Después
del accidente salía muy poco; aunque no quería reconocerlo, eso le había
cambiado la vida. Y mucho, más de lo que él mismo se atrevía a reconocer.
Anteriormente el conde de
Goncourt era una persona alegre, extrovertida; de todos era conocida su
proverbial simpatía, siempre dispuesto a cambiar un par de palabras con
cualquiera, a jugar bromas. Sus ya pasados sesenta años no le impedían ser
un bon vivant, un sibarita de alta escuela: buena comida, una
agitada vida sexual, deportes náuticos. Todavía escalaba con maestría sus Alpes
natales, de lo que se jactaba. Todo lo cual no le impedía dedicar iguales
esfuerzos a sus negocios, lo que no le era necesario en realidad, pues el
volumen de sus numerosas rentas le permitía un holgado pasar. La trágica muerte
de su esposa y sus tres hijos -junto con una nuera y dos nietos- en la caída
del avión en Grecia, tres meses atrás, lo había golpeado profundamente.
No siendo más que un ocasional
practicante del catolicismo, su actual situación lo había llevado
reiteradamente a la iglesia, sin duda como jamás lo había hecho en toda su
vida. Pasaba la mayor parte de su tiempo silencioso y meditabundo. Incluso su
aspecto personal, del que tanto se enorgullecía otrora -sus canas le daban un
toque aún más elegante, siempre bien arregladas, pulcras- había quedado ahora
en el olvido.
El circo llegó a la pequeña
comunidad de L., en el sur de Francia, donde el conde tenía algunas de sus
propiedades y el castillo, medieval legado de su familia y en el que ahora
pasaba largas horas, a veces simplemente mirando distraídamente los prados.
Era un circo común y corriente,
sin nada en especial. "Gran Circo Europeo" se llamaba. No ofrecía más
que cualquier otro espectáculo del género. Gastón de Goncourt, sin saber bien
por qué, decidió ir a verlo. Era salir de la rutina.
A mitad de la función ya estaba
aburrido y pensando en retirarse. Su cortesana urbanidad lo retuvo aún un
momento; no se atrevía a levantar ante todos. De pronto la vio, y fue instantáneo.
Luego de la actuación del payaso
-de quien se descubría que podía tener una formación teatral considerable,
quizá en mímica, o en arte escénico- apareció la contorsionista. Era una joven
de no más de 20 años, rubia resplandeciente. Transmitía vida, mucha vida,
muchísima energía, con una intensidad que no podía pasar inadvertida. Su acto
consistía en las mismas y consabidas contorsiones circenses de siempre; pero
había un toque de tanta gracia en lo que hacía que inmediatamente arrancaba los
aplausos. Gastón, como todos -o quizá más que todos- quedó fascinado. El saludo
final de la joven en un áspero francés denotaba su condición de extranjera.
"¿De dónde será?", se
preguntó el conde de Goncourt.
No pudo evitarlo -tampoco quiso-,
y al día siguiente volvió a otra función.
El impacto fue similar al del día
anterior, o incluso más fuerte: la aparición de "¿cómo dijeron que se
llamaba?", tornó a causarle la misma emoción. Como algo nuevo, distinto a
la víspera, fue la sensación que le ocasionó el payaso.
Algo tenía ese tipo que
impactaba. Distinto a la contorsionista, sin dudas; pero igualmente creaba
fascinación. Y pese a que no habla casi en francés; o más bien: no hablaba una
palabra. Las veces que abría la boca -que eran muy pocas por cierto- sólo pronunciaba
palabras en alguna lengua no latina.
"Igual que la
muchacha", pensó el conde de Goncourt. "Parecen de Europa del Este,
quizá rumanos, o húngaros".
Hubo un momento en que todos los
asistentes, todos sin excepción, niños y adultos, no pudieron evitar humedecer
los ojos; la profundidad, la pasión con que actuaba el payaso no eran de un
simple bufón. No había cachetadas ni caídas grotescas; cada pequeño gesto
transmitía un universo cargado de sentido, más allá de las palabras -que, por
cierto, faltaban. La única vez que se le escuchó decir una frase relativamente
larga -de unas pocas palabras, por cierto- fue para el agradecimiento final, en
su lengua natal. La emoción que embargaba al público era tal que, luego de las
lágrimas, se deshizo en un aplauso violento, furioso. No habían reído; eran
otras los sentimientos. Gastón, por un momento, olvidó a la muchacha.
Pero rápidamente se recompuso. Y
ahí estaba de nuevo ella. "Mirna" escuchó que la llamaban: "la
escultural Mirna", presentada con esa voz siempre estentórea de los
anunciadores de circo, voz monocorde, torpemente impostada.
No era tanto el acto acrobático
lo que provocaba su atención -cara embobada, como la de cualquier niño; boca
abierta, ojos desorbitados- sino el aura que acompañaba a la joven. Sin dudas
su cuerpo era fabuloso, bien contorneado. Hacía pensar en esas atletas de los
Juegos Olímpicos, siempre con una sonrisa estudiada, sin un gramo de más,
esculturas vivientes. El conde no podía salir de su fascinación.
No le fue difícil averiguar cómo
hacerle llegar un majestuoso ramo de rosas rojas. Esa misma noche Mirna lo
estaba recibiendo en su pobre casilla-rodante, luego de la última función.
No se consideraban matrimonio,
pero desde que habían salido de Hungría vivían juntos. Luego de algunas
primeras infortunadas vueltas, fueron contratados por este circo. Ambos tenían
mucho para ofrecer: él -György se llamaba- había tomado el perfil de payaso,
aunque era obvio que era más que eso. Sus doce años de estudio en el
Conservatorio Municipal de Budapest le posibilitaban un hondo manejo de la
expresión corporal, que en este caso le permitía vender sus servicios como
clown. Con el violín, por ahora, no se ganaba la vida. Ambas habilidades, por
cierto, las ejercía a la perfección. Mirna, también con años de durísimo
estudio en la Escuela Nacional de Ballet, estaba en condiciones de brindar
presentaciones de la más alta calidad. Sin duda, los dos lo lograban.
La vida no les era especialmente
dulce. Nunca lo es la vida de los circos; pero menos aún si se llega a ellos
por absoluta necesidad, como había sido en el caso de Mirna y György. La caída
del muro de Berlín y los profundos cambios que, luego de eso, se suscitaron en
su país en los últimos años, decidieron su salida. Con una sólida formación en
artes escénicos, y con un futuro que no se mostraba en absoluta prometedor en
Hungría, habían optado por ir a recorrer el mundo. Un inglés elemental, un
francés más rústico aún, una esmerada preparación artística y un horror a
seguir siendo pobres, cada vez más pobres, era cuanto se llevaban de su tierra
natal; toda esa particular mezcla, justamente, los había catapultado a las más
variadas suertes por varios países de Europa. En un momento -en Roma había
sido, aunque jamás querían hablar del tema- Mirna había ejercido la
prostitución por un corto período; György lo había aceptado de buen grado.
Constituían una muy singular
pareja; si bien se presentaban como muy liberales -y en un sentido sin dudas lo
eran-, se daba entre ellos una relación nada habitual, liberal sí, pero que
también podía verse como lo absolutamente opuesto. Podían estar semanas sin
tener relaciones sexuales, pero cuando las tenían, temblaba la tierra. Mirna
coqueteaba muy provocativamente con cuanto varón se le cruzaba, siempre ante la
presencia de tolerante de György. Pero jamás pasaba de esas subidas
insinuaciones. Había algo de morboso en esos juegos; ambos sabían que en eso
precisamente consistía la travesura. Más allá, los dos se sentían al mismo
tiempo posesión y poseedor del otro, con una fuerza volcánica, con una
fidelidad a prueba de todo. Estando sola, sin la presencia de su compañero,
Mirna jamás se hubiera permitido cautivar a nadie.
El muchacho jamás había osado
pegarle. No era necesario: la dominación que ejercía sobre ella era total; con
un simple golpe de ojo bastaba.
Cuando llegaron las flores,
György rió. La tarjeta sólo decía "de un admirador". Aún con restos
del maquillaje mal lavado, lo que le confería un aire algo espantoso, el joven
dejó caer algunos pétalos de una rosa en su copa de vino. Lo compartió con
Mirna, quien en principio no quiso beber; una mirada atemorizante de György
bastó para que ella cambiara de parecer.
"Nos bebemos a tu admirador…
¿Quién es?", preguntó.
"No lo sé", respondió
la interrogada, con un tono que le quitaba toda importancia tanto a la pregunta
como al obsequio.
"Me gusta", agregó
György. "Se ve que todavía hay románticos en el mundo".
"Debe ser algún viejo loco;
esto no es de jóvenes; alguno al que el gusté".
"Quizá tiene dinero".
"Quizá", agregó Mirna,
intentando cerrar el diálogo sin darle mayor importancia a lo que estaban
hablando.
"Pero… vale la pena seguir
el juego, ¿no?", insistió György, dispuesto a seguir profundizando el
tema. "¿Te atreves?"
"Me tiene sin cuidado",
dijo indolente la muchacha.
"Pero, ¿te atreves? ¿Sí o
no?", volvió a preguntar con enérgica frialdad el payaso.
"¿Por qué no?", añadió
la joven, con una indescifrable sonrisa y aire angelicalmente satánico.
Cuatro días después, coincidiendo
con aquel en que no había función, estaba cenando en una lujosa fonda del
pueblo de L. con el conde de Goncourt. El lugar, si bien no ostentaba un
especial lujo, no dejaba de tener aspiraciones de suntuosidad. El vino blanco
que estaban tomando provenía de los viñedos de él, en las cercanías.
Mirna era más bien parca; no
tanto por su pobre francés, sino por su actitud natural. Era Gastón quien ponía
sus mejores esfuerzos en amenizar la velada. Estilo para eso no le faltaba.
Era la primera vez luego de la
muerte de todos los miembros de su familia que volvía a salir con una mujer.
Esto último, en sí mismo, no era ninguna novedad; aunque casado y nunca
oficialmente divorciado, sus relaciones extramatrimoniales eran legendarias. Lo
novedoso consistía en que ya parecía pasado el período de luto, y se permitía
volver a las andanzas -hasta se habían hecho apuestas al respecto, y en general
se pensaba que pasaría más tiempo.
También llamaba la atención lo
juvenil de su actual acompañante; aunque en realidad tampoco era tan inusual
que se le viera con jóvenes de la edad de su hija - muerta recientemente en el
accidente. La de esta ocasión -Mirna- sin dudas deslumbraba por su belleza, por
su cabellera despampanante, por su porte sensual, quizá más que otras. Pero
fundamentalmente lo que resultaba algo insólito era la fascinación, el
embobamiento que se advertía en el conde.
También Mirna lo sentía.
Gastón no paraba de hablar, de
cortejar a la joven, intentando hacerla sentir lo más a sus anchas posible.
Luego de la cena, con total naturalidad, terminaron haciendo el amor en el
palacio. Ambos tenían mucho que aportar para el éxito de la empresa: él, su
aquilatada experiencia; ella, su arrebatada pasión. Prometieron volver a verse.
Como en algún mediocre cuento de
hadas, la muchacha fue conducida en un lujoso Peugeot color negro por el chofer
de la casa hasta la entrada del circo. La escena tenía algo de tragicómico, de
grotesco. Estaba lloviendo cuando entró en su casilla-rodante. György fingía
estar durmiendo; desde la cama, sin levantarse, preguntó:
"¿Es conde de verdad?"
"Parece. En la cámara
nupcial tiene una obra de Pál Szinyei Merse."
"¿Cuál?"
"Picnic en mayo."
"¿No es esa la que se habían
robado de la galería Magyar Nemzet la vez pasada? Un óleo de 1875, creo."
"1873."
"Bueno, 1873, no recuerdo
bien…"
"Sí, esa es."
"¿Y ya te llevó a la
cama?", dijo György con una mal trucada sonrisa.
"Sí, parece que es conde.
Dinero se ve que no le falta; la obra de Szinyei Merse era la original. Y eso
debe costar mucho. El castillo me gustó."
Los ramos de rosa siguieron
llegando al circo. Las tarjetas de dedicatoria eran cada vez más sofisticadas,
a veces con cierto toque ridículo: "para quien me devolvió las ganas de
vivir", "para la rubia más angelical que haya hollado la faz de la
tierra", "para mi gitanita escultura."
El éxito del circo había sido
bastante grande; en general, en los pueblos pequeños, permanecía no más de dos
semanas. En L. ya llevaba tres. Sin embargo, ya se acercaba la hora de partir.
Mirna le contó al conde -a quien
trataba a veces de "tu", a veces de "usted"- que ya estaba
cerca la partida. Ante ello, Gastón pareció quedarse reflexionando; con una
parsimonia estudiada agregó:
"¿Te acuerdas lo que me
contabas las otras noches? Que te interesaría cambiar tu vida, que ese loco de
tu actual marido te aterroriza, que ya no querrías seguir con él… Pues, estuve
pensando acerca de algo que quería proponerte."
Aunque quería disimular la
curiosidad, los ojos desmedidamente abiertos de Mirna dejaban ver que moría de
ganar por saber de qué se trataba. Con forzada displicencia preguntó:
"¿Y qué podrías ofrecerme
usted?"
"¿Tú qué esperarías?"
Quedó dubitativa por un instante,
algo sorprendida incluso. Con una sonrisa que buscaba la complicidad continuó:
"Ya lo sabes…"
"No, realmente no lo sé… Podría
imaginarme muchas cosas, pero querría que tú me lo digas."
Mirna demoraba intencionalmente
la respuesta, muy a su gusto.
"Bueno… digamos que usted
tendría que hacer un sacrificio."
"Quizá ni siquiera sea
sacrificio para mí", intentó decir seductoramente Gastón.
"¿No?"
"Bueno, veamos de qué se
trata."
"Ayudarme a matar a
György."
Gastón quedó helado; tuvo que
hacer un supremo esfuerzo para continuar con la conversación.
"¿Estás hablando en serio,
Mirna?"
"¿Por qué no lo haría? Me
preguntaste cuál era mi deseo; bueno, ése es. ¿O no se atreve?"
El conde debió apelar a un largo
trago de coñac para mantenerse en pie. Estaba lívido, sus manos sudaban. Por un
momento sintió un gran miedo, y pensó que ahora mismo la muchacha podría
matarlo a él, ahí mismo, en la estancia de su castillo. No encontraba qué
decir.
"¿Y si escucharas primero la
propuesta que yo quería hacerte?", pudo articular al fin.
"Bueno, veamos". Su
frialdad era aterradora. De alguna manera, esa impasibilidad acentuaba al mismo
tiempo su belleza. No movía un músculo; el azul de sus ojos era más profundo y
el brillo de sus cabellos parecía resaltado.
"Es que… yo quería
proponerte… ¿no te vendrías a vivir al castillo conmigo?"
"No si György está vivo. No
podría. Me mataría él de lo contrario". Su acento era frío, pero no
faltaba también un toque de ingenuidad. Hablaba como una niña asustada.
"Además" -comenzó a agregar con miedo- "él sabe que ahora estoy
aquí, y sería capaz de cualquier cosa cuando regrese si no llevo alguna buena
noticia del Szinyei Merse, si no consigo que me lo regales".
"¿Te refieres al
cuadro?", preguntó atónito Gastón.
"Sí, claro. 'Picnic en
mayo', ese que tienes en la recámara".
El asombro del conde iba en
aumento. Se maldecía el momento en que había ido al circo y había conocido a la
escultural contorsionista. Del asombro iba pasando ahora, sin mayor solución de
continuidad, al terror. Se sintió acorralado. Un segundo trago lo animó a
continuar.
"Mirna: te propongo que te
quedes aquí, ya ahora, de una vez, y presentamos una denuncia por malos tratos
contra tu esposo."
"No es mi esposo",
agregó ella con un toque de inocencia.
"¡Lo que sea, no
importa!", no pudo contenerse a gritar el conde. "Te lo propongo, te
lo ruego, te lo exijo." No sabía qué tono de voz usar mejor para la
ocasión.
El circo partió finalmente,
siguiendo la ruta sur de Francia, para dirigirse luego a España.
El Citroën color plomo de Mirna
que le había regalado Gastón fue encontrado tres meses después, abandonado, en
un pequeño pueblito cerca de los Pirineos; del cuadro de Szinyei Merse no se
supo más nada, hasta dos años después en que se volvió a ver en una galería en
Boston. Por cierto, la pareja ya no trabaja en el circo. Ahora György da
lecciones de violín en Nueva York, y Mirna -al menos la última vez que se supo
de ella- maneja una pinacoteca en México.
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