La llegada del jesuita argentino Francisco I al trono de Pedro ha marcado importantes cambios en el Vaticano. Por lo pronto, además de gestos importantes hacia un compromiso más terrenal tomando distancia de la fastuosidad de otros papas, comenzó a hablarse en otro tono de temas que hasta ese entonces eran tabú: la posible incorporación de la mujer al sacerdocio, el celibato, los actos de pederastia de muchos sacerdotes, las finanzas del Banco Ambrosiano, la prohibición del uso de preservativos ante la pandemia de VIH-SIDA… No hay dudas de que su papado -corto, según él mismo lo adelantara (obviamente, ya recibió presiones)- está indicando cambios. Tal vez hay que leerlos como la preocupación de las altas esferas eclesiásticas ante la innegable pérdida de presencia como institución. Está claro que si la Iglesia no se actualiza, seguirá el imparable éxodo de feligreses. Como muestra, en Latinoamérica, países tradicionalmente católicos, en ciertas zonas más de la mitad de la población ha optado por los nuevos cultos evangélicos (muy buena estrategia de la CIA, por cierto).
No es ninguna novedad que
desde Roma hay preocupación por lo que se percibe como una ostensible e
indetenible merma de adeptos al catolicismo. Ello puede tener varias causas, y
es la misma Iglesia, en alguna medida, la que ha ido provocando cierto
desinterés en la población. No es ninguna novedad tampoco, al menos en
Latinoamérica -bastión tradicional de la fe católica-, que esos cultos
neoevangélicos han venido creciendo en estas últimas décadas a un ritmo
sorprendente. Podrá aducirse que ello es producto de esmerados planes de
control social implementados por centros de poder desde Washington, que los
pusieron en marcha durante los años 1970 como una forma de contrarrestar la Teología
de la Liberación, con fuerte compromiso social, que proliferaba en la región.
El Documento de Santa Fe II (base ideológica de la derecha dura estadounidense)
lo establece de modo claro.
Lo cierto es que, por una
sumatoria de causas, la religión católica no está en franco ascenso. Por el
contrario, se mueve a la baja en todo el mundo, al menos en la cantidad de
feligresía que la abraza. Otro tanto ocurre con su prédica moral (medieval, por
cierto): mientras crecen los abortos y las uniones homosexuales por doquier, la
institución sigue oponiéndose firmemente a estas prácticas con un mensaje
represor. Y, por otro lado, hace ya largos años que dejó de ser el poder
dominante de Europa y del continente americano. Su merma en el manejo económico
-durante el Medioevo era dueña de la mitad de las tierras en Europa- y político
-ponía y quitaba reyes- es notoria. El capitalismo no necesitó de la fe
católica para desarrollarse, por eso le fue más funcional el protestantismo.
En Europa, como consecuencia
de los nuevos dioses que se entronizaron hace ya dos siglos -la ciencia moderna
y el capital-, hay poblaciones en las cuales la mitad se declara agnóstica. En
Latinoamérica, perdiendo terreno en forma acelerada ante esas nuevas iglesias
evangélicas, la grey católica ha disminuido considerablemente. El Vaticano está
preocupado. Por un lado, no encuentra candidatos a curas (hoy día es rarísimo
que un joven varón opte por el voto de castidad); y por otro, en más de algún
caso sus sacerdotes presentan conductas sexuales cuestionables que alejan a sus
seguidores. Los grupos carismáticos representan una forma de intentar recuperar
el terreno perdido, pero ello no detiene el éxodo.
Pero sucede algo
interesante, digno de estudio psicosociológico: en Guatemala, llegada la Semana
Santa, año con año crece el número de los cargadores en las procesiones. Eso,
obviamente, por causa del obligado confinamiento impuesto por la pandemia de
COVID-19, se ha detenido los años 2020 y 2021. ¿Retomará con fuerza el próximo
año, quizá ya sin medidas restrictivas? Este crecimiento puede llevar a pensar
en varias conclusiones: si bien no hay, numéricamente considerados, más
practicantes católicos hoy que antes -si algo crece, son los templos
evangélicos-, ¿crece el espíritu católico entonces? ¿Por qué con cada nueva
procesión se debe agregar más recorrido para dar lugar a más participantes?
¿Crece el fervor religioso? ¿Se fortalece la fe católica en los ya
tradicionales creyentes? Son menos los practicantes, pero ¿cada vez son más
devotos? ¿O ahora se peca mucho más, por lo que hay que lavar muchas más
culpas? Como sea, los tradicionales recorridos de siempre ya no alcanzan y
deben agrandarse cada Semana Mayor, creciendo también el tamaño de las andas.
También podría entenderse el
fenómeno de otra manera: además de fervor religioso, ¿no habrá moda en todo
esto? Es curioso que, pese a esta explosión
de fe de las procesiones, en las cuales se ven cada vez más personas “comprometidas” con la causa de
Jesús, las iglesias católicas no crecen. Pero crecen los abortos ilegales, los
embarazos no deseados de adolescentes y niñas, la violencia contra las mujeres,
los ataques violentos contra personas transgénero. Y de la misma manera en que
ya no hay lugar para meterse en una procesión, ni cargando el anda ni mirándola
pasar -al menos así era en las últimas procesiones-, en la misma proporción
crece también el consumo de bebidas espirituosas para la época. No pocos
cargadores regresan rapidito un día desde la playa para pagar promesas en la
procesión y luego… de nuevo a la playa.
Hoy están de moda, entre
otras cosas, los voluntariados, los tatuajes y la llamada responsabilidad
social empresarial. ¿No pasará algo así con las procesiones en Guatemala?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario