era que se estaba más perdido que ante el misterio de Jack el destripador.

 

Se destinaron numerosas policías mujeres encubiertas como prostitutas, preparadas a la perfección en artes marciales, defensa personal y manejo de distintas armas -blancas y de fuego-, a las calles de la ciudad. Como por arte de magia, cesaron las muertes de trabajadoras sexuales. Pero curiosamente comenzaron a aumentar en forma exponencial las de jóvenes estudiantes. 

 

En los tres meses siguientes se produjeron 15 muertes más; siempre mujeres jóvenes, de no más de 22 años, estudiantes de nivel medio o universitarias.

 

El sadismo aumentó. Ahora, en casi todas las víctimas, además de los desmembramientos, comenzaron a aparecer inscripciones en sus espaldas con instrumentos punzo-cortantes. Escrito en lengua tailandesa podía leerse: “¡No me atraparán!” Quien quiera que fuera el asesino, o los asesinos -se comenzó a especular que podía tratarse de una macabra banda, quizá una secta satánica- era evidente que estaba jugando con la policía y con la opinión pública.

 

La población de Bangkok estaba horrorizada. Los asesinatos en serie se habían transformado ya en noticia nacional. Incluso habían trascendido fronteras, y dado que era sabido que había colaboración del FBI -no encubierta, por cierto- el hecho tomó estado público mundial. La celeridad que permiten las redes sociales hizo de estos asesinatos masivos un evento planetario. Todo el mundo hablaba del asunto. Mientras, la policía seguía profundamente desconcertada.

 

Al cabo de interminables muertes, con cadáveres en distintos lugares de la ciudad, pero siempre siguiendo un mismo patrón, el asesino se silenció. Pasaron tres meses aproximadamente sin ninguna nueva muerte. Nadie sabía qué estaba pasando. No faltó quien, entre las autoridades, propusiera avisar que el loco homicida había sido detenido. Eso, se especulaba, podía ser una forma de llevar cierta tranquilidad a la población. El público, especialmente el femenino, temblaba. Las mujeres aborrecían salir de sus casas. El pánico se había apoderado.

 

Una calurosa tarde de un día jueves, una jovencita se presentó en la Central de Policía. Ante la mirada tensa de los agentes que la recibieron, la muchacha pidió que llegara la prensa, pues tenía algo “muy importante” que decir en relación a la cadena de asesinatos recientemente cometidos. Sorprendidos, los policías no sabían cómo reaccionar. Consultados los jefes, se decidió llamar a algunos medios. En un santiamén, dos docenas de periodistas -de radio, televisión y prensa escrita- se agolpaban en la Sala de recepciones de la policía.

 

Lawan, de 23 años, delgada, esmirriada, con un gesto imperturbable mezcla de lejanía afectiva y sonrisa diabólica, se presentó. Dijo ser hija de uno de los más connotados empresarios del país. Mientras iba hablando, varios periodistas contactaron al presunto padre, quien dijo ser efectivamente su progenitor. En unos pocos minutos, el señor estaba en la sala mirando atónito a su hija. Lawan, con voz monótona, relató uno por uno los 47 asesinatos, dando detalles precisos que solo el asesino podría conocer. Era más que evidente que no mentía.

 

Nadie podía creerlo, pero la precisión de sus relatos no dejaba lugar a dudas. En un momento sacó de entre sus ropas el estilete con el que dijo que escribía sobre la espalda de sus víctimas. Interrogada entonces por la policía, se declaró culpable de cada uno de los homicidios.

 

¿Por qué lo hizo?

 

Para demostrar que las mujeres somos mejores en todo. También como asesinas seriales. Si no me entrego, nunca me hubieran atrapado”. 

 


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