La ciudad de Bangkok estaba estupefacta. Si bien siempre había habido crímenes violentos -como en cualquier parte del mundo-, lo que ahora se estaba viendo superaba todos los límites.
La policía se encontraba desconcertada, mientras que los medios de
comunicación hacían su gran negocio con las noticias sensacionalistas.
Entretanto, la población no salía de su asombro. O de su terror.
A quien más preocupaba lo que estaba sucediendo era al grupo de las
mujeres. En especial, las mujeres jóvenes; y más en particular aún, a las
trabajadoras sexuales.
En los cuatro primeros meses del año ya iban 32 mujeres asesinadas. Era
un promedio de 2 por semana. Algo increíble, inaudito. La mitad de ellas eran
sexoservidoras. Todas, sin importar su condición, tenían no más de 30 años. El
promedio rondaba los 24. También había estudiantes, trabajadoras, amas de casa.
De las cosas más sorprendentes, era la forma en que aparecían los
cuerpos: siempre brutalmente agredidos, con muestras de haber sido sometidos a
los más espantosos tormentos -en muchos casos descuartizados-, nunca
presentaban evidencias de ataque sexual. Jamás un rastro de semen, jamás un
desgarro vaginal o anal. Eso despistaba a todos.
Sobrepasada como se sentía, la policía local decidió apelar a la ayuda
del FBI estadounidense. Después de los rápidos arreglos diplomáticos, llegaron
algunos investigadores del país americano. Para ellos, al igual que para los
tailandeses, el desconcierto era total.
Había un patrón que se repetía en todas las muertes, aunque las pistas
no estaban nada claras. Todo indicaba que se trataba del mismo hechor: un
maniático asesino serial. Eso explicaba todo, pero al mismo tiempo, no
explicaba nada.
¿Por qué esa saña enfermiza en cada asesinato? ¿Por qué muchas veces el
desmembramiento -extremidades cercenadas, lengua cortada, ojos fuera de sus
órbitas- pero nunca una violación? Lo bizarro -y sádico- del asunto abría
interminables conjeturas.
La policía de Bangkok, con ayuda de los asesores externos, intentó
trazar un perfil psicológico del presunto asesino. Era tremendamente difícil.
No podía entenderse por qué, más allá de lo monstruosamente sanguinario,
ninguna víctima sufría vejaciones sexuales. ¿Un psicópata homosexual? ¿Una
estrategia de distracción para desorientar? ¿Quizá un críptico mensaje en
clave, de momento indescifrable? La sensación dominante en las autoridades era
que se estaba más perdido que ante el misterio de Jack el destripador.
Se destinaron numerosas policías mujeres encubiertas como prostitutas,
preparadas a la perfección en artes marciales, defensa personal y manejo de
distintas armas -blancas y de fuego-, a las calles de la ciudad. Como por arte
de magia, cesaron las muertes de trabajadoras sexuales. Pero curiosamente
comenzaron a aumentar en forma exponencial las de jóvenes estudiantes.
En los tres meses siguientes se produjeron 15 muertes más; siempre
mujeres jóvenes, de no más de 22 años, estudiantes de nivel medio o
universitarias.
El sadismo aumentó. Ahora, en casi todas las víctimas, además de los
desmembramientos, comenzaron a aparecer inscripciones en sus espaldas con
instrumentos punzo-cortantes. Escrito en lengua tailandesa podía leerse: “¡No
me atraparán!” Quien quiera que fuera el asesino, o los asesinos -se
comenzó a especular que podía tratarse de una macabra banda, quizá una secta
satánica- era evidente que estaba jugando con la policía y con la opinión
pública.
La población de Bangkok estaba horrorizada. Los asesinatos en serie se
habían transformado ya en noticia nacional. Incluso habían trascendido
fronteras, y dado que era sabido que había colaboración del FBI -no encubierta,
por cierto- el hecho tomó estado público mundial. La celeridad que permiten las
redes sociales hizo de estos asesinatos masivos un evento planetario. Todo el
mundo hablaba del asunto. Mientras, la policía seguía profundamente
desconcertada.
Al cabo de interminables
muertes, con cadáveres en distintos lugares de la ciudad, pero siempre siguiendo
un mismo patrón, el asesino se silenció. Pasaron tres meses aproximadamente sin
ninguna nueva muerte. Nadie sabía qué estaba pasando. No faltó quien, entre las
autoridades, propusiera avisar que el loco homicida había sido detenido. Eso,
se especulaba, podía ser una forma de llevar cierta tranquilidad a la
población. El público, especialmente el femenino, temblaba. Las mujeres
aborrecían salir de sus casas. El pánico se había apoderado.
Una calurosa tarde de un
día jueves, una jovencita se presentó en la Central de Policía. Ante la mirada
tensa de los agentes que la recibieron, la muchacha pidió que llegara la
prensa, pues tenía algo “muy importante” que decir en relación a la cadena de
asesinatos recientemente cometidos. Sorprendidos, los policías no sabían cómo
reaccionar. Consultados los jefes, se decidió llamar a algunos medios. En un
santiamén, dos docenas de periodistas -de radio, televisión y prensa escrita-
se agolpaban en la Sala de recepciones de la policía.
Lawan, de 23 años,
delgada, esmirriada, con un gesto imperturbable mezcla de lejanía afectiva y
sonrisa diabólica, se presentó. Dijo ser hija de uno de los más connotados
empresarios del país. Mientras iba hablando, varios periodistas contactaron al
presunto padre, quien dijo ser efectivamente su progenitor. En unos pocos
minutos, el señor estaba en la sala mirando atónito a su hija. Lawan, con voz
monótona, relató uno por uno los 47 asesinatos, dando detalles precisos que
solo el asesino podría conocer. Era más que evidente que no mentía.
Nadie podía creerlo, pero
la precisión de sus relatos no dejaba lugar a dudas. En un momento sacó de
entre sus ropas el estilete con el que dijo que escribía sobre la espalda de
sus víctimas. Interrogada entonces por la policía, se declaró culpable de cada
uno de los homicidios.
“¿Por qué lo hizo?”
“Para demostrar que
las mujeres somos mejores en todo. También como asesinas seriales. Si no me
entrego, nunca me hubieran atrapado”.
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