Alrededor de media mañana llegó a la plaza y se sentó en la primera banca que vio desocupada. Ahí permaneció largas horas sin moverse.
Cuando el sol fue cambiando de posición, en un momento le
bañó el rostro. Eso no le incomodó. Ahí siguió inamovible.
Por la tarde, cuando la plaza se llenó de niños con sus
madres divirtiéndose en los juegos infantiles, seguía sentado en el mismo
sitio. Eso llamó la atención de más de alguna señora. Lo hicieron notar a los
cuidadores del lugar, quienes discretamente se le acercaron para ver qué estaba
pasando. Su cara impasible, con aspecto casi sepulcral, era una máscara
impenetrable.
Anocheció. La plaza se fue vaciando; los guardianes se
retiraron, pero él seguía ahí. A la mañana siguiente, en la misma banca, casi
en la misma posición del día anterior, ahí continuaba sentado. Los cuidadores
municipales comenzaron a alarmarse. Eso era demasiado raro. Conjeturaron las
más diversas explicaciones, pero ante la duda, optaron por llamar a la policía.
Aunque no había motivo alguno para detenerlo, esa
prolongada presencia despertaba sospechas. Quizá le pasaba algo, estaba
enfermo, necesitaba ayuda. ¿Podría ser un loco escapado del manicomio?
Interrogado por la pareja de agentes que se le acercó muy
gentilmente, se limitó a decir que estaba viendo si se ganaba el millón de
dólares ofrecido por el Instituto Clay de Matemáticas, de Cambridge,
Massachusetts. Los dos policías, un hombre y una mujer, no sabían si era una
broma o un delirio. Se miraron atónitos, desconcertados. Al insistir en su
interrogatorio, tuvieron como toda respuesta un pedido de silencio -expresado
con su mano derecha en alto- y la concisa frase de “Ya estoy por resolver la hipótesis de Riemann. Déjenme solo”.
Sin saber cómo actuar, los guardianes del orden tuvieron
que hacer un esfuerzo para no reír. Dándose indicaciones con señas, la mujer
terció nuevamente, preguntando qué era esa “hipótesis”.
“¿No saben? La
conjetura que formuló Riemann en 1859 sobre la distribución de los números
primos, de los ceros en la función zeta, más exactamente”.
El agente masculino pensó que lo mejor sería pedir
refuerzos. Su seña fue clara: el sujeto en cuestión estaba loco.
De pronto, el interrogado saltó eufórico de su asiento,
profiriendo un grito ensordecedor.
“¡Eureka! ¡¡Gané el
millón!!”
La pareja de policías, más unos cuantos curiosos que se
habían ido acercando, quedaron perplejos.
En la estación de policía, el barbado joven, con ojos
inyectados sangre y señas evidentes de llevar varios días sin dormir, pidió
papel y lápiz. Quería escribir la forma en que había resuelto la conjetura
matemática. Nadie lo entendió, y no sabían si era un chiste, un delirio, o una
coartada para escapar de algún crimen recién cometido.
El psiquiatra forense necesitó una larga entrevista de
dos horas para comenzar a entender de qué se trataba. El profesor de
Matemáticas consultado por vía telefónica pidió hablar con el sospechoso. Luego
de otra larga conversación de casi una hora, dijo que parecía cierto: la
conjetura estaba resuelta.
Desde el suceso traumático sufrido en su infancia, J.
solo se había dedicado a pensar y repensar en silencio. Su formación académica
lo había llevado a esas intrincadas elaboraciones numéricas. Así, de ese modo, no
recordaba lo sucedido 18 años atrás.
“18 años, 7 meses,
3 días y dos horas con veintidós minutos, para ser exactos”, expresó con
una voz que parecía robótica, sin sentimiento, lejano.
Solo ahí, cuando se le preguntó qué había pasado, pareció
emocionarse, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
“Con mi hermanito
entramos a robar en casa de un tío. Era una apuesta que habíamos hecho.
Queríamos hacerle una broma y llevarnos su reloj de oro, solo eso. Pero la
jugada salió mal. Mi tío, veterano de guerra, siempre andaba armado. Sin saber
que era su sobrino, lo liquidó de tres balazos. Yo, ni sé cómo, pude escapar.
Jamás, jamás, jamás en mi vida quise hablar de eso. Con el millón de dólares
pienso comprarle el mejor reloj del mundo a mi tío, que es un viejito, y ahora
está en un geriátrico”.
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