viernes, 2 de abril de 2021

PROCESIONES EN SEMANA SANTA

La llegada del jesuita argentino Francisco I al trono de Pedro ha marcado importantes cambios en el Vaticano. Por lo pronto, además de gestos importantes hacia un compromiso más terrenal tomando distancia de la fastuosidad de otros papas, comenzó a hablarse en otro tono de temas que hasta ese entonces eran tabú: la posible incorporación de la mujer al sacerdocio, el celibato, los actos de pederastia de muchos sacerdotes, las finanzas del Banco Ambrosiano, la prohibición del uso de preservativos ante la pandemia de VIH-SIDA… No hay dudas de que su papado -corto, según él mismo lo adelantara (obviamente, ya recibió presiones)- está indicando cambios. Tal vez hay que leerlos como la preocupación de las altas esferas eclesiásticas ante la innegable pérdida de presencia como institución. Está claro que si la Iglesia no se actualiza, seguirá el imparable éxodo de feligreses. Como muestra, en Latinoamérica, países tradicionalmente católicos, en ciertas zonas más de la mitad de la población ha optado por los nuevos cultos evangélicos (muy buena estrategia de la CIA, por cierto).

 

No es ninguna novedad que desde Roma hay preocupación por lo que se percibe como una ostensible e indetenible merma de adeptos al catolicismo. Ello puede tener varias causas, y es la misma Iglesia, en alguna medida, la que ha ido provocando cierto desinterés en la población. No es ninguna novedad tampoco, al menos en Latinoamérica -bastión tradicional de la fe católica-, que esos cultos neoevangélicos han venido creciendo en estas últimas décadas a un ritmo sorprendente. Podrá aducirse que ello es producto de esmerados planes de control social implementados por centros de poder desde Washington, que los pusieron en marcha durante los años 1970 como una forma de contrarrestar la Teología de la Liberación, con fuerte compromiso social, que proliferaba en la región. El Documento de Santa Fe II (base ideológica de la derecha dura estadounidense) lo establece de modo claro.

 

Lo cierto es que, por una sumatoria de causas, la religión católica no está en franco ascenso. Por el contrario, se mueve a la baja en todo el mundo, al menos en la cantidad de feligresía que la abraza. Otro tanto ocurre con su prédica moral (medieval, por cierto): mientras crecen los abortos y las uniones homosexuales por doquier, la institución sigue oponiéndose firmemente a estas prácticas con un mensaje represor. Y, por otro lado, hace ya largos años que dejó de ser el poder dominante de Europa y del continente americano. Su merma en el manejo económico -durante el Medioevo era dueña de la mitad de las tierras en Europa- y político -ponía y quitaba reyes- es notoria. El capitalismo no necesitó de la fe católica para desarrollarse, por eso le fue más funcional el protestantismo.

 

En Europa, como consecuencia de los nuevos dioses que se entronizaron hace ya dos siglos -la ciencia moderna y el capital-, hay poblaciones en las cuales la mitad se declara agnóstica. En Latinoamérica, perdiendo terreno en forma acelerada ante esas nuevas iglesias evangélicas, la grey católica ha disminuido considerablemente. El Vaticano está preocupado. Por un lado, no encuentra candidatos a curas (hoy día es rarísimo que un joven varón opte por el voto de castidad); y por otro, en más de algún caso sus sacerdotes presentan conductas sexuales cuestionables que alejan a sus seguidores. Los grupos carismáticos representan una forma de intentar recuperar el terreno perdido, pero ello no detiene el éxodo.

 

Pero sucede algo interesante, digno de estudio psicosociológico: en Guatemala, llegada la Semana Santa, año con año crece el número de los cargadores en las procesiones. Eso, obviamente, por causa del obligado confinamiento impuesto por la pandemia de COVID-19, se ha detenido los años 2020 y 2021. ¿Retomará con fuerza el próximo año, quizá ya sin medidas restrictivas? Este crecimiento puede llevar a pensar en varias conclusiones: si bien no hay, numéricamente considerados, más practicantes católicos hoy que antes -si algo crece, son los templos evangélicos-, ¿crece el espíritu católico entonces? ¿Por qué con cada nueva procesión se debe agregar más recorrido para dar lugar a más participantes? ¿Crece el fervor religioso? ¿Se fortalece la fe católica en los ya tradicionales creyentes? Son menos los practicantes, pero ¿cada vez son más devotos? ¿O ahora se peca mucho más, por lo que hay que lavar muchas más culpas? Como sea, los tradicionales recorridos de siempre ya no alcanzan y deben agrandarse cada Semana Mayor, creciendo también el tamaño de las andas.

 

También podría entenderse el fenómeno de otra manera: además de fervor religioso, ¿no habrá moda en todo esto? Es curioso que, pese a esta explosión de fe de las procesiones, en las cuales se ven cada vez más personas “comprometidas” con la causa de Jesús, las iglesias católicas no crecen. Pero crecen los abortos ilegales, los embarazos no deseados de adolescentes y niñas, la violencia contra las mujeres, los ataques violentos contra personas transgénero. Y de la misma manera en que ya no hay lugar para meterse en una procesión, ni cargando el anda ni mirándola pasar -al menos así era en las últimas procesiones-, en la misma proporción crece también el consumo de bebidas espirituosas para la época. No pocos cargadores regresan rapidito un día desde la playa para pagar promesas en la procesión y luego… de nuevo a la playa.

 

Hoy están de moda, entre otras cosas, los voluntariados, los tatuajes y la llamada responsabilidad social empresarial. ¿No pasará algo así con las procesiones en Guatemala?




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