John fue destacado combatiente en
la Guerra de Korea. De ahí le había quedado su afición por las armas de fuego,
de las que ahora era un reputado coleccionista. En el momento en que John Jr.
entró a su despacho, se encontraba terminando de limpiar un viejo trabuco valorado
en más de 20.000 dólares. La ostentación, obviamente, era parte vital de sus
actuales atributos: de sargento del ejército había llegado a ser –mejor ni
enterarse cómo– uno de los grandes millonarios del país, con avión privado y
dos limusinas blindadas, entre otras cosas.
Hasta los cuarenta años, junto a
su esposa Liza, no habían podido concebir descendencia. De ahí que adoptaron a
Pedro, hijo no deseado de una mexicana inmigrante ilegal. Esa adopción disparó
la maternidad, por lo que la pareja pudo tener un hijo biológico al año
siguiente, al que llamaron John Jr.
Ambos hijos –adoptivo y biológico–
fueron criados en absoluta igualdad: mismas atenciones, mismo afecto, mismos
valores. Pedro resultó un amor, una suma de virtudes. Sabiendo de su oscuro
pasado, siempre estuvo agradecido a la vida por ese regalo. John Jr., por el
contrario, era una colección de problemas: violento, abusivo, cocainómano,
dilapidador de la fortuna paterna, continuamente endeudado. Los negocios, de
más está decir, los fue comenzando a llevar Pedro, con un doctorado en
Administración de Empresas de Harvard.
Fallecida la madre, John preparó
el testamento dejando –aunque dudando al momento de redactarlo– igual cantidad
a cada hijo. La herencia era especialmente cuantiosa.
La muerte de Pedro siempre fue un
misterio: los yates no explotan de la nada. Curioso también fue que la policía
no profundizara las investigaciones.
En el momento que John Jr. entró
al despacho, botella de vino en mano, John padre tuvo la intuición, por lo que
terminó de armar rápidamente el trabuco.
“Quería que probaras este vino
griego que me acaban de regalar. ¡Dicen que es el mejor tinto del mundo!”,
sentenció el hijo. “Tiene un gusto algo amargo”, alcanzó a decir el viejo antes
del primer vómito. “Pero… ¿qué me diste?”, alcanzó a proferir con los ojos
desencajados. “¡Veneno!”, fue la sarcástica respuesta del hijo.
El balazo certero impactó en la
frente de John Jr.
Buena parte de la herencia sirvió
para financiar obras con niños desamparados en los barrios latinos de Nueva
York y de Los Ángeles. El resto se usó en campañas de sensibilización para
terminar con las armas de fuego personales.
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