I
Hacer una revolución político-social, económica e
ideológico-cultural que cambie de raíz una sociedad -para el caso: el
capitalismo- no es fácil. En absoluto. Es una tarea titánica, monumental. ¿Por
qué? Porque un verdadero cambio en el curso de la historia humana choca contra
una fabulosa inercia que se resiste a cambiar. Si hablamos de inercia
-concepto que viene de la Física- sabemos que estamos ante una fuerza enorme,
una “resistencia” -concepto medular- que oponen los cuerpos al cambio, ya sea
en su estado de reposo o de movimiento.
Eso es un principio general que aplica para todo el
universo. En lo social, en lo humano, no puede ser distinto: un estado dado se
resiste ferozmente a cambiar. Cualquier cambio cuesta. Cambiar el curso de la
historia, cambiar las relaciones de poder en lo humano, cuesta infinita,
colosal, gigantescamente.
Al hablar de estos “cambios” nos referimos a una
transformación radical, básica, una modificación medular. Cambios cosméticos
hay muchos, siempre. De hecho, las situaciones dadas, lo que se llama el statu
quo (el orden imperante, lo considerado normal) sabe reconfigurarse y
cambiar algo superficial para que no cambie nada en lo estructural. Gatopardismo:
socialdemocracia, capitalismo con rostro humano, por ejemplo. En definitiva:
pequeñas válvulas de escape que descompriman un poco la tensión. Un cambio
revolucionario, una transformación de base es otra cosa. Eso sí se resiste. Se
resiste de un modo gigantesco. ¿Por qué? Porque quien detenta una cuota de
poder, con todos los beneficios que ello trae aparejado, no está dispuesto en
lo más mínimo a renunciar a sus prebendas.
En términos histórico-sociales, las cosas, para cambiar,
necesitan un empujoncito. Solas no cambian. Ese “empujoncito” está dado
por la necesaria combinación de grandes movilizaciones humanas, de explosiones populares
masivas más ideas transformadoras que vertebren la acción transformadora. Un
cambio genuino no lo puede hacer una persona en solitario. “Los libertadores no existen. Son los pueblos
quienes se liberan a sí mismos”, decía
Ernesto Guevara. Si se esperan cambios de mesías, no pasamos del más rancio
culto a la personalidad. Por otro lado, las masas solas, en su explosión
espontánea, no consiguen doblar el curso de la historia (es lo que vemos con
los movimientos de protesta del 2019, los que ahora reaparecen en Colombia y
Chile, las reacciones antirracistas de Estados Unidos, los chalecos amarillos
en Francia). Sin dudas hoy, en un mundo de pesimismo donde el discurso de
derecha dominante parece haber ido borrando toda posibilidad de cambio, donde
hablar de socialismo parece un acto sacrílego de adoración de extintos
dinosaurios, esas movilizaciones son una bocanada de aire fresco. Marcan un
camino. Pero eso solo no alcanza.
Llegar a una revolución socialista implica un
complejo escenario. En la historia del siglo XX solo en muy pocos lugares tuvo
lugar, escenarios donde se conjugaron distintos elementos que posibilitaron el
proceso. Luego de interminables luchas populares -que, sin dudas, fueron
abriendo camino: abolición de la esclavitud, las ocho horas de trabajo, conquistas sindicales,
voto femenino, autonomía universitaria, etc.- solo tuvieron éxito unas pocas
revoluciones: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Corea, Nicaragua. Otras muchas, o
procesos que parecían desembocar en proyectos socialistas: Alemania, España,
México, Chile, Grenada, Venezuela, Afganistán, socialismos árabes, socialismos
africanos post liberación nacional, fueron derrotadas antes que se consolidaran,
trastocadas en su ideario, debilitadas/aguadadas.
La pregunta es entonces: ¿por qué cuesta tanto
llegar a una revolución socialista triunfante y hacer que luego se mantenga? La
respuesta a esta pregunta es sumamente compleja, y este breve escrito solo
presenta una introducción a la discusión, invitando a su profundización. Pero
no se puede menos de indicar dos causas: 1) la respuesta conservadora del statu quo ante cualquier intento de cambio, y 2) las dificultades intrínsecas de
la izquierda.
De la primera causa, no hay mucho en particular que
agregar. Se decía más arriba: los verdaderos cambios profundos en la historia
social de los pueblos son complicadísimos, porque lo viejo se resiste a
cambiar. Y se resiste a muerte. Solo a través de una poderosa fuerza que, literalmente,
destruye lo establecido, se puede establecer lo nuevo. La actual sociedad
capitalista, la sociedad burguesa, gestada económicamente desde el Renacimiento,
pero instalada políticamente en Europa tomando su mayoría de edad recién en el
siglo XVIII -luego esparcida por todo el orbe- accedió al poder con un acto
violento, sangriento, no dejando ningún lugar a dudas que ahora mandaba sobre
la aristocracia medieval. Necesitó cortarle
la cabeza a la nobleza francesa para
constituirse en dominadora. Luego, esa nueva clase se hizo conservadora.
El poder es siempre, forzosamente, conservador. Se
resiste mortalmente a cambiar. El poder no se comparte: se ejerce brutal,
despiadadamente. (Eso abre un interrogante sobre la construcción de nuevas
formas de poder popular, democrático, horizontal -¿dictadura
del proletariado?-, temática que
excede los límites de este pobre articulito de difusión). El poder, en
cualquiera de sus formas (el económico, el patriarcado, el racismo, el
adultocentrismo) no se cede gentilmente. Para que se dé un cambio en las
correlaciones de fuerza, hay que arrebatarlo. Las clases dominantes (la
burguesía dueña de los medios de producción: industriales, terratenientes,
banqueros), tanto a nivel nacional como en términos de oligarquía global,
cierra filas ante el “peligro comunista” y responde monolíticamente. Por tanto,
el poder no se cede; se arrebata. Eso es la revolución.
II
Se dice que la izquierda está siempre dividida. Es cierto.
Sucede lo mismo que pasa en ese campo amplio de lo que podría llamarse la derecha. Ahí también hay diferencias, fragmentaciones, luchas. Tan así, que se
llega a guerras mundiales devastadoras: ¿qué son las guerras entre Estados sino
luchas en torno al poder?, luchas inter-capitalistas, con el agregado que es el
pobrerío quien pone el cuerpo, mientras las clases dominantes se disputan el
botín. Y el amo ganador usufructúa esa posición. ¿Por qué, entonces, habría de
cederla amablemente? En esa lógica, ¿por qué un macho dominante se
equipararía con una mujer a la que considera “inferior”? O ¿por qué un blanco
supremacista cedería sus beneficios ante un negro a quien esclaviza y
desprecia?
Los dominadores están dispuestos a todo para no
perder sus privilegios: matar, torturar, desaparecer, mentir, tergiversar. La
historia la escriben los ganadores, por lo que la verdadera historia nunca es
la oficial. Se cuenta lo que el relato de la clase dominante, el amo ganador, quiere/permite
contar; esa es la narrativa ingenua para los actos escolares, para los
discursos oficiales, para los medios de comunicación del sistema. No se dice
nada de las montañas de cadáveres y ríos de sangre con que la clase dominante
impide el cambio y se mantiene gozando las mieles de su poderío.
De esa forma puede concluirse que cuesta tanto,
pero tanto, increíblemente tanto llegar a una revolución triunfante porque las
fuerzas conservadoras (la derecha) intentan impedirlo por todos los medios.
Solo, por evolución espontánea, el sistema capitalista no puede extinguirse. “El capitalismo no caerá
si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”, dijo
certeramente el conductor de la Revolución Rusa, Vladimir Lenin. Reafirmando eso,
Ernesto Guevara años después agregó: “La
revolución no es una manzana que cae cuando está podrida. La tienes que hacer
caer”. Insistamos con la idea: se deben combinar masas envalentonadas que
anhelan el cambio y están dispuestas a todo, y una fuerza política en
condiciones de dirigir esa energía (llamémosle “izquierda”). Si no se da eso,
no puede haber cambio genuino. Ya vemos donde anida la dificultad: cárceles
clandestinas, cámaras de tortura, infiltración en los movimientos sociales,
cooptación de los sindicatos, desarticulación de toda protesta social, lucha
ideológico-cultural por todos los medios, destrucción y ataque sistemático a
cualquier intento alternativo, hiper controles con las nuevas tecnologías
cibernéticas, armas de destrucción masiva si es necesario. El camino de la
transformación es sumamente complejo.
Pero hay un segundo motivo. Asumiendo que la
movilización de las masas necesita siempre una conducción, ese grupo que dirige
(lo que llamamos “izquierda”, en su más amplio espectro) está constituido por
seres humanos que no nacieron con una carga genética izquierdosa. Nadie nace “revolucionario”. La actitud crítica se adquiere (se
adquiere a veces: todo está preparado para que no sea lo más común, para que se
continúe acríticamente con lo ya establecido). Ahí, en esa forma de ser
constitutiva, radica el segundo gran problema: la gente de izquierda es, ante
todo, gente. Y por tanto sus “vicios” son los mismos de cualquiera. Es decir: un militante que adscribe a
posiciones revolucionarias (lo cual hará recién en la adolescencia, no antes) tiene
tras de sí una historia que lo hace ser un sujeto similar a sus congéneres, por
tanto: racista, individualista, machista, adultocéntrico. Todos esos “vicios” (¿habrá
que seguir usando esa infame terminología?, realmente ¿son vicios?) no
desaparecen por un simple acto voluntario, por un decreto. Es más: no
desaparecen ni pueden desaparecer. De ahí que se precisa siempre una
actitud autocrítica para “mantenerlos a raya”. Tengámoslo claro: “mantenerlos a
raya”, pero no desaparecerlos.
Ahí estriba el límite: es sumamente difícil -o
imposible- despojarse de lo que se es. La sustancia de la que estamos
hechos los seres actuales no puede ser de otro modo, porque no hay ninguna
voluntad posible que nos despoje de nuestra historia. Nuestra matriz
constitutiva es la misma para todo el mundo: izquierda y derecha.
Posteriormente existe la posibilidad de desarrollar una actitud crítica. Pero
no se puede obviar que, para hacer la revolución, se cuenta con ese material:
con revolucionarios que llevan en su ADN social todo eso que se intenta cuestionar. Las masas que se movilizan y
buscan superar el actual e injusto estado de cosas, también son partícipes de
esa misma sustancia. La noción de propiedad privada, de sujeto individual dueño
de su historia, de completud gozosa que transmite la sensación de poder (de
cualquier poder: el varón sobre la mujer, el viejo sabelotodo sobre el joven
inexperto, el citadino sobre el campesino, el blanco sobre el negro, etc.),
todo eso ahí está, en nuestra humana construcción. Si podremos construir otro
sujeto distinto alguna vez, está por verse. Es el desafío del socialismo.
III
Pero esto no implica que todo esos mal llamados
“vicios” no se puedan cuestionar. En la izquierda, con una terminología que
habría que revisar, se habla de “desviaciones”. Ello presupondría una “camino
recto” (¿ortodoxo?) y eventuales “descarríos” que deberían corregirse. El
examen autocrítico sería la clave, pero no debe dejarse de considerar que una
dificultad agregada al conservadurismo de la derecha, de lo que se resiste a
cambiar, es también esta carga “conservadora” que nos constituye a todas y
todos por igual. Los discursos moralizantes -¡lo que se debe ser!- no
funcionan. Eso es religión, el sermón de la iglesia.
Se dice, a veces con malicia pero sin con ello
faltar a la verdad, que en el difuso y complejo campo de las izquierdas, la
gente se la pasa discutiendo banalidades bizantinas, que muchas veces esas
discusiones alejan la posibilidad real de un proceso revolucionario, o incluso
lo traban, o lo impiden (existen numerosos ejemplos al respecto). “La izquierda
vive desuniéndose y fragmentándose”, se repite. No más que la derecha (sus
peleas y fragmentaciones, por ejemplo, terminaron en la Segunda Guerra Mundial,
con 60 millones de muertos). Aunque para seres nacidos y criados en esta
subjetividad actual, hoy día absolutamente globalizada (salvo unos pocos grupos
humanos pre-agrarios que sobreviven en la profundidad de algunas selvas
tropicales), la idea de propiedad privada, autoridad vertical y ejercicio del
poder -más todo lo que se deriva de ello: los mal llamados “vicios”- marca a
fuego las vidas de la población planetaria. Esos contenidos no son, como
algunas veces se dice en el campo de las izquierdas, “formas de pensar del
enemigo de clase”; son, por el contrario, las formas en que todo el mundo se ha
criado. La cuestión -enorme problema sin dudas- es cómo desembarazarse de esa
carga.
Las relaciones entre los seres humanos no
siempre son precisamente armónicas; la concordia y la solidaridad son una
posibilidad, tanto como la lucha, el conflicto, la competencia. La dieciochesca
pretensión iluminista de igualdad y fraternidad no es sino eso: aspiración. La
realidad humana está marcada, ante todo, por el conflicto. Nos amamos y somos
solidarios… a veces; pero también nos odiamos y chocamos. ¿Por qué la guerra,
si no fuera así? ¿Por qué cuando hubo excedente social, diez mil años atrás con
la aparición de la agricultura, las sociedades tomaron el rumbo que tomaron? ¿Por
qué cada dos minutos muere en el mundo una persona por un disparo de arma de
fuego? Por supuesto hoy, con el ideario comunista, existe la esperanza de
construir una nueva matriz social que dé como resultado un nuevo sujeto, quizá
no tan lleno de “vicios”.
Poner el amor como insignia máxima de las
relaciones humanas no deja de tener algo de quimérico (¿inocente quizá?):
¿acaso estamos obligados, o más aún, acaso es posible amarnos todos por igual,
poner la otra mejilla luego de abofeteada la primera? Nadie está “obligado” a
amar al prójimo; pero sí, en todo caso -eso es la obra civilizatoria- a
respetarlo. Se ve entonces que la idea de “mejorar” moralmente cuesta mucho.
¡Cuesta horrores! Pero sí se puede construir una sociedad nueva. El tiempo dirá
si eso nos libera de las ataduras actuales.
Con esa sustancia humana, con eso que somos
en cada caso concreto (Lenin, Guevara, la persona que lee esto ahora, mi
vecino, etc., todo el mundo), con ese espécimen -sin dudas también con
contenidos machistas, racistas, llenos de mentiras, conservador en su fuero
íntimo- fue posible llegar a cambios en la historia. ¡Fue posible!, no
olvidarlo. Pese a todas esas cargas, a esos impresentables “vicios”, se pudo
empezar a construir una sociedad nueva. Acaso las izquierdas, en alguno de los
lugares donde condujo esas transformaciones, la gente que con ideas de
izquierda pudo viabilizar esos cambios, ¿no era también machista, racista,
autoritaria, vertical, homofóbica a veces, etc., etc.? La esperanza es que en
esa sociedad nueva que se empieza a construir, esas “desviaciones” (¿o formas
de ser, mejor llamadas?) se comenzarán a deconstruir. Ahí está el desafío:
una “sociedad de productores libres asociados”, como dijera Marx, donde
“De cada quien según sus capacidades, y a cada quien según sus necesidades”.
Se dice también a veces, desde el mismo campo de la
izquierda, o a partir de militantes de izquierda decepcionados de los manejos
políticos conducentes (¡o inconducentes!) hacia revoluciones, que “la izquierda
está perdida”, “no tiene proyecto”, “no sabe qué hacer”. Anida allí,
igualmente, uno de esos “vicios” que deben ser puestos en cuestión: un velado
ejercicio de poder, de autoritarismo. Quien lo dice, no sin falto de una dosis
e soberbia y altanería, ¿sabrá entonces cuáles son los caminos? Si los sabe,
¿por qué no los revela? Como se ve, esta matriz constitutiva, este ADN
social -como se dijo más arriba- no deja de estar presente en cada
militante de la izquierda. Con esa “viciosa” y “desviada” carga que nos hace
ser lo que somos, es que hay que acometer esa monumental obra de hacer parir
una nueva sociedad. ¡Tarea dificilísima!
Pero… ¡buena noticia!: no es imposible llegar a la
revolución socialista (ya existen varios ejemplos a lo largo del planeta, con
evidentes resultados positivos). Si vemos que cuesta horrores, es porque 1) básicamente
la derecha no lo permite haciendo lo imposible por evitarlo, y además, porque 2)
en la izquierda es más fácil terminar discutiendo “quién es más revolucionario”
que dedicarse a actuar revolucionariamente. Pero la historia nos sigue enseñando
que, pese a esas dificultades, el socialismo es necesario. Si no, como dijera
Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.
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