El
uso de sustancias que nos permiten alejarnos temporalmente de la realidad
(alcohol etílico, plantas con propiedades narcóticas o alucinógenas, sustancias
químicas artificiales) no es nuevo en la historia; desde siempre se utilizan
para evadir la dureza de la vida. No hay cultura que no las tenga. Hoy, sin
embargo, el consumo de esos productos, de eso que comúnmente denominamos
“drogas”, tomó características que lo transforman en un problema de salud
pública a escala planetaria.
En términos generales, excluidas todas las bebidas que
contienen alcohol etílico, en prácticamente todos los países del mundo esos
productos son ilegales. Entra allí un abanico interminable de sustancias, desde
la marihuana o los psicofármacos legales consumidos en grandes dosis hasta las
drogas de última generación terriblemente letales como las “sales de baño”, la
whoonga o el krokodil, pasando por las de “buena” calidad (cocaína de 100
dólares el gramo) hasta las “drogas para pobres”, elaboradas con materia prima
de segunda (crack), o lo que se puede usar como psicoactivos, siendo de
terribles efectos: thinner, gasolina. Todo se comercializa, y todo mueve
dinero, muchísimo dinero. Y salvo excepciones, todo ese mundo de los evasivos
(no otra cosa son) se mueve en la ilegalidad.
La
cantidad de muertos y discapacitados que produce esta faceta de lo humano, la
criminalidad conexa, el fomento de una cultura marginal, hacen del consumo de
drogas un problema en el que todos estamos implicados. El uso de narcóticos se
expandió mundialmente como problema por todos los estratos sociales, golpeando
a niños de la calle y multimillonarios, en países pobres y ricos.
En
realidad, el problema básico no es el consumidor sino el hecho que exista la
oferta, cada vez más desarrollada, más atractiva. Hoy día, en casi cualquier
lugar del globo, es posible encontrar un vendedor callejero de drogas al por
menor. Las mismas dejaron de ser hace mucho tiempo un producto exótico,
reservado a grupos minoritarios, excentricidades de las estrellas de Hollywood
o cosa por el estilo. Hoy hacen parte del consumo diario de muchísima gente,
joven fundamentalmente (el mercadeo ha funcionado a la perfección, sin dudas).
El problema, entonces, no es el consumo (flaquezas humanas ha habido siempre, y
seguirá habiéndolas), sino la producción y su distribución.
Todo
esto se sabe, hay acciones para enfrentarlo, pero el problema sigue creciendo.
Si se dispone de tanto conocimiento al respecto, ¿por qué no vemos una
tendencia a la baja? ¿Hay grandes poderes planetarios que no desean que esto
termine?
Observada
la magnitud global del negocio se comienza a tener una dimensión distinta del
problema. Todo el circuito mueve unos 350 mil millones de dólares anuales
-tercer gran negocio detrás de las armas y del petróleo-. Eso es más que un
problema sanitario: esa monumental cifra de dinero se traduce en poder, y por
tanto en influencia política. De hecho, en Guatemala ese negocio supera el 5%
del Producto Bruto Interno, lo cual permite entender el auge monumental de
construcciones de lujo, centros comerciales y edificios de oficina (todas
vacías). ¿Narcolavado?
¿Qué
pasa si se despenaliza el consumo de estas sustancias? Recordemos que,
mundialmente, provocan más daños el alcohol y el tabaco -negocios enormes, pero
que no alcanzan el volumen de los tóxicos prohibidos-. Vetar el acceso legal a
las drogas, en vez de promover su rechazo, lo alienta (lo prohibido atrae).
Se
hace mucho contra las drogas ilegales, pero el consumo no baja, lo que puede
llevar a pensar que hay intereses ocultos que así se benefician. Si preocupa
tanto este flagelo, ¿por qué no se despenaliza el consumo? Eso acabaría con
innumerables penurias: bajaría la criminalidad, la violencia que acompaña a
cualquier actividad prohibida, embarazos no deseados, propagación de
enfermedades de transmisión sexual incluido el VIH-Sida. Incluso bajaría el
nivel de consumo al dejar de presentar el atractivo de lo vedado. Países que
han optado por la despenalización (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Holanda, Uruguay,
Portugal, algunos estados de Estados Unidos), contrariamente al mito en juego
que ve un crecimiento desenfrenado, no registraron un aumento del consumo sino,
por el contrario, los beneficios sociales arriba indicados.
Sin
embargo estamos lejos de la despenalización. Crece el perfil de lo punitivo: el
combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de los Estados en cuestión de
seguridad. Se movilizan ejércitos monumentales, se hacen gastos
multimillonarios en equipos de guerra (el Plan Colombia gastó 20,000 millones
de dólares, ganados -obviamente- por los fabricantes de armas), se militarizan
las sociedades… pero el consumo no baja. Esto abre dudas: ¿será que la pasada
Guerra Fría se trocó ahora en persecución a este nuevo demonio? El interés de los
poderes hegemónicos, liderados por Washington, encuentra en este campo un buen
motivo para prolongar/readecuar su estrategia de control universal, igual a
como sucede con el “combate al terrorismo” (que, curiosamente, provoca un
promedio diario de 11 muertos en el mundo, contra 1,400 que provocan las drogas
ilegales).
Si
se le quiere entrar realmente al problema hay que luchar por la legalización.
Quemar sembradíos en el Sur del mundo movilizando ejércitos, o meter preso al
consumidor, evidentemente no soluciona nada. Pero da muchísimo dinero a ciertos
grupos, y permite el control planetario en nombre de una causa justa.
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