sábado, 3 de abril de 2021

UN ERROR

Cecilia pintaba muy bien. Ya había expuesto en un par de galerías, y ahora estaba gestionando una nueva muestra, esta vez en París. Su familia, una de las más adineradas del país, en principio no veía muy bien sus aficiones artísticas, pero con el tiempo fueron aceptándolas. Ahora, ante la posibilidad de exhibir en Europa, padre y madre la miraban encantados.

 

La joven vivía en un mundo de ensueño. Con sus 22 años recién cumplidos, su vida había sido un cuento de hadas. Educada en los mejores colegios de Suiza, su afición por las artes plásticas la había llevado a su corta edad a frecuentar grandes maestros de la plástica, de Europa y de Estados Unidos. Ahora, de vuelta en Feudalia, su país natal, seguía pintando, mientras su padre continuaba haciendo más y más dinero con sus numerosas empresas, su madre pasaba su tiempo en tareas de beneficencia y la dictadura militar asolaba la nación.

 

Su novio, Roberto, a punto de graduarse de ingeniero y listo para viajar a Alemania con un post grado, era su amor de toda la vida. El joven, de familia igualmente adinerada, también vivía en una campana de cristal. Con automóvil flamante cada año -aspiraba a un Ferrari con su primer sueldo y sus ahorros; de momento no trabajaba- prácticamente nada sabía de la sangrienta dictadura en que vivía.

 

La feliz pareja, alejada de mundanas preocupaciones, llevaba un noviazgo peliculesco. Entre lujos y opulencia, parecían no enterarse de las montañas de cadáveres y los ríos de sangre que marcaban el día a día de Feudalia. La aparición de “guerrilleros comunistas” había obligado a la intervención de las “patrióticas y abnegadas” fuerzas armadas, para impedir que “el sucio trapo rojo ondeara en los mástiles impolutos de la república”. Don Carlos, padre de Cecilia, que había rechazado ser Ministro de Economía en el gobierno del actual presidente de facto, el general Pérez, por considerar que eso lo alejaba de sus negocios, era uno de los principales impulsores de la “limpieza” que se estaba llevando a cabo. Hombre público como era -varias veces presidente de la cámara empresarial- había declarado en distintas oportunidades que “el país estaba pasando por un momento angustiante, y que un poco de mano dura era imprescindible”.

 

El general Pérez, intachable militar formado en la Escuela de las Américas, en Panamá, cumplía a cabalidad con lo recomendado (¿exigido?) por el embajador de Estados Unidos y varios de los más connotados empresarios -don Carlos era uno de ellos- en alguna reunión previa al golpe de Estado que lo llevó a la presidencia: “General, el país necesita de sus buenos oficios. No podemos ser cabeza de playa de apátridas y ateas potencias extraterritoriales, así que… tiene carta blanca para limpiarnos el terreno de esos molestos comunistoides, esos zurditos malolientes que nos traen ideas foráneas”.

 

La indicación había sido más que clara. Como buen soldado, el general Pérez sabía cumplir órdenes. Sus doce o catorce horas diarias dedicadas a atender la represión, es decir: los asuntos de Estado, las pasaba encantado. Para él eso no era una pesada carga laboral: era la más sentida obligación llevada a cabo “con la satisfacción del deber cumplido”. “¡Hay que salvar al país de las garras del comunismo internacional!”, decía pletórico.

 

Nadie se atrevía a hablar en Feudalia. Las escasas denuncias de violaciones a los derechos humanos que aparecían esporádicamente, eran silenciadas con brutalidad. Cárceles clandestinas, cámaras de torturas, desaparición sistemática de “personas molestas” (léase: disidentes políticos), aparición de cadáveres descuartizados en zonas despobladas y patrullajes militares continuos estaban a la orden del día. El país se había vestido de verde olivo.

 

Cecilia y Roberto seguían su vida de ensueño, ajenos a esa sangrienta realidad. A lo sumo, sabían que había “algunos bochinches”, y que las “gloriosas fuerzas armadas” estaban poniendo la casa en orden.

 

Aquel miércoles por la mañana, Cecilia tenía que ver al maestro Romagnolli, una de las glorias nacionales de la plástica. Feudalia no se caracterizaba precisamente por un alto desarrollo ni científico ni cultural, pero había chispazos geniales por aquí y por allá. Este pintor era uno de ellos. Hijo de inmigrantes italianos, había hecho su vida allí; su talento le había dado fama internacional. Era por eso que la joven artista y millonaria lo había contactado, para que el maestro le sirviera de contacto con la galería de Francia. Romagnolli, sabiendo de la calidad artística de la muchacha, lo estaba haciendo gustoso.

 

Cecilia y Roberto llegaron a la casa del pintor en el preciso momento en que se estaba llevando a cabo el operativo. Eran tres automóviles sin placa de identificación, con cuatro ocupantes cada uno. Armados hasta los dientes y encapuchados, los matones -después se supo que era personal militar actuando de civil- se estaban llevando a Romagnolli. El maestro -Cecilia no lo sabía, ni siquiera podía imaginarlo- era parte del movimiento revolucionario. Su trabajo consistía en proporcionar logística; sus 62 años no le permitían incorporarse como combatiente, pero su acción era vital para la organización.

 

La parejita quedó estupefacta al ver lo que estaba ocurriendo. Ambos tenían idea de que esas cosas sucedían, pero preferían ignorarlas. Con sus familias jamás hablaban de eso; era más tolerable reconocer, un poco a medias, que tenían relaciones sexuales prematrimoniales que tocar esos espinosos temas políticos. El padre de Roberto, un acaudalado terrateniente, había donado al Ejército una de sus cuantiosas propiedades en la ciudad capital para que allí funcionara un centro clandestino de detención y tortura. Por supuesto, nadie en su familia sabía nada al respecto.

 

Cecilia se molestó tremendamente al ver que llevaban a empellones y patadas a su adorado maestro. Sin pensarlo, muy alterada, se dirigió a los gritos, desafiante, a los armados:

 

¿Qué hacen, animales? ¿Por qué tratan así a este caballero?

 

Los matones se miraron sorprendidos, y esperaron instrucciones de quien estaba a cargo de la operación. Luego se supo que era el Capitán de Infantería Eleuterio Monzón. Éste, igualmente sorprendido, se dirigió a la pareja:

 

¿Y ustedes quién mierda son?

 

Lo mismo me pregunto yo: ¿quién mierda son ustedes?, ¿qué mierda están haciendo con Marco, con el profesor Romagnolli?” Era raro que Cecilia utilizara improperios. Más raro aún -para Roberto constituía una sorpresa mayúscula, lo que lo dejó sin palabras- verla así alterada, con el rostro enrojecido y los ojos que le saltaban de las órbitas.

 

El capitán, por supuesto vestido de civil, quedó perplejo. Luego de pensarlo unos segundos, ordenó a su gente:

 

Llévense también a estos dos. Deben ser cómplices estos hijos de puta”.

 

En un santiamén, Cecilia y Roberto estaban encapuchados, esposados e introducidos a la fuerza en los vehículos, entre golpes e insultos. Ahí comenzó su calvario.

 

Marco Romagnolli intentó explicar que estos jóvenes nada tenían que ver con el grupo guerrillero. Un tremendo culatazo en la boca lo acalló, quitándole varios dientes y partiéndole el labio inferior. Ya en la cárcel secreta, ensangrentados, doloridos hasta morir por los golpes, sometidos psicológicamente con los agravios recibidos -“¡te vamos a cortar la verga, hijo de puta, y a tu mujer la vamos a violar mil veces!, ¿entendiste?”- Cecilia y Roberto fueron separados. Cada uno fue alojado en un pequeño calabozo, al igual que hicieron con el pintor. A partir de ahí, ya no volvieron a verse entre sí.

 

Después de tres días de interminables torturas, Romagnolli repitió por enésima vez que la pareja no pertenecía a ninguna célula, que eran de muy buena familia, y que la muchacha era una excelente pintora que venía a verlo por su viaje a Francia. Hasta ese momento no le creían; sus torturadores pensaban que era una estrategia para que liberaran a dos de sus “cómplices”. Pero eso, repetido hasta el cansancio por el artista plástico, más lo dicho por Roberto, abrieron una duda al encargado de la prisión, el coronel Gómez. El joven, en medio de las palizas recibidas, insistiendo una y mil veces que no tenía ninguna relación con movimiento armado alguno, que no era de izquierda, que era hijo de uno de los grandes ricachones de Feudalia, pudo reconocer el lugar en que se encontraba.

 

Esta casa es de mi viejo. Estoy seguro, porque aquí me vine a masturbar por primera vez en mi vida. Si quieren se las describo completa. ¡Esta casa es de mi familia! ¿Por qué me tienen aquí?

 

Ante tanta insistencia, y ante lo que parecía algo congruente, llamaron al coronel. El oficial en persona vino a preguntar cómo estaba la situación. Después de un largo interrogatorio, esta vez sin golpes ni blasfemias atemorizantes -“imprescindibles para un buen trabajo de investigación”, según rezaban los manuales militares- decidió averiguar. En forma urgente presentó el caso a su superioridad, y casi de inmediato todo se iluminó. El presidente de la república, el general Pérez, ya había sido informado por las dos “respetables” familias del drama que estaban viviendo. Don Carlos en persona lo había visitado en su despacho para presentar el cuadro de situación: hacía tres días que su hija y su futuro yerno habían desaparecido. La primera hipótesis adelantada por las autoridades fue que podía tratarse de un secuestro extorsivo por parte de “esos malditos bolcheviques”. Ahora, con lo informado desde “El Hogar de Huérfanos” -así apodaban a ese centro de torturas- las cosas comenzaban a aclararse.

 

No sabían cómo proceder ante las familias de Cecilia y de Roberto. En sentido estricto, no era un error. Dos personas que se acercaban a la casa de un miembro activo de la guerrilla, perfectamente eran sospechosas de poder pertenecer a la organización. Eran tiempos de guerra sucia, y las verdaderas autoridades de Feudalia -la embajada y el consejo empresarial- habían pedido expresamente “limpiar el país de comunistas”. ¿Quién era culpable? ¿A quién acusar?

 

La familia de Cecilia, recalcitrantemente católica, estaba en total desacuerdo con el aborto. Pero en este caso hizo una excepción. Producto de las violaciones de esos días en cautiverio, la joven resultó embarazada. En total hermetismo, con todas las medidas sanitarias del caso -en Feudalia el aborto era ilegal en ese entonces-, se procedió a detener el embarazo.

 

Don Carlos intentó entender lo sucedido. Él mismo le había hablado de “carta blanca” al militar que ahora era presidente. Y “carta blanca” significaba todo eso: hacer lo necesario, cualquier cosa, saltando todos los límites imaginables, para detener esa “enfermedad pestilente del comunismo”. De todos modos, no estaba en los planes lo sucedido con Cecilia y Roberto. Obviamente, eso no podía esperarse; había sido un exceso, uno más de los miles y miles cometidos durante la dictadura. ¿Un error? “Suerte perra la mía”, se maldecía don Carlos. “¿Por qué me tuvo que tocar esto? ¿Por qué?

 

Fue la presión familiar, fundamentalmente la de su esposa, la distinguida doña María de las Mercedes González Casanova y de Fuentes, señora de J., la que terminó obligándolo a tomar la decisión. Don Carlos, a partir de las conversaciones mantenidas con el embajador, William H., quien quedó impresionantemente consternado al conocer el caso teniendo que pedir instrucciones a Washington, hizo lo imposible por remover al general Pérez. “En realidad este pobre hombre no tenía la culpa”, declaró alguna vez con unas copas de más a algunos de sus más íntimos amigos, varios de ellos empresarios estadounidenses, hablando en elegante inglés británico. “Fueron las circunstancias”. Finalmente, aunque la carnicería continuó, Pérez fue reemplazado.

 

Las heridas físicas fueron sanando, tanto en Roberto como en Cecilia. No así las psicológicas. Finalmente, no siguieron juntos. Con el paso del tiempo, el muchacho llegó a tener su maestría en Alemania, y luego un doctorado. Al regresar a Feudalia, se hizo cargo de alguna de las empresas de su padre, como reputado ingeniero industrial que era. Se casó. Ahora ya es abuelo, y único heredero de una cuantiosa fortuna. De Cecilia nunca más volvió a mencionar palabra.

 

Cecilia, producto del suplicio vivido, prácticamente no volvió a estar en Feudalia. Se instaló en París, y allí se dedicó toda su vida a pintar. Fue una destacada artista plástica; pintaba óleos, pero donde mejor se sentía era en las acuarelas. A su país natal volvió en muy contadas ocasiones: para la muerte de sus padres, alguna vez por una cuestión administrativa en relación a su enorme herencia, solo una vez para visitar a antiguas amigas. Ahora, ya sin dictadura, estuvo por aquí de pasada en estos días. Como ya hacía tiempo que manteníamos este contacto, nos concedió una entrevista. Ahí nos contó un poco más en detalle lo que ya sabíamos de oídas: viviendo en la ciudad luz se fue relacionando cada vez más con artistas jóvenes, intelectuales, militantes políticos de izquierda. El cambio fue gradual, pero al cabo de los años, definitivo, sin retorno. El cheque millonario que le envían sus administradores puntualmente cada mes lo sigue cobrando. Muy pocos saben que destina buena parte a financiar un movimiento guerrillero en el África. Con lágrimas en los ojos nos contó que le hubiera gustado tener un hijo, pero luego de lo vivido nunca más volvió a tener relaciones sexuales con nadie. Su vida la dedicó enteramente al arte…, y a apoyar causas de izquierda.

 

Uno de sus cuadros más notorios -pintura expresionista-, hoy día en una pinacoteca privada que mantiene uno de sus mejores amigos italianos, se titula “Pobre tipo”. Nadie entiende bien por qué hay tanta sangre en la obra. Nosotros sí lo entendemos. El general Pérez sigue sin entender por qué lo removieron de su cargo, si solo se limitó a cumplir órdenes.




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